Juan XXIII, el Papa bueno

Fue un Papa bueno, pero también fue un Papa inteligente y culto. Sólo los tontos pudieron confundir su bondad con ingenuidad o simplismo. Él mismo se ocupaba de advertir que su conducta humanitaria no era un don, sino la consecuencia de un modo de vivir el Evangelio, la fe y su relación con Cristo. Siempre dijo que su máxima aspiración era la de ser un párroco de pueblo. Era cálido, afectivo, le gustaba conversar con la gente, compartir la mesa con un vino y una pasta y se interesaba sinceramente por la vida de los otros, por sus dolores y sus alegrías, por sus esperanzas e infortunios. Hijo y nieto de modestos campesinos, sabía de los rigores de la pobreza en carne propia y, como nos gusta decir a los argentinos, tenía calle, un oído muy sensible para percibir el rumor de la gente del pueblo.
Puede que la Curia del Vaticano haya creído que podía manejar a un Papa que por su edad y estado de salud no estaba destinado a durar mucho tiempo. No se equivocaron con su salud, pero se equivocaron de punta a punta con la pretensión de controlarlo. Según testimonios de la época, el cardenal Alfredo Ottaviani estaba convencido de que se trataba de un inocente párroco de aldea preocupado por conversar con los jardineros del Vaticano y los guardias suizos. Los contadores se molestaron cuando tomaron conocimiento de que había autorizado aumentos de sueldos a los trabajadores. Los tranquilizaron diciéndoles que había que dejarlo al viejito Roncalli a que se dedicara a esos menesteres menores, así la burocracia de toga se dedicaba a tomar las decisiones trascendentes. Pronto Ottaviani se dio cuenta de que no le iba a resultar tan fácil a la Curia que él representaba imponerle su voluntad.
Juan XXIII se sentó en la silla de San Pedro el 4 de noviembre de 1958. Había sido elegido por el Colegio Cardenalicio el 28 de octubre luego de cuatro sesiones en las que en las dos primeras su nombre no había sido votado por nadie. Se dice que la disputa entre candidatos italianos y de otros países europeos dio lugar a que se votara a un candidato que por edad no durase mucho y que por temperamento no despertara demasiados recelos.
Ese mismo 4 de noviembre llamó la atención su decisión de impedir que le besen los zapatos, o que le molestase que en las reuniones los laicos le hablaran arrodillados. Pensaron que eran ñañas de cura campesino. Sin embargo, el 25 de enero de 1959, dos meses y medio después de su ascensión, los sinuosos, intrigantes y talentosos miembros de la Curia descubrieron que el Papa Bueno era algo más que un curita bondadoso y que la transición iba a ser -en tiempos históricos- mucho más prolongada de lo que ellos suponían o deseaban.
La revelación se produjo cuando en la Basílica de San Pedro Extramuros y con la presencia de treinta y siete cardenales que en esos días estaban en Roma, anunció la convocatoria a un Concilio Ecuménico. Cualquier cosa esperaban los funcionarios vaticanos, menos eso. Por supuesto que intentaron disuadirlo. Imposible. El curita bueno, como todo campesino, era porfiado y no hubo modo de torcerle la voluntad. Alguien le sugirió que un Concilio necesitaba por lo menos de diez años para implementarse. La respuesta fue terminante: antes de que finalizara 1962 el Concilio estaría funcionando.
Y efectivamente así fue. El 11 de octubre de 1962 se iniciaron las sesiones con la presencia de alrededor de tres mil obispos de todo el mundo y la asistencia de pastores de iglesias protestantes, sacerdotes ortodoxos, laicos y teólogos. Un verdadero escándalo para los caballeros de la Curia, algunos de los cuales llegaron a profetizar que estaban asistiendo al fin de la Iglesia Católica. Sería una exageración decir que el Concilio salió exclusivamente por voluntad de Juan XXIII. O que toda la Curia estuvo en su contra. Es verdad que lo sabotearon, que a través de señales, rumores y decisiones invisibles pusieron trabas y trataron de restar importancia a algunas de las iniciativas, pero no es menos cierto que un número significativo de cardenales lo apoyó desde un primer momento. Y otro número importante de la Curia se sumó luego a sus esfuerzos, sobre todo cuando se dieron cuenta de que la cosa iba en serio y que no convenía subestimar o ningunear al modesto curita de pueblo.
Hoy se admite que el Concilio Vaticano II fue el hecho más trascendente de la Iglesia Católica en el último siglo. A su manera marcó un antes y un después y, más allá de excesos o desbordes previsibles, hay un amplio consenso en reconocer su trascendencia, recuperada o fortalecida luego de la llegada del Papa Francisco, llamado a establecer la síntesis definitiva. Juan Pablo II y Benedicto XVI, ¿lo negaron? No lo negaron, pero en su esfuerzo por poner límites a sus excesos, en algún momento dieron lugar a que se intentara recortar sus líneas más progresistas. El debate existió, las diferencias fueron reales, pero en ningún momento se desconocieron sus enseñanzas y, sobre todo, los aportes del Concilio a la Iglesia.
Las diferencias fueron muchas y excedería los alcances de esta nota enumerarlas. Básicamente podría decirse que durante las sesiones del Concilio hubo tres temas que fueron interpelados por los “conservadores”: el ecumenismo y las inconcebibles concesiones a las iglesias protestantes; la paz, y el manejo político imprudente que terminaba haciéndole el juego al comunismo; y la pobreza, sobre todo la reducción a una exclusiva variante económica, perdiendo de vista una perspectiva que fuera más allá de las diferencias clasistas preferidas por los marxistas y la izquierda en general.
A las diferencias sociales y políticas se sumaron las diferencias teológicas, algunas de ellas -si le vamos a creer a Lefevre- insalvables. Básicamente, los conservadores insistían en que la fuerza de la Iglesia proviene de su sometimiento a las tradiciones y que desconocer este dato significaba romper el equilibrio interno que le permitió a la Iglesia sobrevivir durante dos mil años. Un Papa campesino como Juan XXIII no podía desconocer estas verdades, pero consideraba que la Iglesia -si quería ser ella misma- debía esmerarse en cambiar, aggiornarsi, como le gustaba decir. El cambio -sostenía- era inevitable, pero era, además, una señal de Dios que los creyentes debían saber percibir
De todos modos, sería injusto -o por lo menos incompleto- reducir la gestión de Juan XXIII a la convocatoria del Concilio Vaticano II. Puede que efectivamente haya sido su decisión más trascendente, pero ella en todo caso perfeccionó un conjunto de iniciativas que con la perspectiva del tiempo sorprenden por su rigurosa coherencia. El supuesto Papa de la transición redactó en menos de cinco años ocho encíclicas, dos de las cuales merecen calificarse de históricas: Mater et magistra y Pacem in terris. También en estos textos hubo un antes y un después.
Cuando empezó a nombrar cardenales en diferentes partes del mundo, los conservadores de la Curia advirtieron que el Papa de la transición y el viejito bueno, había sido una exclusiva fantasía de ellos. No sólo decidió designar cardenales, sino que amplió el Colegio Cardenalicio como nunca se había hecho antes. Tarde, comprendieron los tradicionalistas que Roncalli estaba creando las condiciones para asegurar su sucesión y el destino del Concilio. Por supuesto que los pasos dados los hizo con su clásica sabiduría y prudencia campesinas, porque también sus adversarios internos más empecinados fueron ascendidos. El propio Ottaviani fue designado secretario del Santo Oficio, una responsabilidad no muy diferente a la de Ratzinger veinte años después.
Roncalli sabía mejor que nadie que no le quedaba mucho tiempo de vida, por lo que dio los pasos necesarios para que su tiempo histórico trascendiera su tiempo biológico. La primera designación llamó la atención a todos y escandalizó a los más tradicionalistas. Se trataba del arzobispo de Milán, un sacerdote impugnado por la jerarquía por sus ideas progresistas. Se llamaba Giovanni Montini, es decir, el futuro Pablo VI. “Nunca aspiré a ser otra cosa que un modesto curita de aldea”, decía con su juguetona sonrisa campesina Angelo Giuseppe Roncalli a un severo y demudado Alfredo Ottaviani.
Ángelo Giuseppe Roncalli nació el 25 de noviembre de 1881 en Sotto il Monte, un modesto pueblito de la Lombardía al que regresará siempre y nunca disimulará su afecto por esa aldea donde sus padres y sus abuelos trabajaron la tierra. Ni la pobreza, ni los rigores de la vida, lograron despojarlo de su afecto por su patria chica y de ese singular orgullo por su condición de campesino que nunca dejó de evocar y de presentar como un testimonio de vida. Sotto il Monte fue para Roncalli su pequeño paraíso. Cuando muchos años después sea elegido Papa, elegirá el nombre de Juan en homenaje a su pueblo, en homenaje a Sotto il Monte, donde conoció a los “juanes” más importantes de su tiempo.
Según sus biógrafos, a los once años el joven Angelo ingresó al seminario, un hecho excepcional, porque entonces la edad exigida era de catorce. Se dice que un tío con una posición económica más holgada se ofreció a financiar los estudios del muchacho, impresionado por su avasallante vocación religiosa. Forjado en la disciplina del seminario, se ordenó de sacerdote en 1904 y uno de sus amigos asegura que a su primera misa la ofició en la basílica de San Pedro.
Al año siguiente se doctoró en Teología y lo designaron secretario del obispo de Bérgamo, monseñor Giacomo Radini Tedeschi, el hombre que más influencia tendrá en su vida. Radini Tedeschi hoy sería considerado un obispo progresista. Inteligente, sencillo, sensible a los problemas de las clases populares, escandalizó a los conservadores de su tiempo cuando en una intervención pública apoyó una huelga de los obreros de la región, algo absolutamente insólito en un obispo de entonces cuya investidura tradicionalmente se identificaba con las clases altas.
Cuando muchos años después alguien lo proponga a Roncalli para Papa, las observaciones que harán sus tenaces objetores serán las de su amistad con un cura “socialista” como Radini Tedeschi. La crítica era injusta y de mala fe, pero ello no impidió que la repitieran durante años. Roncalli siempre será para la Curia un sacerdote incómodo, alguien de quien desconfiar y, al mismo tiempo, un pastor impecable. ¿Contradictorio? Por supuesto, pero ya se sabe que la historia se forja con estas contradicciones,
El joven Angelo no sólo aprendió al lado de Tedeschi el compromiso con los pobres, sino también los valores de la paz. Antes de la Primera Guerra Mundial, antes de que la humanidad se precipitara a esa carnicería, el futuro Papa tenía muy en claro que la paz constituía el valor supremo de los hombres. Las últimas palabras de Tedeschi a su joven secretario fueron un pedido para que nunca perdiera de vista que la paz es un bien evangélico. Nunca olvidó ese reclamo al borde de la tumba. Y a decir verdad, Tedeschi sembró en tierra fértil. Roncalli vivió y padeció de cerca los estragos de las dos guerras mundiales, conoció los rigores del fascismo y supo de las inclemencias del comunismo, pero en todas las circunstancias su objetivo fue bregar por la paz entre los hombres, una paz que no debía confundirse con la complacencia, la debilidad o la complicidad con el más fuerte.
O sea que cuando en 1962 el Papa Juan XXIII redactó la encíclica Pacem in terris, no hizo otra cosa que poner en palabras una larga experiencia impregnada de reflexiones sobre los valores de la paz, la vida y la justicia. La paz fue su reclamo cuando ese mismo año, 1962, el mundo estuvo a punto de precipitarse a una guerra. Fue durante la llamada “Crisis del Caribe”. A decir verdad, en aquellos momentos Juan XXIII contó con el apoyo de dos grandes jefes de Estado: John Kennedy y Nikita Kruschev, sin los cuales, sin su buena voluntad y predisposición para impedir que el mundo se hundiera en una tragedia que ponía en juego el destino mismo de la humanidad, todas las oraciones y pedidos del Papa hubieran sido vanos. Kennedy era el primer presidente católico de la historia de Estados Unidos; Kruschev, había sido el responsable de que se pusieran en evidencia los crímenes de Stalin. Cada uno con sus virtudes y defectos, pero también con su talento y sus responsabilidades. Kennedy debió bregar con sus halcones; Kruschev, también. Finalmente, la paz pudo ser salvada, pero el llamado del Papa fue decisivo. Él mismo dirá luego que el salto al infierno pudo evitarse porque la Divina Providencia y el deseo de la humanidad coincidieron por una vez en la historia.
Por supuesto que la militancia de Roncalli a favor de la paz despertó suspicacias e incomprensiones entre la recelosa y conservadora burocracia del Vaticano. Dominados por un anticomunismo furibundo, que más que iluminarlos los enceguecía, consideraban que reivindicar la paz era hacerle el juego a los marxistas y a los rusos. Para colmo de males, la encíclica Pacem in terris vio la luz en las cercanías de una elección en Italia, elecciones en las que el Partido Comunista, el célebre PCI, ganó en numerosas ciudades. Para los conservadores ya no había dudas: Juan XXIII era el responsable de ese triunfo inaceptable.
Pacem in terris fue saboteada en toda la línea. Las intrigas tejidas en el Vaticano fueron múltiples y algunas realmente perversas. Las declaraciones del Papa no eran recogidas por la prensa; el diario L’Osservatore Romano callaba o se ocupaba de otras noticias; las radios y los diarios de Italia se encargaban de difamarlo, acusarlo de comunista, ácrata, enemigo de la Iglesia y otras bondades parecidas. La portada de un diario de Roma presentó a Pacem in terris precedida por el martillo y la hoz y envuelta en una bandera roja. Y todo ello por defender la paz o, como le dijera en algún momento a Ottaviani, para impedir que una causa evangélica como la paz entre los hombres fuera apropiada por el comunismo. Inútil todos estos argumentos; inútil recordar que Juan XXIII excomulgó a Fidel Castro.
Mucho más escandalosa fue la decisión de recibir en el Vaticano a la hija de Nikita Kruschev y a su marido, un prominente dirigente del comunismo soviético. “¡Dos comunistas con el Papa, adónde hemos llegado!” exclamaron sus críticos. “La Iglesia no puede conversar con sus enemigos”, censuró el cardenal Tardini. “La Iglesia no tiene enemigos”, fue la respuesta de Juan.
No obstante, ya a principios de los años sesenta Roncalli era reconocido por el pueblo como el Papa bueno, el hombre que rompió con los rígidos ceremoniales para sacar a la Iglesia a la calle; el Papa que visitaba cárceles, hospitales, escuelas y caminaba por las calles de Roma llevando a todos “la buena nueva”. El gran programa de la Iglesia, la propuesta para fines del siglo XX y el siglo XXI fueron elaborados por él. Si la paz fue el centro de su magisterio, los otros dos grandes temas fueron el ecumenismo y la pobreza.
Cada uno de estos temas despertó suspicacias y resistencias. En diciembre de 1960 recibió en el Vaticano al arzobispo de Canterbury, Geoffrey Francis Fisher. Después de cuatrocientos años de silencio, los dos grandes líderes religiosos se reunían para conversar y ponerse de acuerdo. Nadie del protocolo lo recibió a Fisher en el Vaticano. Tampoco salió una nota en los diarios. La Curia estaba convencida de que esas decisiones debilitaban peligrosamente a la Iglesia Católica, la entregaban al protestantismo. Fisher, de regreso a Canterbury, declaró: “La fuerza de su personalidad es tan grande que llega a transformar todo contacto oficial en experiencia personal”. Mientras tanto la Curia lo negaba. “Nadie es profeta en su tierra”, había dicho alguien más importante que ellos dos mil años antes en Nazareth.
Sin embargo, a pesar de tantas incomprensiones y rechazos, Juan XXIII se fue imponiendo. Y no lo hizo a través de la autoridad, sino a través del ejemplo. La gente lo amaba, los sacerdotes jóvenes lo veneraban, los pobres sabían que podían contar con él, los jóvenes respetaban al Papa que se proponía entenderlos y no sancionarlos. Las intrigas y sabotajes que sufrió fueron sistemáticos, pero a todos los desarmó con una sonrisa, un gesto y, por supuesto, con la habilidad de un cura que, además de bueno, también sabía intrigar, calcular las relaciones de fuerzas y ganar aliados.
Ángelo Roncalli no era un recién llegado a la Iglesia Católica y mucho menos un ingenuo párroco de aldea. Al momento de ser elegido Papa por el Colegio Cardenalicio era el patriarca de Venecia, un reconocimiento que venía precedido de otros honores y responsabilidades, como las de haber sido nuncio en Francia durante casi diez años, o haberse desempeñado como diplomático en Atenas y Estambul, donde realizó gestiones decisivas para salvar la vida de judíos condenados a ser trasladados a morir en los campos de exterminio.
Las crónicas y documentos registran las febriles y en algún punto angustiantes maniobras llevadas a cabo por Roncalli ante la diplomacia alemana y, en particular, con Franz von Papen, una de las principales espadas de la Cancillería germana y, al mismo tiempo, un católico convencido. Cuando pocos años después los criminales nazis fueron juzgados en Nüremberg, Roncalli dio su testimonio a favor de Von Papen. Se lo había prometido cuando permitió la liberación de los judíos y él era un hombre que había aprendido a honrar su palabra.
Su relación con los judíos merece un capítulo aparte. Es lo que piensa, por ejemplo, la Fundación Raúl Wallenberg, que hace unos años bautizó a un jardín de infantes con el nombre de Juan XXIII, además de solicitar a Israel que lo declaren “Justo entre las naciones” el mayor homenaje que los judíos hacen a quienes los ayudaron a eludir la condena de muerte de los seguidores de Hitler. Sin duda lo merece. Sus gestiones para salvar a judíos en Polonia, Turquía y Grecia son conmovedoras, pero además ponen en evidencia su coraje. No es para menos: falsificó documentos de inmigración, otorgó certificados en blanco para que miles de personas se declararan católicas y pudieran eludir la persecución de los nazis.
El drama de los judíos en esos años le provocaba un intenso dolor. “Pobres niños de Israel -decía-, diariamente escucho sus quejidos a mi alrededor. Son familiares y comparten la tierra de Jesús. Que el Salvador Divino venga en su ayuda y los ilumine”. No sólo durante la guerra fue solidario con los judíos. Durante su magisterio papal publicó la encíclica Nostra aetate. Allí dice textualmente: “Aunque la Iglesia sea el nuevo pueblo de Dios, los judíos no deben ser presentados como excluidos o acusados por Dios, como si ello saliera de las Sagradas Escrituras‘.
No, Roncalli no era un improvisado. Ya en 1925, cuando fue designado visitador apostólico en Bulgaria, había demostrado su talento para resolver situaciones conflictivas. Fue en Sofía donde aprendió a ganar afectos con su estilo campechano. No fue fácil su gestión. Las relaciones entre católicos y ortodoxos eran tirantes y a ello se le sumaba una realidad política inestable y peligrosa. El terrorismo, el fanatismo y las propias debilidades de la monarquía complicaban el terreno.
Sin embargo, en poco tiempo logró resultados que el Papa de entonces calificó de maravillosos. A su afecto por Bulgaria lo mantendrá hasta el fin de sus días. Años después escribirá. “Donde quiera que me encuentre, aunque sea en el otro extremo del mundo, si un búlgaro fuera de mi país pasa ante mi casa, encontrará una lámpara encendida en la ventana: no tiene más que llamar y se le abrirá, sea católico u ortodoxo; bastará con ser búlgaro y le reservaré la más afectuosa hospitalidad”.
Muchos de sus pares supusieron que su gestión sería transitoria, la gestión de un viejito bueno e inofensivo que se limitaría a conversar con los jardineros del Vaticano. Se equivocaron feo y eso que tenían motivos para saber que Roncalli era algo más que un viejito bueno. Prestar atención a su trabajo pastoral en Venecia les hubiera alcanzado para saber quién era el “viejito bueno”. En lo que no se equivocaron fue en el diagnóstico sobre su salud. Estaba enfermo y él por supuesto que lo sabía. Así lo expresó muchos años después su secretario privado, Loris Capovilla.
La gestión del Papa Juan no fue una transición desde el punto de vista de la historia de la Iglesia católica, al punto que muy bien podría decirse que hasta el día de hoy persisten los efectos de las transformaciones iniciadas en 1958. Su propia certeza de que mucho tiempo no le quedaba operó como un estímulo para poner en marcha iniciativas que se sucedieron una tras otra. Su enfermedad fue la esperanza de más de un clérigo conservador. Un cardenal llegó a decir que “si Dios no le abre los ojos, lo que debería hacer era cerrárselos”. A pesar de todo, nunca sancionó a nadie. Siempre sostuvo que si predicaba el diálogo para afuera, con más razón debía practicarlo hacia adentro. A sus adversarios los dejaba hacer y en más de un caso los promovía, pero en los temas que importaban el que decidía era él. El propio cardenal Ottaviani les advirtió a los más recalcitrantes que era imposible influenciarlo.
Quienes lo conocieron aseguran que en el fondo, las intrigas de la Curia lo divertían. Lo seguro es que nunca les tuvo miedo. Su seguridad, la certeza de sus convicciones no provenían de la soberbia sino de la lucidez y de la íntima convicción de que estaba haciendo lo mejor para la Iglesia Católica. Por otra parte, así como tuvo rivales contó con el apoyo de grandes personalidades de la Iglesia.
No, no estaba solo. Cuando murió, millones de personas lo lloraron. Mientras agonizaba, sus amigos, asistentes y colaboradores se acercaron a su dormitorio para despedirlo. Todos con lágrimas en los ojos. Él sonreía, repartía bendiciones y daba palabras de consuelo. En cierto momento circuló el rumor de que el cardenal Alfredo Ottaviani se haría presente. Su adversario más tenaz, el hombre que sin perder el estilo cardenalicio lo enfrentó en cada una de sus decisiones, estaba llegando a los aposentos donde agonizaba Juan XXIII. Un silencio tenso, expectante se esparció por la sala. Algunos manifestaron su contrariedad; la mayoría hizo silencio
Ottaviani caminaba ahora por las galerías del palazzo. Tan soberbio como magnífico, tan elegante como altanero, tan pedante como inteligente. A su paso, los guardias suizos se cuadraban para saludarlo como si fuera un emperador o un jefe militar. Y en efecto lo era. Mejor dicho, se parecía más a un príncipe que a un sacerdote, aunque él siempre recordaba que era hijo de modestos panaderos.
Por fin ingresará al dormitorio sin que nadie lo salude. No había lágrimas en sus ojos ni temblores en su voz. Se acercó a la ventana y miró a través de las cortinas a la multitud que rezaba en la plaza. Después dijo: “Miles de personas están rezando por usted. Rezan por Juan, el Papa bueno, el Papa de la gente”. Hablaba como si se estuviera dirigiendo a la historia. Luego se acercó a Juan y se sentó en una pequeña silla ubicada al costado de la cama, no lo tomó de la mano; tampoco sollozó, pero en sus palabras había un levísimo temblor: “Quiero que sepa que yo nací pobre y como usted moriré pobre. Y por ello, como usted creo conocer a los hombres. Nosotros sabemos que amarlos significa proteger a los débiles, a las almas indefensas, a todos aquellos que nos piden protección. Y es lo que hemos tratado de hacer durante dos mil años, con nuestra doctrina, nuestras reglas y nuestras severas condenas si es necesario. Hemos tenido diferencias Santidad, pero siempre buscando el bien de la Iglesia. Nuestras ideas nos han separado, no nuestra fe. Por eso le pido perdón por el sufrimiento que pude haberle causado con mi incomprensión. Quiero que sepa Santo Padre que siempre vi en cada uno de sus gestos, un gran amor por la humanidad. Usted es una señal de Dios y mi corazón hoy se halla para siempre junto al suyo”.

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