Antonio González Balcarce

Nació en Buenos Aires el 24 de junio de 1774 y murió en la misma ciudad el 5 de agosto de 1819. Vivió cuarenta y cinco años pero, como se suele decir en estos casos, se dio el gusto de estar en todas, en todas las grandes gestas de la patria se entiende. Era hijo de un militar, Francisco González Balcarce y de María Victoria Martínez de Fontes y Bustamante, hija de quien fuera gobernador de Paraguay. Su padre lo inició en la carrera de las armas, en el cuerpo de Blandengues para ser más preciso. Se supone que vivió una infancia apacible aunque, más allá del linaje de la madre, no perteneció a las clases adineradas de la colonia, sino a esa burocracia más o menos acomodada, más o menos pretenciosa que medraba alrededor del presupuesto colonial y el contrabando.

Cuando los ingleses invadieron el Río de la Plata, él fue uno de los jóvenes oficiales que se sumó a la resistencia. En 1807, fue tomado prisionero en Montevideo y trasladado a Londres donde estuvo dos años en cautiverio. En 1809, cuando las relaciones entre España e Inglaterra se normalizaron, recuperó la libertad y viajó a España a pelear contra las tropas invasoras de Napoleón. Allí conoció al hombre a quien le será leal toda la vida: José de San Martín. Con orgullo podría haber dicho que fue el único argentino que peleó en España al lado de San Martín. En el campo de batalla, como corresponde a los militares de entonces, fue ascendido a teniente coronel de caballería, todos sus ascensos los ganó en los campos de batalla.

En España, Balcarce definió su vocación militar y su vocación patriótica. San Martín lo inició en la masonería y cuando regresó a Buenos Aires su compromiso con la causa emancipadora fue definitivo. Participó en las jornadas de Mayo y cuando llegaron noticias de un levantamiento contrarrevolucionario dirigido por Liniers en Córdoba, él integrará junto con Francisco Ortiz Ocampo y Feliciano Chiclana la conducción del flamante Ejército del Norte. La orden de fusilar a Liniers no lo satisfizo, pero la cumplió sin vacilaciones. Balcarce como la mayoría de sus compañeros de causa empezó en esas difíciles circunstancias a hacer los primeros palotes como revolucionario. Acertó y se equivocó muchas veces, pero el aprendizaje fue acelerado, para algunos, demasiado acelerado.

Después de la ejecución de Liniers, el Ejército del Norte salió de Córdoba en dirección al Alto Perú. Allí, en esa geografía áspera y desolada, se jugará el destino de la revolución más de una vez. El poder político y militar de los godos estaba en Lima, pero se proyectaba hacia el Alto Perú, la actual Bolivia. No sólo la suerte de las armas se puso a prueba allí, también la suerte de la economía del virreinato del Río de la Plata que está empezando la ardua tarea de construir un nuevo orden político. La principal fuente de ingresos del flamante Virreinato del Río de la Plata proviene de los minerales del Potosí. Todos los esfuerzos de los revolucionarios de esos años se orientarán a recuperar esa fuente. No lo lograrán, pero importa destacar esta realidad económica, porque de lo contrario no termina de entenderse por qué tantos desvelos por ocupar ese territorio.

El Alto Perú fue también un campo de batalla político y militar. Sus principales ciudades fueron focos de levantamientos armados de un signo y del otro. Muchos de los oficiales que pelearon a favor del orden colonial eran criollos; algunos de los oficiales que militaron en la causa patriótica eran españoles. La contradicción por lo tanto no estuvo planteada de manera absoluta entre criollos y españoles, sino entre colonialistas y anticolonialistas o entre simpatizantes de un orden republicano y defensores de la monarquía absoluta. A ese escenario, ya de por sí complejo, se sumaron los intereses locales y las pujas de las diferentes familias por ocupar posiciones de poder. Habría que decir, por último, que la movilización de indios y negros fue un recurso al que apelaron los dos bandos. Indios y negros solían integrar los batallones de uno u otro ejército. Por último, las disensiones internas entre las elites revolucionarias se hicieron cada vez más evidentes.

Todas estas contradicciones deberá afrontar González Balcarce en esta expedición militar. Lo hizo con los recursos que disponía y sabiendo de antemano que se trataba de un emprendimiento difícil donde la posibilidad de la derrota era una de las alternativas más realistas. Combinar la diplomacia con la beligerancia revolucionaria, la piedad con el rigor, el perdón con la condena a muerte de los jefes contrarrevolucionarios, es un arte que no se enseña ni en los libros ni en las academias militares. Castelli, Belgrano, Rondeau o Balcarce aprendieron esta lección en el campo de batalla, acertando y equivocándose.

A Balcarce le tocó el honor de haber sido el militar que dirigió la primera victoria de nuestras tropas después de mayo de 1810. Ello ocurrió el 7 de noviembre de 1810 en Suipacha. También fue el responsable de nuestra primera derrota militar el 20 de junio de 1811, en Huaqui, derrota que significó la pérdida total del Alto Perú. Un año después, Belgrano recuperó ese territorio después de las batallas de Tucumán y Salta, pero lo volverá a perder en Vilcapugio y Ayohuma. Finalmente, en Sipe Sipe, la causa criolla perderá el Alto Perú para siempre, aunque ésa es una verdad que los jefes militares aún la desconocen.

En todos esos años, el Alto Perú será un campo de batalla donde el equilibrio militar lo obligará a San Martín a pensar en otro tipo de estrategia. La gran batalla al poder español en América -postulará San Martín- hay que darla organizando un ejército libertador que en lugar de avanzar por el Alto Perú lo haga por Chile y luego por el Pacífico.

¿Y el Alto Perú? Se puede sostener con las guerras de guerrillas dirigidas por Güemes y otros bravos patriotas, responde San Martín sin inmutarse. ¿Estuvo acertado? Un interesante tema para debatir. Mitre piensa que sí, Alberdi piensa lo contrario, pero lo cierto es que, más allá de cualquier otra consideración, los territorios del Alto Perú se perdieron.

Balcarce tendrá que rendir cuentas en Buenos Aires de su derrota en Huaqui, como Belgrano de sus derrotas en Paraguay. Logrará superar el mal momento, entre otras cosas porque dispone de amigos y prestigio. Él mismo recordará que cuando los orilleros se movilizaron en abril de 1811 en defensa de Saavedra, al único militar que reivindicaban era a él.

Para 1813, está en Buenos Aires y es uno de los animadores de la Logia Lautaro. Como militar, participará del sitio de Montevideo y luego se desempeñará como gobernador de Buenos Aires. Cuando Carlos María de Alvear renuncie al cargo de Director Supremo, él lo reemplazará por unos meses. A fines de 1816 está al lado de San Martín en Mendoza. En Cancha Rayada y en Maipú será su asistente. En todos los casos se distinguirá por su lealtad a la causa. Ni el coraje ni las convicciones lo traicionarán, pero sí lo traicionará la salud. Para mediados de 1819 regresa Buenos Aires. Está muy enfermo y sabe que va a morir.

Balcarce no dejó bienes pero dejó cuatro hijos. Uno de ellos es Mariano, que años después se casará con Merceditas, la hija de San Martín. El otro hijo varón será Florencio, escritor y poeta. También deja ejemplos. Tal vez el más elocuente, el que mejor describe su personalidad, es el que resaltan los cronistas chilenos. Se dice que después de la batalla de Maipú se celebró una misa en la Catedral de Santiago para bendecir las armas patrias. A la ceremonia están invitadas las personalidades políticas sociales de la ciudad y los jefes militares. Balcarce es uno de los invitados de honor, pero envía una nota diciendo que no podrá asistir porque la única camisa que tiene está rota y no está en condiciones de comprarse una nueva. Se llamaba Antonio González Balcarce, había peleado contra los ingleses, contra las tropas de Napoleón, había dirigido a los ejércitos patrios en el Alto Perú, había sido Director Supremo y asistente de San Martín, pero no podía asistir a una ceremonia oficial porque no tenía camisa para ponerse. Eran otro tiempos, tiempos en que ser descamisado era un honor y no un acto demagógico; tiempos en que era más importante ser valiente que exitoso.

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