La batalla de Salta

Cuando el general Belgrano tiene la certeza de que sus tropas han derrotado a los realistas en Salta, toma el poncho celeste y blanco del coronel Superí y lo revolea jubiloso al aire, un gesto inusual en un hombre que solía ser contenido y poco amigo de exteriorizar sus emociones. Ni la descompostura que lo tuvo a maltraer a la madrugada, ni las rabietas con Dorrego, ni el cansancio de las jornadas previas, impidieron esa manifestación justificada de alegría, reforzada cuando ingresa a la ciudad de Salta y ve los colores de la bandera colgando del atrio de la Iglesia de la Merced.

En efecto, a la luz de un sol tímido en un cielo todavía nublado, la ciudad empezaba a vestirse de celeste y blanco, un excelente recibimiento para un ejército que una semana antes, el 13 de febrero, había jurado ser leal a la bandera y a las autoridades de la Asamblea Constituyente establecida hacía un mes en Buenos Aires, a orillas del río Pasaje, que debido a ese acto comenzó a llamarse Juramento.

Las tropas patriotas después de la victoria de Tucumán, emplearon alrededor de cuatro meses para preparar las condiciones militares de una campaña decidida a recuperar el Alto Perú. No fue fácil hacerlo. Hubo que disciplinar a los soldados, organizarlos en sus respectivos batallones y poner límites a los celos entre oficiales y a los desplantes periódicos de un Dorrego que nunca dejó de ser un soldado valiente y un oficial quisquilloso y alborotador.

Se disponía de alrededor de tres mil hombres bien armados gracias a los pertrechos recuperados en la batalla reciente. Además de armas y enseres, Tristán en su fuga dejó el grueso de su parque de artillería que en estos cuatro meses fue puesto en condiciones para los combates que se avecinaban. Las tropas fueron saliendo de Tucumán en diferentes días. Los primeros regimientos lo hicieron a mediados de enero. Belgrano inició su marcha el 1 de febrero, el 13 todas las tropas están presentes a orillas del río Pasaje, luego avanzan por Cabeza de Buey, toman el fuerte de Cobos y el camino queda abierto hacia la batalla. Diaz Vélez dirige las tropas que atacarán por el sur, mientras Belgrano se desvía por la quebrada de Chachapoyas.

La victoria militar se decidió en el campo de batalla, pero previamente se resolvió gracias a la estrategia programada por Belgrano. Por lo pronto, el general realista, Pío Tristán no incluía en sus cálculos que los “rebeldes” se animaran a llegar a Salta para presentar batalla. Cuando sus espías le confirmaron que los criollos venían decididos, dispuso sus tropas en el Portezuelo, bloqueando lo que consideraba la única entrada posible a la ciudad. Pues bien, una vez más se equivocó. Efectivamente la caballería de Díaz Vélez y el regimiento de Cazadores de Dorrego avanzaron por el llamado Camino de Cobos tal como estaba previsto, pero algo más de la mitad de las tropas se desviaron de la ruta oficial, tomando la quebrada de Chachapoyas, y para sorpresa de los realistas, el 18 de febrero se presentaron por el norte, una maniobra que sorprendió al propio Tristán, al punto que la historia registra una frase suya: “Sólo que fueran pájaros”.

No eran pájaros, eran soldados que estaban peleando en un terreno donde un sector importante de la población los apoyaba. La hazaña de Chachapoyas la logra el soldado Apolinario Saravia, quien advierte a Belgrano sobre la posibilidad y beneficios de marchar por un camino desconocido para los realistas. Se trata de recorrer alrededor de diecisiete kilómetros por senderos escarpados y barrosos, pero que posicionarán estratégicamente a las tropas. El recorrido se hace con los esfuerzos del caso y los soldados descienden en una llanura conocida como la hacienda de Castañares, propiedad de Manuel Saravia, padre del soldado cuyo nombre debería estar reconocido entre los héroes de una jornada decisiva para nuestra historia.

La batalla se inició a la mañana temprano y pasado el mediodía le resultado estaba decidido. Fue la batalla más prolija y estratégicamente mejor planteada por nuestras tropas, lo que demuestra entre otras cosas que Belgrano podrá haber sido un general improvisado, improvisado en los campos de batalla no en un escritorio, pero de estrategia militar sabía lo necesario y tal vez más de lo necesario, un aprendizaje acelerado que debió prescindir de los saberes de la academia, sustituidos en este caso por una experiencia exigida por los avatares de la revolución.

Después tenemos los datos que nos llegan filtrados a través de testimonios orales y memorias, muy en particular las escritas por quien junto con San Martín fuera el militar más brillante de nuestra historia, me refiero al general José María Paz, testigo y partícipe de todas estas batallas.

Los nombres de los valientes que participaron en esa jornada están presentes en el panteón de los héroes. Allí se destacan, además de los mencionados, los de Carlos Forest, Benito Alvarez, Gregorio Perdriel, Ignacio Warnes, Arturo Giles, Juan Luna, Francisco Villanueva, Antonio Rodríguez y Cornelio Zelaya. ¿Alguien más? Por supuesto. Los soldados desconocidos, los hombres anónimos artífices de la victoria, los que arriesgaron su vida y en más de un caso la dieron sin pedir nada a cambio y sin ganarse un lugar personal en la historia.

Tres o cuatro horas alcanzaron para definir la batalla. Imaginamos los gritos de las tropas, los ayes de los heridos, Díaz Vélez herido en la pierna, Dorrego avanzado temerario con sus tropas respaldado por el regimiento de Pardos y Morenos dirigidos por Superí, Belgrano dejando la litera de enfermo para montar a caballo y dirigir el combate desde el campo de batalla, el ingreso a la ciudad de la infantería persiguiendo a los realistas, los soldados cubiertos de barro y sangre y el júbilo de la victoria.

La batalla de Salta fue la única librada en nuestro territorio donde los realistas se rindieron desde el primero hasta el último hombre. En ese sentido la victoria fue total. Oficiales y soldados entregaron sus armas y pertrechos el 21 de febrero en una ceremonia donde los vencidos debieron soportar la humillación y vergüenza de desarmarse ante sus enemigos.

Cuando el coronel Felipe La Hera se presenta para negociar las condiciones de la rendición, Belgrano toma una medida que hasta el día de hoy es discutida. Promete liberar a todos los soldados con el compromiso de que nunca más vuelvan a tomar las armas contra los ejércitos patrios. Se dice que Dorrego discutió esta decisión y a otros oficiales criollos les pareció excesivamente generosa.

Al general Tristán ni siquiera le aceptó la espada. Belgrano y Tristán se conocían, habían estudiado en España y fueron compañeros de cátedra y juergas. Después es probable que se hayan reencontrado en Buenos Aires y hasta se habla de una novia en común que se quedó en España.

El argumento principal de Belgrano, él mismo lo hace público el día de la victoria, “Hay que ahorrar sangre americana”, escribe. Y en efecto, es así. Las batallas en el Alto Perú no se libraban entre españoles y americanos, sino entre americanos, entre hombres nacidos en estas tierras, que las peripecias de la revolución colocaban en un lugar o en otro de la trinchera. El propio Tristán había nacido en Arequipa. Y si bien estudió en Europa y en todo momento estuvo del lado de las causas monárquicas, cuando se rindió no sólo que cumplió con su palabra, sino que luego de haber sido el ultimo virrey de Perú, con el paso de los años se transformó en un funcionario de gobierno de Perú. También era americano el general José Manuel Goyeneche. Americano y primo de Tristán.

Los alcances y consecuencias de este tipo de disputa entre americanos exceden los propósitos de esta nota. Basta con saber que Belgrano ordenó cavar una fosa donde fueron enterrados los soldados de uno y otro bando. Sobre la fosa se levantó una cruz con una leyenda. “A los vencedores y vencidos de Salta”. Con respecto a la supuesta ingenuidad de Belgrano, hay que decir que además de las cuestiones humanistas, en términos prácticos no tenía otra alternativa que la clemencia. ¿Qué hacer con casi tres mil soldados rendidos y americanos por añadidura? ¿Fusilarlos? A nadie se le ocurrió semejante disparate. ¿Retenerlos prisioneros? ¿Dónde, con qué centinelas? Es verdad, los resultados no fueron buenos. Los obispos de Charcas y La Paz excusaron a los soldados de ese juramento y muchos de ellos pelearon luego en Vilcapugio y Ayohuma. Uno de los pocos que cumplió con su palabra fue Tristán.

Para concluir, las autoridades de Buenos Aires se comprometieron entregarle a Belgrano cuarenta mil pesos por la hazaña militar cumplida. El general decidió que ese dinero se dedicara a la construcción de escuelas en Salta, Jujuy, Tucumán y Tarija. Todo quedó en buenas intenciones, porque van a pasar varias décadas para que ese propósito se cumpla, pero, como se dice en estos casos, eso ya es otra historia.

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