El 16 de septiembre de 1974, la banda terrorista financiada por el gobierno nacional de entonces y conocida con el nombre de Tres A, secuestró y asesinó al dirigente gremial y ex vicegobernador de la provincia de Córdoba, Atilio López. Los detalles del secuestro y muerte no se conocen en sus pormenores, pero lo que se sabe alcanza para disponer de una idea bastante aproximada acerca de la saña criminal de esta organización dirigida por el ministro peronista José López Rega y avalada por el gobierno de Perón.
Atilio López había llegado a la ciudad de Buenos Aires esa semana. Según su hija, viajó para realizar algunas gestiones con autoridades nacionales. Concretamente, estaba buscando trabajo porque después del derrocamiento en febrero de ese año, se había quedado, como se dice en estos casos, en la calle, y López no era de lo dirigentes gremiales que acumulaban fortuna desde el sindicato, motivo por el cual necesitaba trabajar con urgencia.
Cordobés e hincha de Talleres, el viaje era una buena oportunidad para ver jugar a su equipo contra River. No lo pudo hacer. Ese miércoles a la noche fue secuestrado y su cadáver apareció pocas horas después en la localidad de Capilla del Señor. Estaba desfigurado. Según el informe de un perito, tenía 132 disparos en el cuerpo. Las Tres A eran eficientes en lo suyo. Sobre todo cuando se trataba de un dirigente peronista popular y la fecha -por ejemplo- era un 16 de septiembre.
Así estaban las cosas en aquellos tiempos. Atilio López como Julio Troxler, habían sido peronistas de toda la vida. Los dos habían sido detenidos y maltratados por la llamada Revolución Libertadora de 1955, pero los dos fueron asesinados, no por los “gorilas”, sino por bandas pagadas por el gobierno, gobierno por el que ellos habían luchado durante dieciocho años para que regresara al poder.
Según posteriores declaraciones de la hija, esa noche López estaba esperando que lo recogiera del hotel un funcionario del gobierno nacional. Lo acompañaba en la ocasión el contador Juan José Varas, también asesinado por los seguidores de López Rega. Atilio López se había vestido para la ocasión con traje y corbata. Algo raro en él que siempre estaba cómodo con su campera. Quienes se presentaron en el lobby del hotel le deben de haber inspirado confianza, porque salió con ellos tranquilo y jovial. Si lo que cuenta la hija es cierto, el episodio es más perverso porque se trataría de una traición, por parte de personas que se valieron de la relación con López para después entregarlo a sus asesinos. Así estaban las cosas en aquellos tiempos.
Amigos y compañeros de lucha se preguntaban luego, cómo un tipo despierto, astuto y experimentado en los riesgos de la militancia, viajó a Buenos Aires sin tomar algunas precauciones mínimas. En definitiva, no se entendía cómo un luchador de su calibre se regaló así ante sus enemigos. Las explicaciones que se dieron son incompletas, porque la información disponible es incompleta. Según se sabe, después de la asonada del jefe de policía Antonio Domingo Navarro, López había perdido poder político, es decir, contactos, relaciones, influencias. La intervención de Raúl Lacabanne a la provincia había desarticulado brutalmente a las organizaciones sindicales y políticas forjadas en los años de la resistencia peronista y consolidadas en luchas memorables protagonizadas por un sindicalismo clasista y combativo del cual López era una de las referencias más importantes.
Hay razones para suponer, entonces, que para septiembre de 1974, López estaba objetivamente derrotado. La causa por la que había luchado lo había defraudado, pero se seguía sintiendo peronista, lo cual es grave porque esa contradicción tendía más a paralizarlo que a fortalecerlo. La pregunta a hacerse en estos casos es la siguiente: ¿Cómo se vive o se padece una crisis semejante? ¿Qué piensa un hombre que ha creído en una causa y en un líder y descubre de pronto que esa causa y ese líder lo han traicionado o no estaban a la altura de sus expectativas?
Atilio López nunca dejó de ser peronista. Era lo que había aprendido a hacer desde joven y era lo único que sabía hacer. Seguramente nunca se cuestionó su identidad peronista, pero es probable que al momento de morir se hiciera algunas preguntas íntimas cuyas respuestas no lo deben de haber dejado satisfecho.
Atilio López había nacido en la ciudad de Córdoba en el seno de una familia de origen modesto. Su padre era sastre y su madre ama de casa. Comenzó a trabajar desde pibe. Fue cadete en una fábrica de galletitas hasta que ingresó como chófer en la empresa CATA de colectivos urbanos. Su familia era radical, pero él optó por el peronismo. Para 1955 ya conocía la cárcel, las persecuciones y ya empezaba a foguearse en las duras luchas internas del sindicalismo de entonces.
En 1957, en la ciudad de Córdoba, se recuperó la primera CGT regional. Su presidente es Atilio López. Lo acompañaban en al comisión directiva Fortunato González, Miguel Aspitia y Lucio Garzón Maceda. Peronista convencido y militante, quienes lo conocieron ponderan su honestidad, sus convicciones y su sentido del humor. El Negro Atilio, como le decían con afecto, era querido y respetado hasta por sus adversarios. Generoso, empecinado, amigo de lo asados y los cuentos, vivía su militancia con pasión y convicciones.
Según su hija, no paraba en casa. Salía a la mañana temprano y regresaba a la noche, cuando regresaba. Ni cuando estaba en casa dejaba de hacer política. Allí se reunía con sus compañeros del gremio y con dirigentes de otros gremios. En ese hogar modesto volcado a la militancia gremial se empezó a gestar el primer cordobazo. Después vinieron las detenciones, la clandestinidad, los traslados precipitados de una casa a la otra.
No, no debe de haber sido fácil ser hija de Atilio López. Su vida eran las reuniones, los plenarios y las jornadas de lucha.Ya en la década de los sesenta era un referente del peronismo combativo. Se habla de su participación en los cordobazos, pero se conoce menos su participación en los míticos congresos del peronismo combativo celebrados en La Falda y Huerta Grande. Como todo dirigente sindical de peso, López alguna vez viajó a Puerta de Hierro para hablar con Perón. Era, como se dice, el sueño del pibe. Conversó con su líder y al despedirse le dijo: “General, si usted quiere volver va a ser bienvenido… los obreros lo estamos esperando”. El general volvió y los obreros y la juventud maravillosa lo estaban esperando, pero los resultados estuvieron muy lejos de las expectativas.
En sus buenos tiempos, López siempre se jactaba de que él era capaz de paralizar a la ciudad de Córdoba. Lo decía y lo hacía. Desde 1957 hasta 1972 fue, junto con Agustín Tosco y Elpidio Torres, uno de los dirigentes más poderosos de la ciudad. Después fue electo vicegobernador y pasó lo que pasó, es decir, él y Obregón Cano fueron destituidos por la asonada promovida por un jefe de policía y avalada por Perón.
Sin embargo, cuando sus restos llegaron a la ciudad de Córdoba, una multitud lo acompañó desde su modesta casa en barrio Empalme hasta el cementerio San Jerónimo. Sin exageraciones, podría decirse que esa masa de trabajadores, estudiantes, luchadores sociales y pueblo en general, fue la última y postrera manifestación de los cordobasos de otros tiempos. Post mortem López pudo darse el gusto de paralizar una vez más a la ciudad de Córdoba que masivamente se volcó a la calle para despedir al Negro que habían aprendido a querer y respetar, incluso aquellos que cuando era vicegobernador se burlaban porque se comía las S o por sus rústicos modales de trabajador.
El discurso de Tosco en el cementerio fue memorable. El Gringo despidió por última vez al compañero de tantas luchas, al militante de tantos plenarios clandestinos, de tantas jornadas de combate. Tosco lo despidió a López y de alguna manera, tal vez sin saberlo, se estaba despidiendo a sí mismo, porque pocos meses después moriría en la clandestinidad, enfermo, abandonado y sin poder acceder a los medicamentos necesarios para atender su enfermedad.
Con el asesinato de Atilio López una época terminaba en Córdoba y otro tiempo se iniciaba. El golpe de Estado militar, como se sabe, se perpetró el 24 de marzo de 1976, pero en Córdoba la faena que luego hicieron los militares en toda la nación, ya la había hecho la derecha peronista, clausurando sindicatos y centros de estudiantes, ilegalizando organizaciones políticas, secuestrando dirigentes populares y de izquierda, asesinando abogados de presos políticos. Es que para esa fecha el peronismo, con el Partido Justicialista y las 62 Organizaciones a la cabeza, se esforzaban por demostrarle a los militares, que podían cumplir con los objetivos de orden y terror igual o mejor que ellos.