La Vuelta de Obligado

Una confesión, si se permite, a modo de presentación: la fecha nunca me resultó agradable. El calendario no tiene la culpa, tampoco los bravos soldados que pelearon en condiciones muy desventajosas contra el poderío militar anglo-francés, sino los promotores del aniversario. Me explico. La primera vez que oí hablar de la Vuelta de Obligado fue en 1965, en un acto en el colegio secundario promovido por agrupaciones fascistas, entre los que se contaban los célebres Tacuaras.

Mi razonamiento era simple y, como todo razonamiento simple, equivocado o equivocado a medias, lo cual suele ser más grave: si los admiradores de Franco, Hitler y Mussolini en la Argentina reivindicaban a la Vuelta de Obligado como el día de la soberanía nacional, yo por principio debía estar en contra.

Con los años, las propias exigencias intelectuales y esa otra sabiduría que suele dar la madurez me llevaron a relativizar mis prejuicios. Después de todo, un acontecimiento histórico que había despertado la adhesión de San Martín y de los principales jefes de la guerra de la Independencia no debía ser tan injusto. Incluso, visto desde el punto de mira del cálculo político, no era conveniente ni práctico permitir que una fecha noble de la Argentina quedara en manos de los fascistas.

Sartre enseñaba a pensar en contra de uno mismo; es decir, en contra de las ideas preconcebidas y, por lo tanto, anquilosadas. La historia, como disciplina, dispone de esta virtud: enseña a pensar. Algo parecido me ocurrió cuando empecé a estudiar con más detenimiento los años de Rosas y ese episodio que se llamó la Vuelta de Obligado.

En principio, importa establecer una distinción entre la leyenda, las manipulaciones ideológicas y el conocimiento histórico. El axioma vale a la hora de poner en discusión el panteón liberal y el panteón revisionista. La objetividad pura es imposible, pero no habría conocimiento histórico si no existiera la pretensión de objetividad, es decir, de construir conocimiento objetivo. En la historia de Mitre, como en la de Julio Irazusta, lo que vale es el saber histórico, que sobrevive a pesar de las ideologías de sus autores.

A la batalla de la Vuelta de Obligado hay que pensarla en un contexto histórico preciso: el gobierno de Rosas, la crisis crónica de la Confederación con las provincias del Litoral, incluida la Banda Oriental, Brasil y Paraguay, así como el bloqueo anglo-francés de 1845, aquel ineficaz bloqueo organizado por los gobiernos de dos grandes potencias coloniales que permitió que los comerciantes de esas nacionalidades residentes en Buenos Aires afirmaran: “Nos estamos bloqueando a nosotros mismos”. Ese comentario fue avalado dos años después por un primer ministro inglés, que dijo: “Debemos aceptar la paz que nos propone Juan Manuel de Rosas, porque esta guerra nos está resultando un mal negocio”. Descarnada lógica utilitaria.

La crisis de la Banda Oriental, la lucha facciosa entre colorados y blancos, y su correspondiente internacionalización alentaron la intervención de las potencias coloniales. Desde 1811 en adelante, cada vez que se inició un conflicto en la Banda Oriental, la inmediata internacionalización fue su consecuencia inevitable. Rosas no pudo escapar a esa ley de hierro. Desde Buenos Aires dominó con mano dura a todas las provincias, pero donde nunca pudo controlar la situación fue en el Litoral. Allí el conflicto fue permanente y sería esa coalición de intereses la que habría de derrocarlo en 1852.

En esos años, el colonialismo estaba en plena expansión. La alianza de Gran Bretaña con Francia había impuesto sus intereses en China y en África. Las manufacturas europeas entraban a punta de bayoneta en la periferia del mundo. La fórmula que se aplicaba en África y Asia también era válida para América, sobre todo, para América Latina.

Los objetivos de la expedición que salió de Montevideo eran explícitos: vender y comprar mercaderías en los puertos del Litoral. La expedición era comercial y militar al mismo tiempo. El lema ideológico que legitimaba la operación era la libre navegación de los ríos y la lucha contra el tirano. Jurídicamente, a la representación política de la Nación —o de lo que empezaba a ser una Nación— la tenía don Juan Manuel de Rosas. Dictador, autócrata o lo que sea, la legitimidad de su poder estaba fuera de discusión.

Está claro que, iniciado el bloqueo al puerto de Buenos Aires y conquistada por las armas la isla Martín García, Rosas no iba a consentir que una pandilla de comerciantes ingresara por uno de los principales ríos del país protegido por una flota de guerra. Como tampoco tenía un pelo de zonzo, no se le escapaba que, además de los buenos negocios, lo que se tramaba en nombre de la libertad era una conspiración política que contaba con la participación de los exiliados de Montevideo y, a juzgar por los datos posteriores, de los jefes políticos de Corrientes y de la sagaz diplomacia brasileña.

Los detalles militares de la batalla son conocidos. Basta con saber que se peleó durante más de doce horas y que, finalmente, las naves invasoras pudieron forzar el paso. Los soldados argentinos lucharon con coraje temerario. La batalla fue dura y el resultado militar, previsible, por la tecnología y la calidad del armamento. Sin embargo, los invasores no pudieron festejar por mucho tiempo. A lo largo del recorrido, durante el cual pasaron por Corrientes y llegaron hasta el Paraguay, hubo emboscadas y pequeñas escaramuzas que dificultaron su navegación. La batalla final se libró el 4 de junio de 1846 en el Paso del Quebracho. La emboscada criolla produjo sesenta bajas y considerables pérdidas materiales. La “derrota” de la Vuelta de Obligado quedaba así saldada.

Juan Manuel de Rosas con su habitual perspicacia había dicho: “Vienen a hacer negocios; si pierden plata, están derrotados”. No se equivocó. Militarmente, la coalición anglofrancesa logró imponerse en Obligado, pero, en términos comerciales, perdieron plata. Las compras y ventas en los puertos del Paraná no fueron tan beneficiosas como se lo habían contado. Cuando, a fines de junio de 1846, la expedición llegó a Montevideo, el estado de ánimo de los conquistadores distaba de ser festivo.

A partir de ese punto, la pulseada política se empezó a definir a favor de Juan Manuel de Rosas. En Londres y en París, los políticos opositores impugnaban una diplomacia que iba de fracaso en fracaso. Las relaciones con los exiliados habían dejado de ser cordiales porque los pragmáticos diplomáticos británicos y galos entendían los procesos desde la lógica descarnada de los intereses y no estaban dispuestos a seguir financiando conspiraciones que nunca producían buenos resultados. Rosas no era un ejemplo de demócrata, tampoco era un mandatario servil, pero podía ser un excelente interlocutor a la hora de hacer buenos negocios.

Finalmente, Gran Bretaña y Francia se allanarían a firmar un tratado de paz. A las condiciones de esa paz las impondrá Rosas: fin del bloqueo; devolver la flota argentina capturada; devolver la isla Martín García; saludar a la bandera argentina con 21 cañonazos; reconocer la soberanía y la no navegación de los ríos interiores. Nunca antes —y nunca después— las potencias coloniales aceptarían imposiciones tan duras.

Después de la Vuelta de Obligado, la estrella de Rosas brilló con más luminosidad que nunca. Los diarios de Brasil, de Estados Unidos, de la propia Europa ponderaban el genio de un jefe de Estado capaz de negociar con flexibilidad y firmeza, con astucia y coraje. San Martín, desde el exilio, le escribió cartas que ponderaban su patriotismo. Un año después, ordenaría en su testamento que el sable de las campañas guerreras fuera entregado a quien había sabido defender la soberanía nacional.

Curiosamente, en ese contexto favorable al régimen rosista, empezaría a incubarse —otra vez en el Litoral— la alianza político-militar que habría de ponerle fin a esa experiencia política. Sobre este tema hay mucha tela para cortar. Pero, como se suele decir, eso ya es otra historia.

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