Marta Zamaro y Nilsa Urquía

Los cuerpos sin vida de Marta Zamaro y Nilsa Urquía fueron encontrados el sábado 16 de noviembre de 1974 en el arroyo Cululú . Los médicos de Esperanza que las revisaron dijeron que habían muerto por inmersión. Yo no sé cómo se redactan esos partes, pero lo que sé es que no se ahogaron sino que las mataron. Urquía y Zamaro no fueron al río a bañarse o a tomar sol. Las ahogaron, las arrojaron al río encapuchadas y con las manos atadas. Seguramente estaban dormidas o semidormidas. O tal vez agonizando.

Las huellas del crimen son evidentes. Hay marcas de golpes, sobre todo en Marta. Las fotos que están en el expediente son un testimonio desgarrador. La expresión de dolor en el rostro de Nilsa estremece; en el rostro de Marta se advierten golpes: la boca hinchada, un ojo negro, moretones y cortaduras en piernas y brazos. Sin embargo, los médicos de la policía escriben con prolija flema profesional: “Muertas por inmersión”. Miserable delicadeza.

Marta y Nilsa fueron secuestradas en la madrugada del jueves 14 de noviembre. Los asesinos forzaron la puerta del pasillo y rompieron los vidrios de la puerta que comunicaba con el departamento de la planta alta donde vivían. Los secuestradores no perdieron el tiempo. Las chicas seguramente intentaron resistirse. Marta, más que Nilsa. A Nilsa la dejaron vestirse, a Marta la sacaron con un salto de cama.

Ese mismo día, a las ocho de la mañana, el propietario de la casa denunció en la Seccional Séptima que habían sido violentada la puerta de la casa de Diagonal Aguirre 2525. A partir de allí comenzaron los interrogatorios al dueño del inmueble y a los vecinos. Como me dijera en su momento el doctor Alfredo Nogueras, el expediente es un monumento a la impunidad. Las preguntas a los vecinos tienen un claro tono intimidatorio. Pareciera que la policía buscara demostrar que las víctimas eran responsables de su muerte. Es notable, en todo el expediente no hay ninguna pregunta orientada a indagar sobre los criminales. Por el contrario, lo que les preocupa es saber quiénes visitaban la casa de las chicas, con quiénes se reunían, qué conversaban con los vecinos, qué libros leían.

Una de las actas del expediente dice que al costado del puente había huellas de un auto, huellas bien marcadas porque en esos días había llovido y el suelo estaba algo barroso. No hace falta ser Sherlock Holmes para saber que se trataba del auto de los asesinos. Sin embargo, a ningún oficial, comisario, fiscal o juez se le ocurrió realizar trabajos técnicos sobre esa pista. Nada de complicarse la vida.

El día que la mataron, Nilsa Urquía viajaba a Buenos Aires en Austral y el lunes siguiente partía rumbo a México en la compañía Braniff. Mala suerte para ella, porque una diferencia de horarios le costó la vida. Aquí la policía se preocupa en investigar. No es la búsqueda de los asesinos lo que la desvela, sino saber por qué se quería ir del país.

Para entender estas conductas es necesario conocer la época, el tiempo político que se vivía. Marta Zamaro y Nilsa Urquía fueron secuestradas por un comando policial, militar o combinado, lo mismo da, y esto era una verdad conocida por todos, empezando por quienes investigaban. O sea que, mientras por un lado se escribían fojas y fojas con banalidades, por el otro todos sabían la verdad, aunque a esa verdad le faltaran los nombres propios de los asesinos.

Marta Zamaro y Nilsa Urquía fueron asesinadas por los mismos que en aquellos años mataron a Silvio Frondizi, Ortega Peña, Julio Troxler, Atilio López y tantos otros. Las mataron por su militancia política en el PRT. No eran “inocentes” en el sentido evangélico de la palabra, sino militantes de una organización política que planteaba la lucha armada y cuya consigna central era “A vencer o morir por la Argentina”. Quiero ser preciso en este tema para evitar malos entendidos. Se trataba de dos personas comprometidas políticamente, y entiendo que el mejor homenaje que se puede hacer a su memoria es reconocer la identidad política por la cual dieron sus vidas o -según se mire- les quitaron la vida.

El 7 de noviembre de ese año -una semana antes de que las secuestraran- un comando del ERP había matado al capitán Néstor López en la ciudad de Santa Fe. En octubre había sido asesinado en circunstancias parecidas el teniente Juan Carlos Gambandé. Los dos operativos formaban parte de un ajuste de cuentas que esta organización guerrillera había prometido realizar como reacción por el asesinato de varios guerrilleros que se habían rendido al Ejército en la provincia de Catamarca. Se trataba de decisiones delirantes e injustas por parte de una organización que defendía una estrategia equivocada y que se había levantado en armas contra un gobierno democrático. El periplo de crímenes concluyó con la muerte del capitán Humberto Viola y su hijita de tres años en Tucumán, motivo por el cual no sólo suspendieron estas ejecuciones sino que, además, se autocriticaron por haber cometido ese error.

Ése fue el contexto en que se perpetró el secuestro y muerte de Marta y Nilsa. Treinta y cinco años después, cada uno puede hacer la evaluación que mejor le parezca, pero lo que para mí está claro es que, más allá de las vicisitudes políticas, nadie merece morir así. Nadie. El grupo de tareas que ingresó a la casa de Diagonal Aguirre 2525 lo hizo casi a la madrugada. No deben haber actuado con capuchas porque a juzgar por los hechos no fueron a detenerlas sino a matarlas. Es probable que las chicas se hayan resistido, es muy probable que lo hayan hecho porque sabían el destino que les aguardaba. La resistencia fue la de dos mujeres desarmadas. Seguramente gritaron y pidieron auxilio. Y, por supuesto, nadie escuchó ni vio nada.

Si el secuestro se produjo el jueves a la madrugada es muy probable que las hayan arrojado al río en la madrugada del sábado. Esto quiere decir que las chicas estuvieron veinticuatro horas, por lo menos, en manos de torturadores sádicos y criminales. Un día en esas condiciones puede llegar a ser una eternidad. Las fotos de las chicas son un testimonio elocuente de esa eternidad en el infierno.

Yo las conocí a las dos. Fui su amigo. Nunca compartí sus posiciones políticas, pero respetaba sus ideas. En aquellos años toda una generación compartía ideales parecidos, que no excluían ásperos debates. Marta y Nilsa fueron protagonistas de esa generación. Hoy podemos decir que estaban equivocadas, pero a los efectos de entender lo que pasó con ellas esta afirmación no tiene mayor importancia. La militancia de Marta y Nilsa estaba inspirada en la pureza de los ideales. Sobre los riesgos de la “pureza” hay mucho para escribir, pero no es este el momento. Es fácil, muchos años después, decir que estaban equivocadas. Es fácil y cómodo. Sospechosamente cómodo.

Más comprometido, más justo, es decir que no merecían morir así, no merecían ser secuestradas en la oscuridad de la noche, sometidas a tormentos y luego arrojadas como dos alimañas a un arroyo con las manos atadas. Estaban equivocadas en un país donde todos nos hemos equivocados muchas veces y donde los errores más grandes los cometieron quienes tenían las responsabilidades más altas. Pero como personas, valían cien, mil veces más que sus asesinos, la lacra social que las mató sin darles la mínima oportunidad de defenderse, sin juzgarlas.

¿Y la muerte de los militares?, dirán algunos. Las hubieran detenido. Las hubieran detenido y las hubieran juzgado y condenado si eran culpables. Así actúa un Estado de derecho en una sociedad civilizada. Hasta el asesino más cruel tiene ese derecho que sus secuestradores les negaron.

Las conocí a Marta y Nilsa. También conocí a la amiga común que fue asesinada en Rosario: Laura Gentile, Laurita, como yo le decía y a quien los canallas asesinaron en su departamento. La universidad de aquellos años era la universidad de la militancia y la bohemia, de la jarana estudiantil y el compromiso político. Todos los que nos teníamos que conocer nos conocíamos. Compartíamos asambleas, peñas, mesas trasnochadas regadas con vino y cigarrillos. A veces en el Comedor Universitario, a veces en Las Cuartetas. O en el Torino de San Lorenzo y bulevar, y el “Maiami” de 1º de Mayo y bulevar. Me acuerdo mucho de Marta, ¿Cómo no acordarme? Era alegre, atrevida. Tenía la gracia y el desenfado de su generación. Le gustaba la vida; se reía con ganas. Era una hermosa mujer. Solidaria y generosa. Los recuerdos son arbitrarios, pero inevitables. El mío me conduce a una noche en una fiesta de la residencia universitaria de Obispo Gelabert. Música brasileña y ella bailando con el Negro Calache. Estaba tan linda, se movía con tanta gracia, con tanta libertad. No, no merecía morir así.

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