El escenario de la Declaración de la Independencia

Tal vez no sea una exageración sostener que la Declaración de la Independencia decidida ese mítico 9 de Julio de 1816 se pareció a una huida hacia adelante, la iniciativa impuesta por el rigor de circunstancias impiadosas que dejaba abiertas más incertidumbres que certezas. La decisión más trascedente del proceso emancipador abierto en Mayo de 1810 se tomó en unos de los momentos más difíciles de una saga histórica en el que el signo de la complejidad fue el distintivo. Para 1816, al momento en que Juan José Paso lee el proyecto de Declaración de la Independencia, el escenario de las denominadas Provincias Unidas del Sur está sacudido por los rigores de las guerras civiles y las guerras revolucionarias, en un contexto histórico en el que todos los movimientos emancipadores de las colonias españolas habían sido sofocados, en la mayoría de los casos a sangre y fuego.

Desde los dos frentes de guerra abiertos para 1816 sólo llegaban malas noticias. En la frontera del Alto Perú, las tropas realistas invadían la quebrada de Humahuaca y amenazaban tomar las ciudades de Jujuy y Salta, mientras las tropas patriotas recién se estaban recuperando no sólo de las consecuencias de la derrota en Sipe Sipe, sino de las implacables disensiones internas protagonizadas por Güemes y Rondeau.

En la Banda Oriental, el general portugués Carlos Federico Lecor, avanzaba hacia Montevideo con un ejército de más de seis mil hombres sin que la heroica resistencia ofrecida por Artigas alcanzara para detenerlos, entre otras cosas porque a esta altura de los acontecimientos el caudillo oriental empezaba a ser abandonado por la burguesía oriental urbana y traicionado por algunos de sus principales colaboradores.

Mientras tanto, en Tucumán las noticias de la Banda Oriental despertaban sentimientos contradictorios, ya que si bien, por un lado, a más de un diputado la posible desaparición política de Artigas le significaba sacarse un problema de encima; por el otro, hasta el enemigo más empecinado del caudillo oriental podía advertir que la invasión portuguesa sentaba un precedente inquietante para la propia seguridad de las Provincias Unidas.

Las maniobras diplomáticas tramadas desde el Congreso y promovidas incluso por Pueyrredón en su carácter de flamante Director Supremo, son inteligibles en el marco de las guerras civiles, situación a tener en cuenta a la hora de arribar a conclusiones un tanto simplistas acerca de las virtudes absolutas de Artigas o la maldad intrínseca de Pueyrredón o de las autoridades del Congreso.

El conflicto en la Banda Oriental incentiva las disensiones en el Litoral, alienta el surgimiento de liderazgos alternativos en Entre Ríos y Santa Fe, genera renovadas turbulencias en provincias como Córdoba, La Rioja y Santiago del Estero, una tendencia envolvente que curiosamente alcanza a la propia ciudad de Buenos Aires, donde jefes militares y políticos como Manuel Dorrego y Manuel Moreno, entre otros, dan nacimiento al singular federalismo porteño, una de cuyas reivindicaciones centrales será la de resistir la invasión portuguesa, resistencia que para Dorrego justifica incluso que el ejército que San Martín está organizando en Mendoza se traslade al Río de la Plata para ajustar cuentas con las tropas del general Lecor.

Capítulo especial merece Santa Fe, el escenario en el que Alvarez Thomas decide rebelarse en Fontezuelas contra las autoridades directoriales, provocando la renuncia de Alvear y el inicio de lo que con cierta pompa retórica se llegó a calificar como la revolución federal, en tanto promete incluir entre sus reivindicaciones la incorporación de la Banda Oriental al proyecto de fundar una nueva nación, promesa a la que Alvarez Thomas renunciará rápidamente condicionado por los imperativos del poder que prometió combatir.

Excesos verbales o no, lo cierto es que a partir de Fontezuelas no sólo se inicia el proceso de constitución de la provincia de Santa Fe, sino que también, como consecuencia de la crisis que la disensión de Alvarez Thomas provoca, se crean las instituciones que convocarán al Congreso que, bueno es recordar, se inicia en 1816 en Tucumán, pero que a partir de 1817 sesionará en Buenos Aires hasta la crisis de 1820, cuando otra sublevación de los generales del ejército, esta vez en Arequito, inicie la cuenta regresiva que habrá de concluir en Cepeda y el derrumbe del proyecto político sostenido por el Directorio y el Congreso.

La amenaza de una flota española ordenada por Fernando VII para ajustar cuentas con quienes se atrevieron a usurpar sus dominios, se concreta en los ámbitos de Venezuela y Colombia, entre otras cosas porque en junio de 1814 las tropas de Alvear y la flota de Guillermo Brown tomaban Montevideo e impedían que las tropas dirigidas por el general Morillo hicieran pie en el puerto de esta ciudad. Así y todo, la certidumbre de que Fernando VII insistiría con otra invasión estaba latente, una certeza que transmiten nuestros diplomáticos en Europa, uno de los cuales, Rivadavia, para julio de 1816 está en Madrid intentando convencer al canciller Cevallos acerca de las bondades de una monarquía para el Río de la Plata presidida por algún hermano de Fernando VII, promesa que los españoles descartarán sin miramientos, sobre todo cuando naves corsarias supuestamente financiadas desde el Río de la Plata, incursionen en aguas cercanas al puerto de Cádiz.

Para aquellos historiadores que muchos años después se dedicaron a condenar a quienes en estos años promovían soluciones monárquicas -que en todos los casos descartaban cualquier posibilidad de variante absolutista-, no está de más recordarles que en historia el primer “pecado” a conjurar es el del anacronismo, es decir, la tentación de evaluar decisiones del pasado con parámetros políticos o morales contemporáneos.

Para los años de la independencia, las monarquías moderadas eran una de las posibilidades reales de constitución del nuevo poder, como se empeñaban en sostener, entre otros, San Martín y Belgrano. Si a ello se le suma el rol aleccionador de la Santa Alianza a favor de las restauraciones monárquicas -una de cuyas expresiones más duras fue Fernando VII en España-, puede entenderse el porqué de la insistencia en soluciones monárquicas en estas tierras, soluciones que de todos modos no prosperaron, no tanto por las resistencias internas, sino porque cuando a principios de 1820 las tropas preparadas para invadir el Río de la Plata se rebelaron contra Fernando VII dieron inicio al ciclo liberal español. Así, la posibilidad de una monarquía moderada desaparecerá para siempre en estas tierras.

La única buena noticia en estos territorios devastados por el espantajo real de las guerras civiles y la anarquía se expresará en Cuyo, donde con inusuales sacrificios y una notable capacidad de liderazgo y voluntad política, San Martín organizaba el Ejército de los Andes con el respaldo de Pueyrredón y las autoridades del Congreso, aunque sometido periódicamente a sabotajes, intrigas y mezquindades de quienes no compartían el proyecto sanmartiniano o creían que más que avanzar a través de los Andes había que insistir por el Alto Perú. Otros más proponían marchar hacia Buenos Aires, como lo reclamaban los jefes federales porteños y lo exigirán luego las acosadas autoridades directoriales.

El Ejército de los Andes era la única luz, dirá un historiador, que brillaba en toda la América española contra un dominio realista que parecía haberse consolidado desde México hasta Chile. Para julio de 1816, San Martín estaba en Córdoba esperando a Pueyrredón. Luego se instalará en Mendoza, donde en pocos meses pondrá en marcha el proyecto militar más formidable constituido en estas tierras. Para principios de 1817 las tropas criollas iniciarán el cruce de los Andes por los pasos de Uspallata y Los Patos; eran más de cinco mil hombres armados que -en nombre de una nación independiente- avanzaban hacia Chile con aires de victoria

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