Gregorio Aráoz de Lamadrid

Nació el 28 de noviembre de 1795 y murió en enero de 1857. Vivió sesenta y un años pero la vida guerrera superó con creces la vida cronológica. Exiliado en Chile, después de una de sus habituales derrotas, escribe en el diario El Mercurio un pedido de ayuda porque su pobreza es insostenible: “Cuento cuarenta y dos años de edad; tengo treinta y dos de servicios a la independencia americana y a la libertad argentina; asistí a ciento sesenta y cuatro combates y batallas, llevo en mi cuerpo diecinueve cicatrices de heridas que recibí peleando; he hecho soldados a mis hijos conformes han podido cargar una espada y uno de ellos ya es mártir por su patria. Estoy en tierra extranjera, cargado de familia, sin dinero y sin amparo. He aquí mis títulos para pedir a mis compatriotas pan para mi familia”.

Lamadrid fue un soldado valiente y un patriota leal y austero. Seguramente fue más valiente que sabio y más audaz que prudente, pero sus errores, que los tuvo, y sus imprudencias, que cometió, siempre fueron sostenidos por una conducta intachable. Como los héroes de Borges, se jactaba de su condición de valiente. No era un general en el sentido estricto de la palabra, era un guerrero; no era un estratega, era un táctico.

Paz derrotó a Quiroga cuantas veces se lo propuso, pero Quiroga hizo lo mismo con Lamadrid. Sin embargo, a diferencia de Paz, que era respetado pero no amado, Lamadrid era adorado por la tropa. El gauchaje, los rústicos soldados, los hombres que se jugaban la vida en la lucha, admiraban a este militar gallardo que entraba al combate dando alaridos y masticando caramelos.

Ernesto Quesada lo describe con palabras certeras: “No puede decirse de él que fuera un político de alcance o militar genial; era sólo un Murat criollo, hombre que jamás conoció el miedo, soldado de un arrojo fantástico, guerrillero incomparable, con su cuerpo acribillado de heridas y con su ánimo siempre fogoso que lo lanzaba ciegamente al entrevero de un combate sin calcular el número de sus enemigos y sin acordarse de las fuerzas que mandaba. Había nacido para la batalla y sólo estaba en su elemento cuando peleaba cuerpo a cuerpo, como los semidioses mitológicos”.

En octubre de 1826 fue derrotado por Facundo Quiroga en la batalla de El Tala. Lamadrid quedó tendido y cubierto de heridas. El militar que había ganado todos sus ascensos en el campo de contienda, había peleado solo contra quince soldados. Le habían quebrado el tabique nasal, había perdido una oreja, tenía quebradas dos o tres costillas y mostraba una herida en el estómago. Los soldados de Quiroga no lo reconocieron y, por eso, le dieron el tiro de gracia. Cuando horas después regresaron a buscar el cadáver, el “muerto” había desaparecido. Los soldados se persignaron. No podían creer lo que había sucedido. Sin embargo, el desenlace había sido relativamente sencillo. Mal herido, Lamadrid se había arrastrado hasta un zanjón, y allí se había echado para recuperar fuerzas. Cuando apareció otra patrulla se hizo el muerto y después se refugió en un rancho. La leyenda sobre su inmortalidad empezaba a circular entre el gauchaje.

La historia lo recuerda como un miliciano unitario. Lo fue, pero su biografía política y militar es mucho más rica que la adhesión a facciones que entonces no tenían la densidad ideológica que ahora se les atribuye. Más que unitario o federal a Lamadrid habría que recordarlo como un guerrero y como un guerrero de la Independencia. Antes de sumergirse en el lodazal de las guerras civiles, Lamadrid había sido soldado de Belgrano y San Martín. Al lado de Belgrano peleó en Salta y Tucumán; en Vilcapugio y Ayohuma. También estuvo en Venta y Media, donde Paz perdió el brazo y ganó para su gloria el apodo de Manco. En premio a su coraje, San Martín le obsequió su espada, treinta años antes de que hiciera lo mismo con Rosas.

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Adorado por su tropa, Lamadrid era un militar gallardo que entraba al combate dando alaridos y masticando caramelos.

Retrato de época/Archivo El Litoral

Las primeras batallas de Lamadrid se confunden con el nacimiento de la patria. Su último combate fue en Caseros. Con orgullo puede decir que estuvo en todas. Se discute su participación en Caseros y no falta algún historiador que diga que la batalla estuvo a punto de perderse por su torpeza, pero lo cierto es que cuando los soldados ganadores entraron a Buenos Aires, el único oficial aclamado por la multitud y llevado en andas, fue Lamadrid.

Sobre su popularidad, el general Paz elaboró las siguientes reflexiones: “ El populacho lo quiere de manera algo parecida a la que se quiere a un niño gastador y algo desbarajustado…”. En los campamentos, en los fogones levantados en la noche, los paisanos templan su guitarra y cantan coplas a su nombre : “ Cielito cielo que sí / cielo de la última lid/ vos nos mostraste glorioso/ al valiente Lamadrid”.

Sería exagerado decir que, como Lavalle, fue “una espada sin cabeza”. Curiosamente este guerrero intrépido era un hombre culto que cuando intervino en política, en las contadas ocasiones en las que debió asumir las responsabilidades del gobierno, una de sus principales preocupaciones fue la educación y la creación de instituciones republicanas. Fue unitario porque el destino de la mayoría de los guerreros de la Independencia fue ése, después de la crisis del veinte.

Su unitarismo siempre estuvo matizado por otras lealtades. Lamadrid pertenecía por linaje, a la clase dirigente. Los Aráoz eran la crema de la sociedad tucumana y por esa rama estaba emparentado con Alberdi y la mujer de Belgrano, Dolores Helguero.

Muy joven se casó con María Luisa Díaz Vélez. Este soldado pendenciero y jugador era, al mismo tiempo, un marido fiel y enamorado. Con María Luisa tuvo trece hijos. Un dato curioso permite revelar que la lucha de facciones entre unitarios y federales eran verdaderas pero no absolutas. En efecto, Manuel Dorrego y Juan Manuel de Rosas -las dos grandes espadas del federalismo porteño-, fueron padrinos de bautismo de sus hijos Bárbara y Ciriaco (en este último caso, la madrina fue doña Encarnación Ezcurra).

Junto con Lavalle y Paz, Lamadrid participó del golpe que derrocó a Dorrego. Sin embargo no compartió el fusilamiento de su compadre. Dorrego le entregó a Lamadrid su chaqueta militar para que se la hiciera llegar a su familia. Y la carta que escribió a su esposa, se la dio a Lamadrid. Curiosidades de la vida. Este soldado que ignoraba el miedo, este hombre que marchaba al combate como quien va a una fiesta, no tuvo coraje para presenciar el fusilamiento de Dorrego.

La otra muerte, mucho más íntima, más desgarrante, es la de su propio hijo Ciriaco, asesinado cuando tenía diecinueve años. Ciriaco siempre quiso ser guerrero. Ahijado de Rosas, desde la adolescencia se preparó para la guerra. En algún momento Lamadrid intentó hacerlo estudiar, pero fracasó en toda la línea. Una carta de Rosas lo terminó de convencer de que el destino del chico era otro: “No se empeñe usted en que Ciriaco sea doctor porque los doctores no sirven más que para enredar; llévelo con usted para que siga la carrera de su padre, porque hijo de tigre overo ha de ser”.

Después de Caseros, se dedicó a escribir sus memorias. No son tan precisas como las de Paz, pero están bien escritas. Los críticos le reprochan la falta de documentación, pero él les contesta que a esos documentos no los perdió en una mesa de juego o en alguna aventura amorosa, sino en el campo de combate. Retirado a cuarteles de invierno, recordaba con afecto a su enemigo más encarnizado: Facundo Quiroga. Rara, extraña relación la que sostuvieron estos hombres, de los que se pueden decir muchas cosas, menos que hayan sido cobardes o sentimentales.

Sin embargo, sin dejar de odiarse, en algún punto se respetan. Es Quiroga el que le escribe a Lamadrid después de una de tantas batallas: “Adiós mi general, hasta que nos podamos juntar para que uno de los dos desaparezca, porque esta es la resolución inalterable de su enemigo Juan Facundo Quiroga”. Lamadrid después se entera de que Quiroga ha respetado a su familia y le ha permitido que viajara hasta Bolivia. Entonces le contesta: “ Usted general podrá ser mi enemigo cuanto quiera, pero el paso que ha dado de mandarme a mi familia la cual espero con ansia, no podré olvidarlo jamás”. Así se trataban los viejos guerreros de entonces.

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