El destino -una palabra cuya ambigüedad es muy difícil de disimular- le brindó a Francisco Narciso de Laprida la oportunidad de ganar la inmortalidad en dos ocasiones: por haber presidido las sesiones en las que se declaró la Independencia el 9 de Julio de 1816 y por haber sido el protagonista de la “conjetura” de Jorge Luis Borges. Destino histórico y literario de este intelectual y político sanjuanino cuyo itinerario biográfico es un emblema de los tiempos fundacionales de la patria, tiempos en los que por definición la leyenda y la historia, el mito y las efemérides inevitablemente se confunden.
Con motivo de las celebraciones del Bicentenario de la Independencia, el “Poema Conjetural” de Borges adquirió inusitada actualidad, en primer lugar por su calidad literaria, calidad que incluye una particular visión iluminadora de un proceso histórico y una pasión personal, con el inevitable desenlace trágico, como corresponde a los tiempos fundacionales de una Nación. Pero también la disciplina histórica encuentra en Laprida un emblema de un proceso que suma a las vicisitudes de la Declaración de la Independencia las turbulencias épicas y trágicas de las guerras civiles en las que Laprida concluye siendo una víctima, a la que su condición de presidente de las sesiones que declararon la Independencia le otorga una singular e inquietante relevancia.
La biografía del personaje del poema, al cual Borges reivindica como un lejano pero legítimo pariente, por esa singular lucidez de la poesía no es muy diferente al personaje que nació en un hogar acaudalado y estudió en el Colegio San Carlos de Buenos Aires y luego en el Colegio Carolino y la Universidad de San Felipe de la ciudad de Santiago de Chile, donde habrá de adquirir las mayores distinciones académicas y el título de doctor alrededor de 1810, distinciones que, lógicamente, lo habilitaban para sumarse por derecho propio a la naciente, influyente y ambiciosa élite dirigente de Cuyo.
Laprida había nacido en San Juan en 1786, por lo que para 1810 tenía algo más de veinticuatro años y la formación intelectual adecuada para destacarse como un eficaz colaborador político de fray Justo Santa María de Oro, el hombre que seguramente más gravitó sobre su carrera política y el que le presentará a San Martín cuando éste llegue a Cuyo en su carácter de gobernador intendente designado por el Directorio con la misión de organizar la fuerza militar que habrá de hacer realidad su estrategia política de librar las guerras de la Independencia en un escenario más amplio que el de las Provincias Unidas.
San Juan, para esos años, era una aldea que no superaba los cuatro mil habitantes, con una vida política y social cuyas alternativas y contrastes las podemos conocer gracias a “Recuerdos de provincia”, el excelente libro escrito por Sarmiento quien, de todos modos, para esos años era apenas un crío que correteaba por el patio y alrededor del telar de la modesta vivienda de doña Paula Albarracín.
Los escasos testimonios biográficos de Laprida dan cuenta de su creciente ascendencia política en San Juan y de los inicios de sus amoríos con su prima Sánchez de Loria, con quien se habrá de casar en 1818 -luego de la correspondiente habilitación del obispo- y con quien tendrá cinco hijos, la última de los cuales, Delmira, llegará al mundo en los primeros días de enero de 1830, cuatro o cinco meses después de la muerte de su padre.
Lo demás pertenece a la biografía política, a las alternativas históricas planteadas en aquellos años y, muy en particular, a las variantes nacidas como consecuencia de la convocatoria al Congreso que iniciará sus sesiones en Tucumán el 24 de marzo de 1816 y que contará con la participación de cuatro diputados por Cuyo: Laprida, Oro, el joven Tomás Godoy Cruz y Juan Agustín Maza, una delegación que cumplirá una labor excepcional en el Congreso y que dispondrá del aval de San Martín y la templanza y lucidez política de Oro.
Naturalmente, los procesos de elección de diputados en aquellos años estaban muy lejos de lucir la transparencia que se exigiría en la actualidad, habida cuenta de que, entre otras cosas, se carecía de padrones confiables y las nociones de legitimidad política eran embrionarias: no obstante, no dejan de llamar la atención las objeciones que plantea Laprida debido a que el llamado voto de los arrabales de San Juan no se había pronunciado en su propia elección como diputado, razón por la cual él plantea que en esas condiciones no debía estar presente en Tucumán. Pero los miembros de Cabildo y el propio Oro se encargarán de refutar la objeción, permitiendo luego de idas y venidas que para mediados de noviembre de 1815, Laprida aceptara su nominación como diputado.
Como es de público dominio, Laprida será el presidente del Congreso, lo cual, más que una distinción entrañaba una responsabilidad para Cuyo, porque una de las primeras disposiciones que se establecerán apenas iniciadas las sesiones será que la presidencia rote mensualmente para evitar resquemores y recelos de los presentes. Es muy probable que las discretas diligencias de Oro hayan estado presentes a la hora de la elección de Laprida para presidir las históricas jornadas del 9 de Julio. De cualquier modo, no concluirá en ese punto la labor de los diputados de Cuyo en Tucumán, ya que serán las intervenciones orales de Oro, Godoy Cruz y Laprida las que pongan punto final a las propuestas monárquicas promovidas con notable entusiasmo por un Belgrano convencido de que una dinastía incásica era la solución apropiada para legitimar el nuevo poder político, habida cuenta de que, como lo acababa de verificar en su gira por Europa, las alternativas alrededor de algún vástago de los Borbones habían sido descartadas terminantemente.
Fue entonces cuando los diputados de Cuyo plantearon que su mandato no los habilitaba para decidir en temas tan delicados, motivo por el cual, en caso de insistirse en la materia, ellos optarían por retirarse del Congreso, amenaza que cumplió con su objetivo, ya que hasta los monárquicos más entusiastas admitieron que aunque fuera por el momento no convenía insistir con alternativas de este tipo.
Laprida continuará actuando como diputado hasta 1818 y luego será electo constituyente y participará en las sesiones que alumbrarán la Constitución de 1819, condenada a sucumbir como lo fueron todas las instituciones creadas por el poder político nacido en 1810, debido a que pretendió organizar el país de acuerdo con sus intereses y puntos de vista, persistencia que se derrumbará bajo el empuje de las montoneras federales de López y Ramírez.
Laprida regresó a San Juan, donde se desempeñó como ministro, asesor de Salvador María del Carril y, en algún momento, gobernador. Fiel a sus convicciones y tal vez a su destino, en 1824 estará de nuevo en Buenos Aires junto a Bonifacio Vera, elegidos ambos constituyentes para acompañar el proyecto elaborado por Rivadavia y sus colaboradores. Unitario, más por cultura y perfil de clase que por adherir a un determinado modo de gobierno, Laprida presidirá la asamblea que sancionará la Constitución de 1826, repudiada por la mayoría de los caudillos federales no tanto por oponerse a proyectos unitarios o federales como por rechazar cualquier intento de organización constitucional.
Después, el infierno de las guerras civiles, las idas y venidas de caudillos que marchaban a los entreveros armados en nombre de causas en las que el interés político se confundía con el interés personal, mientras la invocación de las grandes estrategias se extraviaba en el laberinto de las intrigas y los permanentes reposicionamientos. En ese escenario despiadado de batallas y combates, Laprida marchará hacia el destino que lo esperaba esa desgraciada y apacible tarde primaveral de 1829 en los arrabales de Mendoza.
Sarmiento relata las últimas escenas, el momento en que Laprida se despide de él y enfila hacia ese callejón donde lo aguardaban sus verdugos. Nunca más se supo de él. No se sabe si lo degollaron, si lo ultimaron de un balazo o, si como dijo un cronista anónimo, fue enterrado vivo. Eso sucedió el 22 de septiembre de 1829.