De José Manuel Estrada lo que más se sabe es su participación en el debate sobre la enseñanza laica y la separación de la Iglesia del Estado. Su irreductible posición en contra de las reformas liberales le ganó un lugar en la historia, un lugar que a mi juicio no hace justicia a su impecable trayectoria pública. Si los liberales lo trataron mal, los revisionistas nunca lo defendieron con sinceridad porque desconfiaban de su liberalismo, de su encendida defensa a la tradición Mayo-Caseros.
De estas contradicciones está hecha la historia. Está bien que así sea. Los hombres no recorren el camino que va de la vida a la muerte como si fuera una línea recta. Hablo de hombres honorables y de contradicciones creativas, iluminadoras de una crisis, de una perplejidad. Estrada es en ese sentido un ejemplo digno de estudiar. Nació en julio de 1842 en Buenos Aires y murió en Paraguay el 17 de septiembre de 1894. Era bisnieto de Liniers y estaba emparentado con los Sarratea. Como Sarmiento y Mitre, era un autodidacta, un brillante autodidacta.
A los biógrafos les llama la atención la amistad que este hombre mantiene con Sarmiento, treinta años mayor y alejado de todo lo que se parezca a un catolicismo practicante. Sin embargo, así fue. La relación de Sarmiento y Estrada siempre fue respetuosa, incluso a pesar de las grandes diferencias y a pesar de la irritabilidad de Sarmiento para polemizar. Se dice que el origen de esta curiosa relación nació como consecuencia de la amistad de Estrada con Dominguito Castro, el hijo de Sarmiento, muerto en la batalla de Curupaity.
Curiosidades familiares al margen, admitamos que no cualquier joven podía jactarse en aquellos años de ser amigo de Sarmiento y Avellaneda, dos personas con las que la amistad estaba íntimamente vinculada al saber, la inteligencia y el poder. Durante las presidencias de ellos ejercerá la cátedra en el Colegio Nacional, estará a cargo de las escuelas normales y en algún momento será nombrado rector del colegio que había sido conducido por Amadeo Jacques.
Un hombre difícil y burlón como Paul Groussac lo reivindica como un intelectual exigente. En el futuro lo mismo dirán Ricardo Rojas, Indalecio Gómez y Joaquín V. González. Sus clases de derecho fueron ponderadas por sus alumnos. Es sin duda una de las grandes promesas de su generación. Joven, inteligente, lúcido, honrado, el futuro se le abre generoso y fecundo.
Católico fue siempre. Estrada no se revela como católico en los célebres debates de los años ochenta. Su fe la manifestó siempre de manera transparente. Estrada constituye su singular ideario muchos años antes de que los católicos descubran las virtudes de la política y la relación entre liberalismo y fe. Fue el primer militante católico que propuso la constitución de un partido político cristiano y la fundación de un diario para defender sus principios. Cuando los ideales de la democracia aún no habían sido totalmente develados, él planteó con audacia que “el gobierno democrático es el gobierno de todos ejercidos por los mejores”.
¿Cómo fue posible que este joven brillante, protegido por los grandes bonetes del liberalismo se enfrente con Roca con tanta animosidad? No es fácil responder a este interrogante. Estrada mantenía diferencias con cierto liberalismo al que le reprochaba su mercantilismo, su utilitarismo y su amoralidad. Para el joven profesor, política y fe y política y moral eran, debían ser, la misma cosa. Con todo, estas posiciones no terminan de explicar la virulencia del enfrentamiento. Después de todo, la mayoría de los liberales de entonces eran católicos.
Lo que se debe entender es que entre 1860 y 1880 el mundo cambia y sobre todo cambia la política del Vaticano. Los católicos empiezan a convencerse de que son víctimas de una campaña de destrucción montada por liberales y masones.
La Argentina no es una excepción. El régimen liberal se constituye como modelo económico y político. El mercado para la economía y el Estado para la política. Mientras que para los católicos la máxima autoridad es el Vaticano, para los liberales esa autoridad la expresa el Estado. El debate ideológico se hace complejo y violento. Como suele ocurrir con polémicas de este tipo, las posiciones en lugar de acercarse se extreman.
Quienes tienen poder lo ejercen para ajustar cuentas con sus rivales. Roca ordena que le quiten sus cátedras y cargos. Rodolfo Rivarola dirá años después. “Estrada sirvió a la enseñanza primaria y fue destituido; sirvió a la enseñanza secundaria y fue destituido; sirvió a la instrucción superior y fue destituido”. Como consecuencia de ello los estudiantes se movilizarán hasta su casa para brindarle su apoyo. Estrada les habla desde el balcón: “Os esperaba. Cerca de veinte años de vida pasados en la cátedra me han enseñado a amar a la juventud. Ahora he querido recibiros rodeado de mis hijos y en esta casa cuya modestia os prueba que en estos veinte años he pensado mucho en vosotros y poco en mí mismo. El sacrificio es fortificante porque engendra austeridad. Todo estoy dispuesto a inmolar por la juventud, menos mi conciencia. Porque mi conciencia es de Dios y mi honor es de mis hijos que marcharán acaso por la vida sobre una huella de dolor, pero no sobre una huella de vergüenza. Prefiero que dejéis de ser discípulos de un hombre valiente a serlo de un cobarde”.
Los estudiantes lo escuchan en silencio. El que así les habla es el profesor que les ha enseñado a respetar las leyes, amar la libertad y creer en Dios. “Recibí la misión de enseñarles Derecho. Gobernantes abortados en los campamentos y nacidos de la descomposición de las oligarquías no son jueces… Sea esta mi última lección: de las astillas de las cátedras destrozadas por el despotismo, haremos tribunas para enseñar la justicia y predicar la libertad”.
Si para los liberales la fuente del derecho es el Estado, para Estrada es Dios o la nación. No cree, no acepta que el Estado pueda arrogarse una autoridad semejante. Él cree en el pueblo, cree en la nación, pero no cree en una maquinaria de poder que se coloca por encima de los hombres y las tradiciones. Su polémica con Alem es célebre. Alem le reprocha que desconozca la jurisdicción del Estado nacional, pero acepte la autoridad del Vaticano, “un Estado extranjero”.
Lo cierto es que los acontecimientos lo empujan a Estrada a ser la cabeza visible de la reacción clerical. Asumió el deber con coraje y sin medir las consecuencias. Por supuesto que creía en lo que decía. Estaba convencido de que las leyes laicas precipitaban a la Argentina a la decadencia. ¿Siempre fue así? He aquí lo interesante. Estrada fue un católico convencido, pero nunca un ultramontano. No lo fue antes del célebre debate y no lo será después. Pocos años antes del conflicto escribe en uno de sus libros: “Se enseña el dogma religioso y se lo enseña mal. La instrucción de los niños ha consistido en el aprendizaje de memoria del catecismo del padre Astete que conseguí desterrar de las escuelas”.
Sin duda que las asperezas del debate radicalizaron las posiciones y que los cambios en el Vaticano contribuyeron a la beligerancia. No se trató de un debate menor. Estrada perdió sus cátedras y el nuncio apostólico fue expulsado. Durante casi veinte años la Argentina no tendrá relaciones con el Vaticano. Poco a poco la situación se irá normalizando. Se trató de una disputa ideológica en el interior de la elite. Nada más y nada menos.
En 1890, Estrada participa con mitristas y flamantes radicales en las jornadas que darán lugar a la revolución del noventa. Apoya las movilizaciones y es uno de los oradores del Frontón. El gobierno de Luis Sáenz Peña le ofrece una cartera ministerial que no acepta, aunque luego marcha al Paraguay para hacerse cargo de los negocios diplomáticos. Muere en Paraguay como Sarmiento. No concluyen allí las coincidencias. Fallece seis años después del sanjuanino, pero en el mismo mes: septiembre. Como para superar diferencias, el 11 de septiembre será declarado día del maestro en homenaje a Sarmiento y el 17 será el día del profesor en homenaje a Estrada.
En Buenos Aires una larga lista de oradores lo despide en el cementerio. Entre ellos se destaca un adolescente que pronuncia conmovidas palabras de afecto. Nadie lo conoce todavía, pero se llama Alfredo Palacios. Años después, Palacios dirá en el Congreso: “Yo lo cito con frecuencia en mi banca porque lo considero el exponente más alto de la democracia argentina”.