Don Gonzalo y el honor de ser valiente

La batalla de Don Gonzalo se libró el 9 de diciembre de 1873. Las tropas de Ricardo López Jordán fueron batidas por el ejército nacional conducido por el general Martín Gainza. La derrota puso punto final a la segunda revolución jordanista iniciada en mayo de ese año. Más allá del folclore revisionista, lo cierto es que López Jordán no tuvo ninguna posibilidad de salir airoso de un levantamiento armado que disponía de proclamas muy ardientes escritas por la pluma de José Hernández, pero carecía de recursos técnicos y políticos para enfrentar al poder nacional e incluso al propio gobierno de la provincia.

La primera revolución jordanista había sido derrotada en enero de 1871 en la célebre batalla de Ñaembé, donde un joven de menos de treinta años se llevó las palmas de la victoria. Se llamaba Julio Argentino Roca. Entonces López Jordán controlaba la provincia de Entre Ríos y disponía de los recursos y la popularidad necesaria para enfrentar la intervención militar ordenada por Sarmiento. Así y todo fue derrotado.

La segunda revolución jordanista fue menos popular y menos extendida que la primera. Para cualquier observador imparcial más que una revolución fue un gran error dictado por la desesperación, el resentimiento o el exitismo, lo mismo da. La movilización jordanista de 1873 fue menos popular que la de 1871. No obstante, no fueron pocos los paisanos que se sumaron a las tropas del caudillo más popular de Entre Ríos después de Urquiza.

Se trataba de hombres que habían hecho de la guerra un estilo de vida. Eran valientes hasta la temeridad y mataban y morían sin pedir ni dar cuartel. Como diría Borges, no entregaban la vida por una causa abstracta como la palabra “patria”, sino en nombre de un caudillo que podía llamarse Ramírez, Urquiza o López Jordán. A diferencia de los campesinos de Zapata o de Villa no reivindicaban objetivos sociales.

Borges asegura que peleaban y morían con inocencia. No estoy tan seguro. De ellos, podrían decirse muchas cosas menos que fueran inocentes. En su estilo y a su manera podían ser taimados. Los asesinos de Urquiza y los asesinos de los hijos de Urquiza habían sido protegidos y beneficiados por el caudillo y sin embargo no dudaron en asesinarlo, a él y a sus hijos Waldino y Justo, de la manera más indigna.

Lo que está fuera de discusión es que eran valientes. En realidad valientes eran todos, los soldados de López Jordán y los del ejército nacional. Lo que sucede es que la derrota siempre resulta más interesante que la victoria y por lo tanto la literatura suele detenerse con morosa fruición en la tragedia.

En la batalla de Don Gonzalo, las escenas de heroísmo las protagonizan los soldados con independencia del color de sus uniformes. Las guerras serán injustas, crueles, innecesarias, pero lo que está fuera de discusión es que las encaraban hombres valientes. Ponderar esa virtud reclama un mínimo de prudencia, sobre todo porque se corre el riesgo de transformar al arte de matar en un atributo moral. Así y todo, con independencia de las evaluaciones políticas que hagamos del caso, el coraje ha sido una virtud respetada a lo largo de la historia. El hombre que juega su vida en el combate es un valiente y la valentía es la flor principal que engalana a los héroes desde los tiempos de la tragedia griega a la actualidad.

Todas las prevenciones que hagamos acerca de los riesgos de la moral guerrera se estrellan ante ese costado oscuro o luminoso de la condición humana que no puede dejar de admirar al hombre que en el campo de batalla juega su vida a cara o cruz con singular destreza y encanto.

Se dice que a López Jordán no lo derrotaron los soldados de Gainza sino los fusiles Remington y los cañones Krupp. Si así hubiera sido no hay nada que reprocharle, ya que una de las claves de la guerra es disponer de recursos humanos y técnicos superiores al enemigo. Se dice que los soldados de López Jordán defendían una causa justa, mientras que el ejército nacional representaba la opresión. No me consta. Por otra parte, los jordanistas, con sus principales líderes incluidos, deberían explicarle al tribunal de la historia qué causa justa y coherente era la que los llevaba a especular en una alianza con Brasil y, en el caso de la segunda revolución, contar con el apoyo tácito del mitrismo interesado en debilitar a Sarmiento para sucederlo en las elecciones previstas para 1874.

Lo que sí es cierto es que por las modalidades inorgánicas del jordanismo, sus soldados recurrían a métodos de lucha más informales. En sus célebres “Memorias”, el inglés Ignacio Hamilton Fotheringham, reconoce que “el enemigo estaba bien montado, como a entrerrianos corresponde, formaba un ejército revoloteador, estaba aquí, allí, en todas partes, y buscándolos no se los hallaba en ninguna. Grandes carneadores de reses ajenas y buenos jinetes de lanza a fondo. Difícil de encontrar y por lo tanto difícil de vencer… De noche molestaban a las avanzadas, de día, invisibles”. Ese estilo de lucha, que un historiador del siglo veinte calificaría de guerra de guerrillas, podía sorprender o molestar, pero nunca podía imponerse a un ejército regular.

Un día antes de Don Gonzalo, los jordanistas habían sido vencidos en El Talita. Atendiendo al desarrollo de los hechos, con esa derrota ya estaba todo dicho, pero López Jordán decidió dar la madre de las batallas en don Gonzalo, una zona ubicada cerca de la ciudad de La Paz y que lleva ese nombre en homenaje al río que pasa por allí.

López Jordán disponía de más de cinco mil hombres y una caballada que según los cronistas superaba el numero de treinta mil. Era su gran capital militar. La batalla se inició a las cuatro de la tarde y concluyó dos o tres horas después. Los soldados jordanistas murieron en el campo de batalla y ahogados en el río porque su jefe cometió el imperdonable error de ubicarse dando las espaldas al río.

Sus lanceros al principio atacaron a fondo pero superados los primeros encontronazos fueron rechazados por la fusilería. Como diría un cronista, “los soldados jordanistas disparaban trepados a los árboles de los montes cercanos pero las balas de los Remington los volteaban como “cachilos’”.

En el combate se destacó el mayor Nicolás Levalle. Al frente del llamado “Quinto de fierro” avanza al frente de sus tropas desobedeciendo las órdenes de Gainza. Levalle es italiano, con lo que se prueba que la valentía no tiene nacionalidad. Ha llegado a la Argentina siendo muy joven y ha participado en la Guerra del Paraguay. Más adelante será uno de los héroes de la campaña del desierto y uno de los jefes militares que derrota a los sublevados en la llamada “revolución del noventa”.

Ahora insiste en seguir peleando. Gainza le envía una orden tajante. “Desista del ataque o le mando pegar cuatro tiros”. Todo en vano. Levalle no retrocede, avanza seguido por sus soldados y conquista una posición estratégica. En el camino ha sido herido en la rodilla y cuando regresa a la retaguardia lo hace en camilla porque ha perdido mucha sangre, está debilitado y no puede caminar. No obstante, cuando se hace presente el general Gainza le dice con las escasas fuerzas que le quedan “Señor, vengo a que me peguen los tres tiros que faltan, porque al cuarto me lo dieron en batalla”.

Los jordanistas también tejen para la historia su propia épica. Justamente el inglés Fotheringham lo señala en sus memorias. El relato merece transcribirse porque además de heroico es bello. “En medio del combate desigual -dice el inglés-, un muchacho, gallardo mozo, de no sé de dónde ni se sabrá nunca, montado en hermoso caballo moro, se largó solo sobre el 10 de línea pasando al lado de la caballería de Undanarrena; se golpeaba la boca, hizo caracolear su cabalgadura y descargó su pistola regresando de donde vino. No he visto audacia e insolencia igual. Un hermoso acto y por hermoso quedó impune, pues no quise que le hicieran fuego los granaderos que ya le iban a hacer una descarga. Y se fue. Sombrero negro de cinta roja, traje de terciopelo, la cola del caballo hecha nudo entrelazada con cintas rojas ¡Qué curioso tipo! No sé si era un loco, pero si lo era, era un loco sublime”. Cuando el coraje se junta con la belleza y la insolencia, hasta la célebre impasibilidad inglesa se da por vencida.

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