Isidro Velázquez y el bandolerismo social

Los jefes policiales que aguardaban ocultos debajo del puente ubicado en las cercanías de Pampa Bandera la llegada del Fiat 1500, suponían que ahora era posible ajustar cuentas con Isidro Velázquez y Vicente Gauna, los dos bandoleros más buscados del Chaco y con los cuales la policía y el ejército no sólo habían fracasado en anteriores despliegues militares, sino que la astucia de Velázquez los había dejado en ridículo, al punto que aquel operativo de más de ochocientos hombres para detenerlo terminó siendo bautizado por las propias fuerzas de seguridad como Operativo Fracaso.

Ahora, el Operativo Silencio había logrado, gracias a los apremios ilegales aplicados por el comisario Wenceslao Ceniquel, contar con la colaboración de la maestra Leonor Chuchi Marianovich, su marido, el empleado de correo Alberto Cejas y el cartero Ruperto Aguilar, quienes habitualmente trasladaban a Velázquez en auto a cambio de las generosas gratificaciones que daba un hombre que gracias a esos despliegues de magnificencia era reconocido en los rancheríos como el ladrón que robaba a los ricos para repartir entre los pobres, una exageración si se quiere, pero ya se sabe que estas mitologías están sostenidas con exageraciones de este tipo.

Treinta y cinco policías armados hasta los dientes esperaban ocultos el momento en que el auto se detuviera para iniciar la balacera, una orden que los uniformados estaban dispuestos a cumplir, aunque más de uno estaba convencido de que Isidro Velázquez era inmune a las balas y que disponía de dones y atributos que le permitían evadirse de todas las emboscadas. Era una leyenda que, como toda leyenda, había circulado de boca en boca con su cuota de fantasías, temores y exageraciones, los insumos necesarios para celebrar el mito.

Se supone que el auto se “descompuso” a las 20.25 de esa calurosa noche del 1º de diciembre de 1967; también se dice que Isidro Velázquez se dio cuenta en el acto de que habían caído en una emboscada, una certeza verificada en el acto, porque una lluvia de balas cayó sobre el vehículo provocando la muerte de Vicente Gauna. Velázquez logró salir del auto y herido en un brazo y una pierna logró llegar hasta la orilla del bosque donde alcanzó a abatir a un policía, pero allí, al lado de un viejo quebracho, cayó herido de muerte.

El episodio fue tapa del diario La Razón de aquellos años, y las revistas Gente y Así le dedicaron en su momento una amplia cobertura que destacaba las adhesiones que había despertado el personaje entre la gente sencilla: las manifestaciones de pesar por su muerte, las ofrendas dejadas por los paisanos en el quebracho donde fue abatido e, incluso, la decisión del interventor militar de entonces de declarar el 1º de diciembre Día de la Policía del Chaco y ordenar que se hachara el quebracho y ocultara el cadáver para impedir que el mito desbordara el escenario.

Isidro Velázquez ya era una leyenda antes de su muerte, cumpliendo al pie de la letra los requisitos del bandido enfrentado con la ley que, a diferencia del delincuente común, manifiesta preocupaciones sociales y justifica su accionar como una respuesta a los atropellos de un orden político abusivo e injusto.

El historiador inglés Eric Hobsbawn realizó una investigación acerca del denominado bandolerismo social, done se pregunta por qué estos “héroes” populares se reiteran con perfiles más o menos parecidos en las más diversas geografías y tiempos históricos. Se trata de personajes que despiertan adhesiones devotas entre sus paisanos, personajes de origen humilde, y que despliegan su actividad en sociedades campesinas en las que predomina un orden político represivo, motivo por el cual sus actividades ilícitas son evaluadas por la gente común como actos justicieros.

Las canciones populares, los relatos contados en voz baja en rueda de paisanos, los atributos mágicos que les atribuyen, son también una constante que Hobsbawn registra a lo que luego suma el rol de los intelectuales que “racionalizan” al personaje, lo estetizan y lo transforman definitivamente en un héroe de consumo popular y en un anticipo de rebeliones sociales más elaboradas y sistemáticas.

Esos rasgos estuvieron presentes en el caso de Isidro Velázquez, constituyendo una leyenda no muy diferente a la de Mate Cocido y Bairoletto, los dos míticos bandoleros sociales de los años treinta. Velázquez también fue honrado por cancioneros populares que ponderaban sus hazañas, lloraban su muerte e insistían en sus virtudes de hombre valiente.

Lo novedoso en Velázquez es que su leyenda se constituye en los años sesenta, cuando se suponía que en provincias como el Chaco ya no existían condiciones que hicieran posible la emergencia de un bandolerismo al estilo Mate Cosido, en tanto que las relaciones económicas y las relaciones de poder ya no eran las de los tiempos de los territorios nacionales. La realidad se empeñó en demostrar lo contrario: que más allá de modernizaciones -más propagandizadas que reales- continuaban predominando formas de explotación tradicionales en sociedades campesinas cuyos imaginarios no eran muy diferentes a los de los años treinta.

Es verdad que la leyenda se constituye sin respetar demasiado a la verdad, pero lo que no se debe perder de vista es el carácter singular de estos personajes, personalidades que se diferencian de los delincuentes comunes y a los que, en todo caso, la credulidad popular les atribuye virtudes mágicas y por diferentes motivos les disculpa sus actividades ilícitas.

En el caso de Velázquez, intelectuales populistas y de izquierda se encargaron de divulgar y otorgarle entidad mítica, un objetivo que a menudo se cumplió con su cuota de fantasías y distorsiones, y sacrificando aspectos importantes de la verdad histórica. Velázquez, sin duda que no fue un delincuente común, porque los delincuentes comunes no suelen despertar este tipo de veneraciones.

El historiador, de todas maneras, no tiene derecho a asumir sin beneficio de inventario los aspectos más dudosos de la leyenda o a transformar una investigación histórica en una excusa para satisfacer expectativas ideológicas. En el caso que nos ocupa, no hay antecedentes de que haya repartido dinero entre los pobres, sino que se limitaba a pagar generosamente los servicios de protección que le prestaban, en algunos casos voluntariamente y, en otros, porque no tenían otra alternativa. Si bien los cinco homicidios que le atribuyen sus epígonos se dice que fueron en defensa propia o en enfrentamientos leales con las fuerzas del orden, habría que preguntarse si las muertes ocurridas en un tiroteo en el que también cayó su hermano Claudio, fue un acto de justicia o una balacera entre personajes dominados por el alcohol pendenciero. Preguntas parecidas habría que hacerse por la muerte de un intendente y un propietario rural secuestrado, aunque es necesario insistir en el hecho de que estas interpelaciones racionales no logran perforar la consistente corteza del héroe construido por el imaginario popular.

Tal vez el tono más exagerado de la leyenda, el punto donde la alienación se confunde con la manipulación ideológica, lo expresen aquellos intelectuales que intentaron presentar a Isidro Velázquez y Vicente Gauna como bandoleros que estuvieron a punto de integrarse a las Fuerzas Armadas Peronistas (FAP) gracias a los presuntos contactos que habría tendido el señor Caride.

Se supone que no es necesario sumar a las leyendas populares leyendas con objetivos de propaganda política, que ya no nacen de la espontaneidad o de la credulidad de las almas sencillas sino con el objetivo racional de constituir mitos manipulables. Isidro Velázquez sin duda fue un paisano valiente, que con los recursos que le brindaron su biografía y su ambiente intentó sobrevivir en un medio hostil a los hombres de su clase. Seguramente, en aquellos años muchas personas intentaron rebelarse contra la ley, pero lo que merece examinarse es por qué alrededor de él se constituyó esta leyenda y qué necesidades ocultas o manifiestas estuvieron presentes en las clases populares para mantener hacia este hombre una empecinada lealtad.

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