El 11 de abril de 1870 el general Justo José de Urquiza fue asesinado en su residencia de San José. Según los testimonios, la partida dirigida por el cordobés Simón Luengo, ingresó a caballo por los patios de atrás. En un primer momento Urquiza supuso que se trataba de unos troperos que debían llegar de Nogoyá. A los primeros disparos se dio cuenta de que el anunciado operativo para asesinarlo se había concretado.
Ese lunes de Semana Santa todo parecía transcurrir en el mejor de los mundos en San José. En el salón principal del palacio, Justa y Dolores Urquiza, sus hijas adolescentes, tomaban lecciones de piano con su profesor. En el dormitorio, Dolores Costa, su esposa, amamantaba al bebé. En otra de las galerías las niñas jugaban, mientras los cocineros empezaban a preparar la cena.
Nunca sabremos lo que pensó Urquiza en esos segundos. Él siempre se había jactado de que en Entre Ríos ningún hombre se le animaría. Como Quiroga, aseguraba que el asesino que lo intentara terminaría poniéndose a sus órdenes. Como a Quiroga, el error de cálculo le costó la vida.
Ante la evidencia del peligro, su primer reflejo fue ingresar al cuarto y tomar un rifle. Alcanzó a tirar un tiro. Inmediatamente un disparo le dio en la cara. Le herida resultó mortal. Sin embargo, Luengo y Coronel bajaron de los caballos y, apartando a su hija Dolores, que con su cuerpo intentaba proteger al padre, le asestaron cinco puñaladas.
El episodio de las puñaladas no fue menor. Cuando luego se investigó la intención de los asesinos, sus defensores dirían que la orden era capturarlo vivo, pero que se vieron obligados a matarlo debido a la resistencia que ofreció. Patrañas. Cuando Urquiza recibió el balazo ya estaba fuera de combate. Las puñaladas de Luengo y Coronel demuestran que la orden era matarlo.
Ni López Jordán ni Chávez podrán hacer creíble la hipótesis de que no hubo orden de matarlo. Ninguno de los dos podrá explicar -por ejemplo- por qué, casi a la misma hora, en la ciudad de Concordia, fueron asesinados -en un operativo que por su simultaneidad hubiera despertado la admiración de Coppola- los dos hijos de Urquiza: Justo y Waldino.
Los historiadores se preguntan por qué un hombre como Urquiza no atinó a refugiarse en la torre del palacio. Urquiza era un hombre de acción. En su vida había tenido oportunidad de mirar a la muerte de frente y nunca había temblado. Tampoco tembló esa noche. Hizo lo que un hombre como él creyó que debía hacer. El héroe de tantas batallas, el caudillo que se había enfrentado a Rosas, el hombre cuyo nombre despertaba la devoción y el miedo del gauchaje, no iba a salir corriendo a la primera señal de peligro. Tampoco iba a abandonar a su mujer y a sus hijas.
Muerto Urquiza, la soldadesca se abalanzó sobre las joyas y los objetos de valor. Algunos quisieron propasarse con las mujeres. Un grito de Alvarez los paró en seco: «No hemos venido ni a violar ni a matar mujeres». Nico Coronel le dijo a Dolores: «Con esta misma daga con la que maté a su padre las voy a defender a ustedes». Mientras tanto, Simón Luengo se acomodaba en el comedor y se hacía servir la cena por la aterrorizada servidumbre. En otras circunstancias no se hubiera atrevido ni a comer las sobras del plato de Urquiza.
El responsable de esa muerte fue Ricardo López Jordán. José Hernández unos años antes había profetizado que Urquiza sería asesinado en alguno de los salones de su lujoso palacio. La profecía fue exacta, salvo en un detalle: no fue un puñal unitario el que lo liquidó.
Supuestamente Urquiza fue asesinado porque había traicionado la causa federal. Desde Pavón en adelante sus críticos dijeron que su itinerario era el de la claudicación ante el poder de Buenos Aires. En esos años la tropa de Urquiza le había rendido honores militares a Mitre y a Sarmiento. Los cuartos del palacio los habían alojado. La servidumbre les había preparado los mejores manjares. El gauchaje que se había formado en el odio a los porteños nunca habrá de olvidar esas ofensas. Eso es lo que dicen los jordanistas.
Tampoco le perdonarán no haber ayudado a los héroes de Paysandú o haberse unido a los porteños para marchar juntos contra Solano López, a pesar de las deserciones de Toledo y Basualdo. Por su parte, Simón Luengo lo acusará a Urquiza de haber abandonado al Chacho Peñaloza. Es probable que así fuera, pero lo seguro es que Urquiza nunca abandonó a Luengo, por quien pagó de su propio bolsillo la fianza para que saliera de la cárcel después de haber organizado una rebelión en Córdoba.
Los jordanistas presentaron al operativo criminal como una verdadera revolución. A juzgar por los hechos, la maniobra se pareció más a un golpe de Estado que a una revolución. No hubo ni sublevaciones ni levantamientos armados en ninguna parte. En la partida que cabalgó hacia San José había un solo entrerriano: el capitán José María Mosqueira.
También se dijo que había que terminar con la tiranía que había empobrecido a la provincia. La realidad era otra. En treinta años Urquiza había provocado el milagro de transformar un baldío en una provincia rica y poderosa. Para 1870, Entre Ríos tenía el promedio de escuelas más alto del país. La población se había triplicado. El régimen político no era una democracia suiza, pero para la época contaba con instituciones más o menos sólidas. Por su parte, los opositores disponían de libertades civiles y políticas que en otras provincias brillaban por su ausencia.
Es que la política de Urquiza, en sus líneas generales, fue justa. No se equivocó en Caseros. Tampoco se equivocó en Pavón, cuando admitió que no era posible construir una nación al margen de Buenos Aires. Los cronistas admiten que Pavón representó un antes y un después en la historia argentina. Esa verdad Urquiza la percibió en el acto.
A partir de Pavón empezaba a nacer un nuevo protagonista: el Estado nacional. En ese contexto la lucha debía librarse en otro terreno. Urquiza entenderá mejor que nadie que las rebeliones montoneras estaban destinadas al fracaso. Interpelado por los amigos sobre su presunta defección con las montoneras, se permitió dar una respuesta teñida con algo de humor: «Mis enemigos me han acusado de muchas cosas, pero nunca se atrevieron a acusarme de tonto, porque no lo soy, porque nunca lo he sido, y hoy no lo seré apoyando causas perdidas». Tampoco se equivocó cuando decidió no sumarse a Solano López. Su alianza con Buenos Aires era riesgosa; la alianza con Solano López hubiera sido suicida.
En lo personal, López Jordán se portó como un canalla. Cuando en febrero de 1870 a Urquiza le informaron que López Jordán estaba conspirando, él desestimó la información. La conspiración de los jordanistas preocupaba a todos, menos a Urquiza. Se dice que en algún momento Urquiza habló con López Jordán y le informó punto por punto lo que sabía. En otros tiempos, por mucho menos el traidor hubiera sido ejecutado en el acto.
Ahora Urquiza lo deja ir. Está convencido de que ese hombre jamás intentará nada en su contra. Supone que le está agradecido porque salvó su vida cuando después de la rebelión de Basualdo los mitristas le pedían que lo fusilara. Por su parte, López Jordán también sabe que Urquiza salvó la vida de su padre, cuando estaba a punto de ser fusilado por Rosas.
Si las acciones políticas, incluso las más controvertidas, deben evaluarse por sus resultados, el asesinato de San José merece ser condenado en toda la línea. Las rebeliones jordanistas sólo trajeron ruina, miseria y muerte para la provincia que durante treinta años Urquiza había transformado en la más importante del Litoral.