Juan José Paso

Cuando en 1810 se inició el proceso emancipador, Juan José Paso tenía más de cincuenta años de edad y una discreta carrera profesional como abogado con  estudios realizados en Chuquisaca donde vivió cuatro o cinco años. Paso se iniciaba en la política a una edad en la que, por ejemplo, Belgrano, Monteagudo, Alberti, Moreno o Castelli ya estaban muertos, pero a partir de ese momento y durante casi veinte años históricamente decisivos, no habrá un solo acontecimiento político que no lo cuente como un protagonista de primer nivel.

Si bien a Rivadavia le corresponde el honor de haber sido catalogado como el primer hombre civil de estas tierras, la distinción muy bien se la podrían haber otorgado a Paso cuyo exclusivo talento fue precisamente su sabiduría jurídica, sabiduría que incluía las virtudes de la sutileza y el don de la astucia para moverse en el proceloso e intrigante escenario de los primeros años de la revolución.

En efecto, Paso merece ser calificado como el político por excelencia, honor que demostró integrando las diferentes propuestas institucionales del flamante orden revolucionario: la Primera Junta, la Junta Grande y los dos triunviratos. Fueron precisamente sus virtudes de estadista en un tiempo en que el Estado era apenas un proyecto difuso, las que le reconocieron sus contemporáneos para convocarlo a emprendimientos que exigían lucidez intelectual, mesura política y talento para arribar a acuerdos entre opositores aparentemente irreconciliables.

 Su presencia inaugurando la Asamblea del año XIII y su voz leyendo la declaración de la independencia en Tucumán -declaración que, dicho sea al pasar, pertenece a su pluma- lo colocan en el lugar que los procesos revolucionarios reservan a los hombres forjadores de ideas, proyectos e instituciones, a los hombres que militares y caudillos consultan en los momentos de riesgo, en esas circunstancias en las que las armas y las arengas deben ceder lugar a la imaginación, la astucia y los refinamientos teóricos.

Según algunos imprecisos datos biográficos, Juan José Paso -nacido en Buenos Aires en 1858, dueño de la primera panadería de la ciudad y docente del Colegio Carlos donde dictó clases a jóvenes que luego habrían de sumarse a las jornadas revolucionarias- inició su actividad política en 1808, el año en que se derrumba la monarquía española como consecuencia de la decisión de Napoleón de ocupar España luego de despojar del poder a Carlos IV y a su hijo Fernando.

Desde sus inicios, Paso se distinguió por su sus posiciones moderadas y poco inclinadas a soluciones extremistas, una constante que va a estar presente en su prolongada carrera política, moderación que –importa advertir- no excluía decisiones audaces a las que habrá que recurrir cuando todos los otros caminos se cierren y que se deberán justificar políticamente con muy buenos argumentos.

Su intervención en el cabildo abierto del 22 de mayo de 1810 puso en evidencia su excelente formación jurídica y sus veloces reflejos para improvisar un discurso con las más actualizadas novedades intelectuales. Cuando el fiscal Vilota -ese prolijo y astuto funcionario del orden colonial- plantee que Buenos Aires no está en condiciones de tomar una decisión trascendente sin antes haber consultado a las ciudades del interior, no solo que está intentando paralizar cualquier decisión de cambio, sino que -tal vez sin proponérselo- está recurriendo a argumentos que en otros momentos emplearán los caudillos federales para defender sus feudos. Pues bien, fue en esas circunstancias en las que un profundo silencio cayó sobre la sala de sesiones, cuando Paso pidió la palabra y refutó a la principal espada del orden colonial con el argumentos sacado de las canteras del derecho romano, acerca del gestor de negocios ajenos, el “negatorium gestor”, gracias al cual Buenos Aires, está habilitada en su condición de hermana mayor para representar en momentos excepcionales a las ciudades.

Constituida la Primera Junta, se le encomendará viajar a Montevideo para convencer a sus autoridades que adhieran al proceso revolucionario, misión peligrosa porque D’ Elía ha prometido el peor de lo destinos a los “inquietos y malignos” que han osado levantarse contra el rey. Paso viaja a Montevideo y si bien sus diligencias no obtendrán resultados positivos para la causa, logrará inquietar a D’Elía, quien le prohibirá hacer uso de la palabra en el cabildo y le ordenará regresar a Buenos Aires cuanto antes.

La moderación y los escrúpulos jurídicos de Paso no le impedirán ser un aliado leal de Mariano Moreno e incluso votar por el fusilamiento de Liniers, lo cual confirma que este amigo de las transacciones políticas, este hombre que por formación intelectual y temperamento se inclina siempre hacia las componendas, no vacila cuando los conflictos se agudizan en asumir riesgos y apoyar soluciones duras.

Paso es probable que haya creído sinceramente que la revolución de 1810 se hizo en resguardo de la soberanía de Fernando VII, pero cuando el rey felón regrese al trono y prometa el cadalso para los rebeldes americanos, no vacilará en impulsar la declaración de la independencia, decisión que como luego le explicará muy gráficamente a una platea de señoritas tucumanas que lo escuchan arrobadas, incluye la posibilidad de la grandeza pero también la alternativa de la muerte.

En más de una ocasión lo han comparado con Rivadavia con quien acordó en temas importantes pero mantuvo disidencias fuertes. Como Rivadavia, Paso es liberal, aporteñado y culturalmente unitario; como Rivadavia, valora la autoridad y la ley y desconfía  de los impulsos incontrolables de las clases populares y de los caudillos demagogos; como Rivadavia, la realidad lo golpeó con dureza, pero a diferencia de él, pudo sobrevivir políticamente y hasta su muerte en 1833 fue un  hombre de consulta, al punto que su última gestión diplomática fue la que permitió que Rosas y Lavalle acordaran una salida política transitoria primero en Cañuelas y luego en Barracas.

Paso alienta la declaración de la independencia y redacta el manifiesto, decisión que no le impide un mes después dejar en claro que con esa declaración de la independencia la revolución ha llegado a su fin y ahora se imponen las exigencias del orden, una posición coherente para este girondino devenido en revolucionario por imperio de las circunstancias.

Liberal, conservador y solterón empedernido, insistirá en todo momento en defender los valores de un orden regulado por la ley y moderado por la virtud republicana. La austeridad que predica en la vida pública, la practica en su vida privada como lo confirma su discreta residencia en San José de Flores y su modesto patrimonio. Sus exigencias en materia de gastos lo llevan a negarle una pensión a la viuda de Castelli, su alumno en el colegio San Carlos y su compañero de las primeras jornadas revolucionarias; también se opone a la propuesta de levantar estatuas a los integrantes de la Primera Junta por considerar que nadie debe ser premiado por cumplir con su deber y, mucho menos, proclamarse como héroes a hombres que en su momento jamás pensaron ocupar ese lugar en la posteridad.

A Paso nunca lo entusiasmó la retórica revolucionaria y mucho menos las utopías y ensayos que iban más allá de lo que aconsejaba el sentido común, una reticencia justificada por parte de quien estimaba que más que una revolución lo que hubo fue un cambio dentro del ordenamiento legal de la colonia, cambio que luego exploró otros horizontes cuando la monarquía española cerró toda posibilidad de un acuerdo civilizado.

Paso falleció en 1833 y fue enterrado en la Recoleta que para entonces empezaba ser el sitio privilegiado de los patricios. El gobierno de Balcarce le brindó todos los honores del caso a quien fuera un protagonista privilegiado del proceso iniciado en 1810. Hubo varios oradores frente a su tumba, pero el último en hacer uso de la palabra fue Vicente López y Planes.

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