Bernardo de Yrigoyen

Bernardo de Irigoyen murió en Buenos Aires el 28 de diciembre de 1906. Ese año lo acompañaron en su viaje al silencio Carlos Pellegrini, Bartolomé Mitre y su rival histórico, Manuel Quintana. Dos años antes había muerto Vicente Fidel López. Una época, con sus miserias y grandezas, con sus luces y sus sombras, llegaba a su fin.

Don Bernardo había sido tres veces candidato a presidente de la Nación, pero estaba escrito que no era ése su destino. No llegó a la presidencia, pero todos los presidentes de su tiempo lo convocaron porque necesitaban de su sabiduría política, de su sagacidad diplomática, de su espíritu componedor. Fue ministro, secretario de Estado, embajador, cónsul. Alguna vez, gobernador de Buenos Aires. A diferencia de muchos de sus colegas, de antes y de ahora, demoraba en aceptar los cargos y renunciaba antes de que se lo pidieran.

Como candidato, inauguró la costumbre de las giras proselitistas por el interior del país. No era un demagogo pero le “caía bien” a la gente. No sonreía con facilidad ni era pródigo en abrazos, pero inspiraba confianza y tenía el don de la mirada, el talento de descubrir lo importante al primer golpe de vista. A su manera, era un político de raza, pero no era un político charlatán o tramposo. A la hora de las negociaciones hablaba poco, apenas lo indispensable, pero en las tertulias familiares seducía a los oyentes con sus relatos, sus ironías, ese humor que muy bien podría haber despertado la admiración de Chesterton.

Conservador y católico, se dio el lujo de ser el primer candidato a presidente de la UCR, pero no sé si hoy los radicales le reconocen ese privilegio; tampoco es seguro que a él esa distinción lo hubiera satisfecho del todo. Quienes lo conocieron ponderaron sus buenos modales, su delicadeza, el talento para decir de la manera más suave las cosas más importantes. Y quienes estudiaron su vida se han asombrado con el hecho de que en un tiempo de guerras civiles, de odios obsesivos y arbitrarios haya habido un hombre cuyas virtudes más destacadas fueron la mesura, el tacto y la prudencia. A lo largo de más de sesenta años de vida pública siempre rechazó las soluciones violentas y, como dijera un historiador, prefirió la tinta a la sangre.

Jorge Abelardo Ramos lo cita como el ejemplo del patricio acostumbrado a tratar con patricios, como el representante de una clase que sólo se puede permitir sutiles diferencias porque en lo que importa están siempre de acuerdo. “El señor senador me ha de permitir que no comparta con igual calor sus opiniones”, es algo más que una frase, es un estilo, la marca en el orillo de una clase dirigente que delibera en el Congreso como si estuviera en el club social y deciden en el club social como si estuvieran en el Congreso.

Sin embargo, ese hombre de modales suaves y lenguaje pulido, ese hombre pulcro y amable, sencillo y formal, fue el diplomático que negoció la soberanía de la Argentina sobre la Patagonia. O el político que después de Caseros se tomó el trabajo de hablar con cada uno de los gobernadores de la Confederación para convencerlos de que asistieran a San Nicolás para firmar el célebre acuerdo.

Lejos estaban de su temperamento los gestos histriónicos, las palabras altaneras, pero cuando el señor Manuel Quintana se presentó en su despacho de ministro para reclamar por los derechos de los banqueros ingleses, reclamo que acompañó con la sugerencia de que una flota británica estaba dispuesta a hacer valer esos derechos con los cañones, don Bernardo se puso de pie y le exigió al señor Quintana -el mismo al que, según Alfredo Palacios, Gran Bretaña lo proveía de las levitas que lo hicieron famoso y de la clientela que lo hizo rico- que se retirara inmediatamente de su despacho porque no iba a permitir que un argentino fuera el vocero de la amenaza de una potencia extranjera.

Paul Groussac lo describe sin eludir los lugares comunes: “Hábil diplomático y administrador irreprochable, orador elocuente y espontáneo, alma sin pasiones ni amarguras, vive rodeado del aprecio público sin contar un solo enemigo en su adversarios”. Carlos Ibarguren piensa más o menos lo mismo: “…Varón consular, era el prototipo del estadista prudente, del diplomático sutil, del caballero cultísimo cuya moderación proverbial corría pareja con su exquisita urbanidad”.

La fórmula preferida para desenvolverse en el resbaladizo terreno de la diplomacia, para él era muy clara: “En diplomacia, se debe escuchar sin abrir la boca y no hacer hoy lo que puede hacerse mañana”. Después de sesenta años de actividad política, en una Argentina que no era precisamente un vergel, podía jactarse de que podía contar adversarios pero no conocía enemigos. Los conservadores lo respetaban y lo consideraban un igual; para los radicales era uno de ellos; rezaba con los católicos y conversaba con los masones.

Su talento para mantener relaciones respetuosas con todos no se confundía con el oportunismo. Flexible, negociador, la clave de su triunfo consistía en que sabía antes que los otros lo que quería y, como le gustaba decir, siempre estaba en el lugar que le correspondía estar.

El estadista era superior al político; el diplomático decidido, imaginativo, desconocía las pequeñas trampas de la política. Don Bernardo era incapaz de prometer lo que no iba a cumplir, de recomendar amigos al poderoso de turno, de decir una cosa a sabiendas que después había que hacer otra. A su manera, era íntegro, derecho, de una sola pieza.

Sabía de sus límites y no le importaba reconocerlos. Le faltaba la oratoria de Mitre, el carisma de Alsina, la astucia de Roca.

Con Leandro Alem eran amigos. Se respetaban. Él fue uno de los oradores que lo despidió en el cementerio. No ignoraban las diferencias que los separaban, pero Alem sabía que para “la causa” era importante contar con la adhesión de un hombre como don Bernardo.

Se sentía cómodo hablando en voz baja. Su escenario ideal era la reunión pequeña en un despacho. Cuando hablaba en el recinto parlamentario lo hacía con un tono intimista. La tribuna callejera no era su fuerte y lo sabía. Tampoco era un orador con capacidad para improvisar. Su estilo era el de los rumiadores. Masticaba con lentitud sus ideas, las ordenaba y después las expresaba con orden y claridad.

Sus debates parlamentarios son un ejemplo de estilo. En una oportunidad, estaba hablando y un diputado lo interrumpía constantemente. Don Bernardo hizo una pausa, tomó un trago de té y después le dijo: “Pemítame, hemos de entendernos si no nos interrumpimos… mi objeto es no pronunciar bajo el acaloramiento de una interrupción una palabra que pueda ser en algún sentido descortés”.

Todos sus actos estaban marcados por la moderación y la mesura. Era ameno, agradable, incapaz de un desplante o una grosería. Su lenguaje era pulido, limpio de vulgaridades. No era mujeriego, pero con las mujeres era respetuoso y galante a la antigua. Una señora subía las escalinatas; él la llevaba del brazo. La mujer estaba apurada y no advertía que don Bernardo tenía dificultades para caminar. Cuando llegaron al piso donde se celebraba la fiesta, el dueño de casa le observó a la señora el descuido. La mujer se puso incómoda, pero don Bernardo se disculpó: “Debo agradecer a esta dama a que me ha hecho apercibir que mi enfermedad en la pierna era sólo imaginaria”.

Católico practicante, no era fanático y mucho menos fundamentalista. Cuando en la década del ochenta el gobierno nacional rompió relaciones con la Iglesia Católica, él manifestó estar de acuerdo con las leyes laicas, pero lamentó el desenlace y siempre dijo que, con un poco de buena voluntad, ese conflicto podía haberse impedido o suavizado. Hay hombres que con los años declinan, pierden energías, se apagan hasta extinguirse; hay otros que, con el paso de los años, ganan en entendimiento, en lucidez, en sabiduría. Bernardo de Irigoyen perteneció a estos últimos. Una nación, un pueblo, disponen para sus momentos críticos de sus grandes viejos, de esos hombres que todos escuchan con respeto, que todos consultan y al que todos recurren en busca de consejos. Don Bernardo fue uno de ellos; perteneció al linaje de los grandes viejos que dio la república en la segunda mitad del siglo XIX.

Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *