Tuve la felicidad y el privilegio de conocerlo hace muchos años, más de treinta si no me fallan las cuentas. Nos presentó en la radio un amigo común y esa noche nos quedamos conversando en un bar de bulevar hasta tarde. Esa charla no se interrumpió nunca, en todo caso se profundizó y se amplió. Por edad y por sapiencia, Jorge pertenecía al mundo de mis mayores, un mundo que con los años se fue achicando y con su muerte se reduce definitivamente. Ya no hay mayores; él fue el último en mi biografía y ahora deberé resignarme a asumir que el mayor soy yo.
Escucharlo hablar daba gusto. Su memoria era increíble. Sus dotes de narrador eran extraordinarias. Fue un experto en historias pequeñas, en lo que hoy los intelectuales llamarían el “mundo cotidiano”. Poseía el don del relato, del contador de anécdotas de una Santa Fe que hace tiempo dejó de existir. A esa Santa Fe profunda, la Santa Fe de las viejas familias, con sus historias, sus miserias y sus grandezas; sus comedias y tragedias, sus luces y sus sombras, la conocí gracias a él.
No exagero si digo al respecto que hasta el momento de conocer a Jorjote mi relación con Santa Fe seguía siendo la de un forastero o un inmigrante. Él me hizo conocer una ciudad que no está en los folletos turísticos y no se alcanza a descubrir con los ojos. Esa ciudad íntima, con sus laberintos y secretos, la descubrí a través de sus palabras.
El tono de voz, la riqueza de su lenguaje, las variaciones de sus intereses transformaba a cada relato en una pieza literaria. Muchas veces dijimos de grabarlo, de dejar registrado esos verdaderos documentos orales, pero su encanto, la clave de su arte era la improvisación, la ocurrencia inmediata, el chispazo oportuno. Un grabador, una cámara, y la magia desaparecía.
Alguna vez Atahualpa Yupanqui dijo que la muerte de ciertos viejos puede compararse con una biblioteca quemada. No exageraba. Con la muerte de Jorjote, Santa Fe pierde muchas cosas, pero sobre todo pierde a una de sus mejores bibliotecas, una biblioteca con inéditos e incunables, con libros, folletos, enciclopedias y correspondencia. Y con un bibliotecario excepcional.
En el tiempo que lo conocí era el crítico teatral del diario y tenía un programa en la radio de la Universidad donde hablaba de Chejov, Arthur Miller, Strindberg, entre tantos otros. Amaba el teatro y defendía el buen teatro, independiente o no, pero bueno en todas las circunstancias. Él, a su manera, era un actor, el actor, el público, el dramaturgo y el coro.
Como se dice en estos casos: escribía como hablaba. Su prosa tenía el difícil y exigente atributo de la sencillez. A las palabras les reclamaba precisión y belleza. En el archivo de El Litoral están sus notas y sus críticas; otras están dispersas en libros, folletos y artículos. Hace unos años publicamos una revista que se llamó “Hoy y Mañana”. Él fue quien animó el emprendimiento y nunca dejó de colaborar. Su firma prestigiaba y honraba a la revista. Como los viejos periodistas, escribía a mano y corregía poco. Y como los viejos periodistas, escribía bien.
Escribía y hablaba bien, pero, además, sabía escuchar. Le gustaba escuchar; le encantaba que le contaran historias. Entonces la expresión de su rostro se llenaba de asombro. Apunto otro dato: le fascinaba la inteligencia. Sus aperturas eran notables. También su sentido del humor. Una vez me propuso que diera una conferencia sobre Antonio Gramsci en el Club del Orden. Nunca supe si me lo propuso en serio o si en realidad se estaba divirtiendo.
No sólo la literatura o el teatro nos unía. También la política y la historia. No me avergüenza reiterar nuestra pertenencia a la tradición liberal. Como le gustaba decir a Borges, en estos temas éramos unos salvajes unitarios. Jorjote odiaba a Rosas y amaba a Sarmiento. Sus referencias siempre remitían a historias de familias. Como Victoria Ocampo, a la que amaba, o Manucho Mujica Lainez a quien respetaba y honraba, lo fundamental de la vida estaba en el pasado y en ese pasado las familias y los apellidos eran decisivos.
Él, por ejemplo, aseguraba que una tía abuela suya fue la que le contó que después de Caseros Rosas se había escapado disfrazado de “marinerito”. En ningún lado leí ese detalle, pero Jorjote aseguraba que su tía no pudo haberle mentido.
A los grandes discursos históricos, él le incorporaba el detalle, la historia mínima, la anécdota jugosa. Hablaba de Manucho Iriondo con respeto y afecto. Contaba la noche de 1916 cuando Hipólito Yrigoyen lo visitó en su casa para solicitarle que siguiera al frente del Banco Nación. O esa tarde en que Bernardo de Irigoyen le dijo que fuera hasta el Jockey Club de Buenos Aires para entregarle una carta a Carlos Pellegrini que, por supuesto, estaba enredado en una partida de póker en el salón.
Oír a alguien contar esas historias tan lejanas, era como ingresar en el tiempo perdido de la mano de un venerable abuelo. Él, claro está, en esa época no había nacido, pero conocía a los hombres que sí habían vivido ese tiempo. Los conocía y los entendía. Y cuando hablaba, él mismo se transfiguraba en un personaje del siglo XIX.
Una noche, después de cenar, me paré para ponerme el saco y él se anticipó y me lo puso. Pensé que era una delicadeza, una atención, propia de él. “Esta es la única atención que no humilla”, me dijo. Lo miré extrañado. Y entonces aclaró: las palabras no son mías, pertenecen a Manucho Iriondo, ése era el modo con que agasajaba a sus huéspedes, visitantes o amigos.
Una noche me habló de Lisandro de la Torre. Otra vez me contó algunos detalles sobre la muerte del general Risso Patrón. Hablaba del Club del Orden con afecto y un genuino sentido de pertenencia. Cuando le pregunté sobre el atentado cometido por las FAR en 1972, no vaciló en contestarme que quienes hicieron esa salvajada no eran más que los herederos de la Mazorca y las montoneras a las que Urquiza les había puesto fin, y ese final se rubricó en las sesiones constituyentes de 1853, las que dieron lugar al nacimiento del Club del Orden.
Alguna vez quise escribir sobre la ciudad de Santa Fe y el peronismo. Él fue la principal fuente histórica. Contó anécdotas, dio nombres y mencionó reuniones. Con orgullo decía que él había participado de la fiesta que dio la Alianza Francesa cuando París fue recuperada por los Aliados. “Esa noche aprendí a cantar La Marsellesa en francés”, dijo; “nos pusimos de pie y la cantamos varias veces”.
Políticamente fue un liberal progresista. Como buen liberal moderado, era al mismo tiempo creyente y respetuoso de la libertad religiosa. En los años de la guerra civil española simpatizó -como no podía ser de otra manera- con la República, y alguna vez en alguna sobremesa entonamos algunas de las bellísimas coplas republicanas.
Por supuesto, fue un antifascista convencido y, como digno hijo de su tiempo, su clase y su cultura, siempre consideró que el peronismo era algo así como una variante criolla del fascismo. Con los años aprendió a moderar sus puntos de vista y aprendió a respetar a muchos peronistas más allá de sus ideas, pero nunca dejó de ser un auténtico liberal republicano. Demás está decir que también en ese punto compartíamos ideales, esperanzas y prejuicios.
Jorjote ha muerto. Tenía más de noventa años y todos sabíamos que ese desenlace en algún momento se iba a producir. Lo sabíamos, pero los que lo quisimos y respetamos no nos resignamos a su ausencia. El muerto se va, pero el dolor queda. El muerto se va y nos deja su recuerdo, pero ese recuerdo no alcanza porque el sentimiento de pérdida es siempre más grande.
Nunca más el placer, la alegría, la felicidad de compartir un café, una cena en el Club con Rómulo, Gustavo y Chacho. No nos va a resultar sencillo hacernos cargo de que nunca mas estará con nosotros, nunca más oiremos su voz, nunca más escucharemos su risa, contemplaremos sus expresiones de asombro, su única y exclusiva humanidad.
De la muerte se pueden decir muchas cosas, pero lo que no se puede negar es su condición definitiva. Digan lo que digan, la muerte clausura, la muerte separa, la muerte rompe. Como dijera Edy Wharton: “la muerte no existe, existe la pena”. La pena de saber que Jorjote no estará más con nosotros.