¿Quiénes mataron a Facundo Quiroga?

De la muerte de Facundo Quiroga se sabe que ocurrió en Barranca Yaco el 16 de febrero de 1835 y que el jefe de la partida fue el capitán Santos Pérez, hombre de confianza de los hermanos Reinafé, dueños y señores de la provincia de Córdoba. También se sabe que Juan Manuel de Rosas, con el acuerdo de Ibarra y López, ordenó la detención de Santos Pérez, tres de los hermanos Reinafé y de los principales integrantes de la partida que perpetró la atroz degollina en Barranca Yaco.

Después de veinte meses de juicio, Santos Pérez y dos de los hermanos Reinafé fueron fusilados en Plaza de la Victoria. Otro de los hermanos murió en la cárcel y el único que escapó de la furia helada del Restaurador se ahogó dos años después en el río Carcarañá. Conclusión: los principales responsables del crimen pagaron con sus vidas, los Reinafé desparecieron del escenario político de Córdoba, y Rosas logró, gracias al sacrificio de Quiroga, las facultades extraordinarias y la suma del poder público.

En términos políticos, la crisis provocada por el asesinato de Facundo se resolvió favorablemente para los intereses de Juan Manuel y de Estanislao López, pero ya se sabe que una adecuada resolución política no siempre se compatibiliza con la verdad histórica o, para expresarlo en términos más justos, con los interrogantes que se hacen los historiadores.

Según la versión oficial, la sagacidad y la acción decidida de Juan Manuel permitió ajustar cuentas con los autores materiales e intelectuales de Barranca Yaco. Como para abrochar al operativo con un moño, se dijo que detrás de los Reinafé estaban las intrigas criminales de los salvajes unitarios. El negocio para el estanciero de Los Cerrillos fue redondo. Dos meses después de la muerte de Quiroga, asumió con la suma del poder público y pronunció palabras que hasta el día de hoy siguen provocando un ligero estremecimiento: “Resolvámonos a combatir a estos malvados que han puesto en confusión nuestra tierra. Persigamos a muerte al impío, al ladrón, al homicida y, sobre todo, al pérfido y al ladrón que tengan la osadía de burlarse de nuestra buena fe. Que de esa raza de monstruos no quede uno entre nosotros y que su persecución sea tan tenaz y vigorosa que sirva de terror y espanto a los que puedan venir en adelante”. Exquisita pedagogía nacional y popular que seguramente continúa emocionando hasta las lágrimas a los corifeos del Instituto Dorrego.

¿Nada más hay que decir del crimen de Barranca Yaco? ¿Juan Manuel resolvió todos los interrogantes? Más o menos. Efectivamente, Santos Pérez fue el que dirigió la partida, el que disparó contra Quiroga y el que ordenó que degollaran a todos los viajeros, incluso a los niños. Lo único que se puede decir a su favor es que el hombre cumplía órdenes, órdenes de los Reinafé, quienes luego, cuando las papas quemaban, intentaron envenenarlo. Los caudillos, como luego los jefes mafiosos, en estos temas nunca se equivocan.

Apenas perpetrado el crimen, los Reinafé presintieron que se les venía la noche. La correspondencia entre Rosas y López es en ese sentido aleccionadora. Allí, Juan Manuel le explicaba a su amigo santafesino las diligencias que estaba realizando para desenmascarar a los Reinafé y, como al pasar, le dice que está al tanto de sus relaciones con los políticos cordobeses y de los rumores que circulan acerca de que detrás de los Reinafé está él.

La hipótesis de que López fue efectivamente el autor intelectual de la muerte de Quiroga no es descabellada, pero merece relativizarse. López nunca se llevó bien con el Tigre de los Llanos. Celos, resquemores. Facundo por su parte, nunca dejó de acusarlo de “gaucho ladrón de caballos” y, además, lo responsabilizaba de haberlo dejado pasar por Santa Fe a José María Paz para reconquistar Córdoba y después derrotarlo en las batallas de Oncativo y La Tablada.

En sus memorias, el general Paz recuerda como al pasar que en septiembre de 1834 López se reunió con los Reinafé en Santa Fe. También se habla de otra reunión en la localidad de El Tío, donde supuestamente los Reinafé lo pusieron al tanto de lo que pensaba hacer con Quiroga. Habría que señalar, finalmente, que los Reinafé eran muy guapos, muy intrigantes, pero resulta poco creíble imaginar que ellos fueran capaces de ordenar la muerte de uno de los políticos más importantes de la Argentina sin un respaldo mayor o, por lo menos, sin un guiño cómplice.

Y ya que hablamos del Manco Paz, no deja de ser sugestivo que después de Barranca Yaco, y mientras los rumores de la complicidad de López eran cada vez más intensos, éste resolviera entregarle Paz a Rosas, su prisionero favorito, la carta que López se había reservado para jugarla en el momento oportuno. Paz estaba detenido en Santa Fe desde 1831. Las célebres boleadoras de un gaucho habían puesto punto final a una de las experiencias políticas más interesantes de esos años. Mundo pequeño. La tropa que trasladó a Paz hasta el campamento de López estaba dirigida por Santos Pérez.

López entregó a Paz como acto de buena voluntad e inmediatamente entregó a los Reinafé. Los Reinafé por su parte dijeron que la muerte de Quiroga había sido cometida por gauchos bandoleros; después dieron a entender que el responsable era Felipe Ibarra, el perpetuo caudillo santiagueño, acusación que Ibarra desechó con pruebas contundentes. Cuando la cosa pasó de castaño a oscuro intentaron -como ya lo dije- eliminar a Santos Pérez. Como último intento por detener lo indetenible, montaron el simulacro de un juicio que los liberó a los cuatro hermanos de culpa y cargo.

En el camino, Santos Pérez fue detenido por una partida en un episodio digno de una película dirigida por John Ford: Santos Pérez, el gaucho que no vacilaba en degollar al que se le saliera al cruce, el hombre que atemorizaba con su mirada al matrero más pintado, al matón más impiadoso, al cuchillero infalible, estaba profundamente enamorado de Rosa Yofre, hija de un estanciero de la zona. El clásico de la mujer que entrega a su hombre enamorado se cumplió una vez más. Cuando una noche ingresó la partida al caserío, Santos Pérez intentó manotear su puñal y su revólver, pero la dulce Rosita se los había escondido.

Santos Pérez fue el primero en comenzar a pagar aquella muerte. Analfabeto, valiente, desconfiado y buen mozo, cumple las órdenes de los Reinafé porque así eran sus códigos. No obstante ello, les sugirió a sus patrones si habían medido las consecuencias del crimen que le ordenaban cometer. Francisco Reinafé, le respondió que se quedara tranquilo porque la muerte de Quiroga era deseada por López y Rosas.

¿Mentían los Reinafé? Nunca lo sabremos. Sí es válido especular que ellos solos jamás se hubieran animado contra Quiroga. Se trataba de una familia del poder que decidía los pasos a dar luego de permanentes consultas. No eran loquitos sueltos u hombres dominados por impulsos incontrolables. Respaldados o no, está claro que todo les salió mal. Perdieron el poder político y los cuatro hermanos, en menos de tres años, perdieron sus fortunas y sus vidas.

Volvamos a Quiroga. Como se sabe, el gobernador Maza lo mandó al norte para que arbitrara las disputas entre los caudillos de Tucumán y Salta, Quiroga salió de Buenos Aires a fines de diciembre. Juan Manuel lo acompañó hasta San Antonio de Areco. En la ocasión, Rosas escribió su famosa carta de la Hacienda de Figueroa, uno de los textos más explícitos y, si se quiere, más lúcidos, escritos por él. Allí da a conocer sus puntos de vista acerca de la organización nacional y sus diferencias con quienes creían que los problemas argentinos se resolvían con “un cuadernito”.

Rosas no pensaba en estos temas lo mismo que Quiroga. Unos meses antes le había escrito a Ibarra que en los tiempos que corrían la política se dividía entre los que estaban con ellos y los que estaban en contra. La frase enternecería a algunos de nuestros políticos contemporáneos de cuyo nombre no quiero acordarme, pero que siempre miraron con admiración al Restaurador.

Facundo Quiroga viaja rumbo al norte. Rosas le ha ofrecido una escolta pero él la ha rechazado. En el camino se entera de que el arbitraje que debía realizar será imposible porque uno de los caudillos en litigio degolló al otro. No es de lo único que se entera. En las postas donde se detienen a cambiar caballos les informan que en la provincia de Córdoba los esperan para matarlos. A Quiroga, la noticia no le mueve un pelo. Confía demasiado en su coraje y en el respeto reverencial que inspira.

Después se supo que, efectivamente, la orden de matarlo estaba dada para esos días de diciembre de 1834. El hombre encargado de cumplirla era Rafael Cabanillas, un gaucho ligero para degollar prisioneros indefensos, pero al que le tiembla el caracú cuando le dicen que esta vez tiene que matar a Quiroga. Cabanillas al principio remolonea y trata de eludir la responsabilidad. Pero sus patrones lo aprietan y de alguna manera le dan a entender que si no cumple las órdenes le puede ir peor.

Cabanillas junta a los hombres y hace lo imposible por llegar tarde a Sinsacate, el lugar designado para la emboscada. Finalmente lo logra. Quiroga pasa tranquilo por allí y sigue rumbo a Santiago del Estero donde lo espera el caudillo Felipe Ibarra. Nadie puede creer que Facundo siga con vida. Allí negocia con Heredia, amenaza, ofrece acuerdos, insiste una vez más en que hay que empezar a pensar en redactar una Constitución.

Por su parte, los Reinafé deciden confiarle la tarea a Santos Pérez. Como dice Borges, nunca un crimen se tramó con tanta publicidad. Todos, hasta los changuitos de pata al suelo saben que a Quiroga lo esperan en algún lugar para matarlo. Mientras tanto, el hombre descansa en Santiago del Estero. Los que recuerden esos días de enero dirán que lo veían físicamente disminuido, colérico y apurado por algo, por algo que nunca se sabrá exactamente qué es.

Cuando sale de Santiago del Estero, Ibarra le ofrece reforzar la escolta. Quiroga la rechaza. Todavía no pronunció las palabras célebres que recogerá la historia, pero ya está convencido de que aún no ha nacido el hombre capaz de matarlo. También le han sugerido que regrese a Buenos Aires por otro camino que no sea Córdoba. Inútil insistirle. Pareciera que se empecina en pasar por donde sabe que sus enemigos lo están esperando.

La noche del 15 de febrero es una pesadilla para todos los viajeros, empezando por José Santos Ortiz, su secretario. El único que duerme es Facundo, el valiente, el temerario, el omnipotente. Los rumores hace rato que se han transformado en certeza. La partida tiene la orden de matar a todos; los esperan a pocos kilómetros de la posta Ojo de Agua. Santos Ortiz junta coraje y le insiste a Quiroga de que algo hay que hacer. El Tigre ordena que preparen algunas armas y nada más. La galera sale para Barranca Yaco. Lo demás ya es historia.

La novedad llega a Buenos Aires los primeros días de marzo. No hay televisión, no hay radio, pero la noticia ha circulado por todas las ciudades del país: Facundo Quiroga fue asesinado. A la noticia se le suman los rumores: lo mandaron a matar los Reinafé; detrás de los Reinafé está López. Lo mandó a matarRosas. No, fueron los unitarios. En esos días en los fogones se improvisa una canción popular: “Facundo Quiroga, a la muerte va, dicen que el tirano lo mandó a matar”. Es la hipótesis que recogerá Borges. Rosas, la araña de Palermo, trama la muerte de Quiroga desafiando su coraje. La hipótesis es interesante, pero carece de valor histórico.

Si Rosas lo mandó a matar o no, es algo que nunca se sabrá. Lo seguro es que el Restaurador aprovechará muy bien las circunstancias para conquistar el poder con todos sus atributos. Las muertes, ciertas muertes, a Rosas siempre lo favorecen. Así ocurrió con el fusilamiento de Dorrego, que le permitió llegar al poder con las facultades extraordinarias. Y así ocurrirá con el asesinato de Quiroga, que lo habilitará para disponer de la suma del poder público. Don Juan Manuel sabía muy bien lo que era ir por todo.

Mientras tanto, comienza la función. Los asesinos reales serán castigados. El primer paso fue conseguir el aval de los otros caudillos para exigir que el crimen sea juzgado en Buenos Aires y no en Córdoba, donde los Reinafé ya montaron un simulacro de juicio para liberase de todo responsabilidad. Para la sagacidad de Juan Manuel, estos simulacros provincianos son juegos de niños.

Cuatro meses después de Barranca Yaco, los Reinafé, Santos Pérez y algunos de sus compinches fueron detenidos y trasladados a Buenos Aires. Todos serán juzgados de acuerdo con las leyes vigentes. El tribunal estará presidido por Manuel Vicente Maza, la mano derecha de Rosas y el hombre que cuatro años después será ejecutado por el puñal de la Mazorca. A Maza lo acompañan Eduardo Lahite y Manuel Insiarte. Como para probar que todo se hace respetando las garantías de los acusados, se admite un abogado defensor, el doctor Marcelo Gamboa.

El juicio, con sus preparativos, desarrollo y cuartos intermedios durará casi dos años. Las pruebas contra los Reinafé y Santos Pérez son concluyentes. Aparecen testigos que ratifican las acusaciones y a algunos detenidos se le afloja la lengua. La única esperanza de los acusados se llama Gamboa, el abogado defensor, el hombre que para sorpresa de todos decide tomarse a pecho su trabajo y empieza a presentar escritos que impugnan el juicio, impugnan a los jueces e impugnan las pruebas presentadas con el aval del Restaurador.

Hasta allí llegan sus pretensiones leguleyas. En el Buenos Aires de 1835 no es aconsejable ni mucho menos saludable contradecir a Juan Manuel. Si a estas verdades las ignoraba, Rosas se encargará de recordárselas. Un decreto firmado por su puño y letra califica a Gamboa de atrevido, insolente, impío, desagradecido, bribón y salvaje unitario. Es el punto de partida para poner las cosas en su lugar. Luego llegan las resoluciones: Gamboa no defenderá más a nadie. Y hasta nueva orden tiene prohibido salir de la ciudad, porque si lo hiciera será fusilado en el acto. Por las dudas, se le impide ejercer por tiempo indeterminado la profesión de abogado, se le prohíbe usar la divisa punzó porque no merece ese honor y se le advierte que si el gobierno se entera de que anda sembrando rumores en contra de la Santa Federación, será detenido y antes de ir a dar con sus huesos a la cárcel lo subirán a un burro pintado de color celeste y será paseado desnudo por la plaza. Juan Manuel en estos temas siempre se ha preocupado en hacerse entender.

En abril de 1837, el doctor Maza lee el informe contra los acusados. Una semana después lo hace Lahite. El 27 de mayo, Rosas dicta la primera sentencia; la segunda será el 9 de octubre: pena de muerte para los cabecillas, es decir para José Vicente, Guillermo Reinafé y Santos Pérez. Las ejecuciones se realizarán en la Plaza de la Victoria, el 26 de octubre. Los reos primero son fusilados y luego colgados para escarmiento público, público que, dicho sea de paso, se convoca masivamente para disfrutar del espectáculo que les brinda el Ilustre Restaurador.

Las víctimas mueren con dignidad. El único que da la nota es Santos Pérez, quien unos segundos antes de que dispare el pelotón grita a voz de cuello: “Rosas mandó a matar a Quiroga”. ¿Se puede mentir al pie del patíbulo? Es la pregunta que se hace Sarmiento. No, no se puede mentir. ¿Es así? Más o menos. Por lo pronto, desde el punto de vista jurídico y político el caso se cerró en esa jornada de octubre de 1837. Lo demás queda liberado al campo de las especulaciones, porque bueno es recordar que uno de los rasgos decisivos de todo crimen de Estado, es que la verdad nunca termina por conocerse. Los argentinos del siglo XXI algo sabemos de eso.

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