El Gringo Pellegrini

Carlos Pellegrini nació en Buenos Aires el 11 de octubre de 1846 y murió en la misma ciudad el 17 de julio de 1906, pocos meses antes de cumplir sesenta años. Fue legislador, ministro, vicepresidente y presidente, diplomático y en, todos los casos, hombre del poder a tiempo completo. A diferencia de Sarmiento o Roca, Pellegrini no necesitaba probar que pertenecía a la élite. Actuaba con la seguridad y el desenfado de quien es consciente del lugar que le corresponde en la sociedad.

Muchos se preguntaron por qué no intentó ser presidente en 1898 y aceptó que fuera Roca el candidato. La respuesta está en esas consideraciones. Para Pellegrini, el cargo de presidente era importante, pero mucho más importante era su pertenencia a la clase dirigente. No era humilde ni sobrio; por el contrario, tenía conciencia de clase y actuaba en consecuencia.

Como político exhibió las virtudes y el talento de una élite excepcional. También sus límites y en algunos casos sus vicios. Vivió sesenta años, pero su obra pública trascendió con creces el tiempo cronológico. Desde 1878 en que fue designado ministro de Guerra por Avellaneda hasta el año de su muerte, siempre ocupó los primeros planos del poder. Esto quiere decir que durante un cuarto de siglo fue uno de los principales protagonistas de su generación, una generación donde abundaban los hombres brillantes.

No fue un intelectual como Sarmiento y Alberdi, ni un militar exitoso o una máquina de acumular poder como Roca. Culto, interesado por las artes y toda manifestación cultural, era demasiado vital y expansivo como para sujetarse a la meditada reflexión teórica o a la investigación sistemática. Como dice un biógrafo, leía poco pero digería mucho. El resto del tiempo lo dedicaba a la acción política y a la vida social en el club. “Era un hombre de club y sport” como dice Cané.

Nunca renegó del Ejército, pero siempre se negó a ocupar cargos militares o exhibir ascensos que seguramente se los hubieran dado. Se inició como soldado en la guerra del Paraguay cuando aún no había cumplido veinte años. Sus compañeros de combate fueron Leandro Alem, Victorino de la Plaza, Domingo Sarmiento, Francisco Paz, Quirno Costa, Bonifacio Lastra y Aristóbulo del Valle.

En 1880 fue quien dirigió los operativos militares del poder nacional, además de aconsejarle a Avellaneda que debía mudarse a Belgrano para seguir librando la batalla contra las fuerzas de Carlos Tejedor. Tenía entonces 33 años, pero ya se había ganado el mote de “piloto de tormentas”, porque el de “Gringo” se lo había puesto Sarmiento unos años antes. En la crisis del ochenta usó por última vez el uniforme militar, un uniforme que se hizo confeccionar a su gusto: mitad militar, mitad ciudadano.

Nunca tuvo pretensiones militaristas como Mitre o Sarmiento, pero siempre consideró que el Estado, para ser tal, debía contar con un ejército nacional. A él le pertenece la imagen de los soldados como leones en una jaula, jaula cuyos barrotes debían ser la ley. Digno hijo de su tiempo y de su clase, no fue creyente -por lo menos nunca practicó la disciplina de una religión- pero siempre la respetó y, como todo hombre del poder, estimaba que una de sus funciones era tranquilizar a las clases populares

En 1886 fue el vicepresidente de Juárez Celman y cuando estalló la crisis del noventa maniobró para promover la renuncia del mandatario de origen cordobés, mientras trataba de impedir que esa coalición política que todavía no se llamaba UCR se hiciera cargo del poder. Vicepresidente de la Nación, no tendrá empacho en tomar las armas para pelear del lado de la causa que consideraba verdadera, es decir, la del orden, el orden conservador se entiende. Camilo José Crotto lo recordará años después en una barricada, con una pistola en la mano disparando a pecho descubierto. “Era valiente el Gringo”, dirá con respeto.

Conservador y liberal a la inglesa, como le gustaba decir, fue uno de los principales promotores de las transformaciones económicas de fines del siglo XIX, acciones que nos colocaron entre las diez primeras potencias del mundo. Siempre fue un hombre del régimen y no es serio atribuirle posiciones que nunca tuvo, pero importa decir que cada vez que los historiadores intentan rastrear el origen de las políticas industrialistas en la Argentina inevitablemente se lo cita a él y, como toque pintoresco, se recuerda la escena en la que junto con Casares y Tornquist se hicieron presentes en una reunión social vestidos con ropas fabricada en el país.

Como Roca, creyó en el orden conservador con todas sus virtudes y defectos, pero fue uno de los primeros en tomar conciencia de los límites políticos del régimen y de que era necesario anticiparse a los cambios antes de que fuera demasiado tarde. El destino quiso que no pudiera ser testigo de sus intuiciones, pero la historia le asignó un lugar de pionero, un lugar que fiel a su estilo seguramente tampoco habría aceptado.

Se sabe que en toda biografía uno de los errores más habituales es el del determinismo social o de clase, no porque no sea necesario tenerlo en cuenta, sino porque llevado a su extremo es más lo que oculta que lo que ilumina. En este sentido, lo interesante de Pellegrini no fue lo obvio sino aquello que debido a la vorágine de la historia o la precipitación de las crisis, apartan a los hombres de sus derroteros previsibles, los hacen ir más allá o más acá de su posición de clase o su ideología.

Pellegrini fue el primer político en saber que no se podía ejercer la función pública sin poseer una sólida formación económica. Esos conocimientos fueron los que puso en práctica cuando, luego de la renuncia de Juárez Celman, se hizo cargo del gobierno y junto a Vicente Fidel López timoneó una de las crisis más profundas de la Argentina de entonces.

En 1893 fue el artífice de la revolución radical, el artífice inconsciente se entiende, porque fue él quien promovió a Aristóbulo del Valle como ministro del Interior del gobierno de Sáenz Peña y fue él quien -tal vez gracias a un pacto pampa con Hipólito Yrigoyen- regresó a Buenos Aires y se puso al frente de la represión.

Querido y criticado, siempre fue respetado por amigos y adversarios. El Gringo, como decían sus compañeros “era un amigo, amigo de los amigos y siempre dispuesto a la gauchada y el favor”. No cualquiera era amigo de Pellegrini. Exigente en la política, también lo era para la amistad. Pero quien disponía de ese privilegio sabía que contaba con un amigo incondicional. Paul Groussac, siempre tan medido y recatado, no vaciló en decir que fue el hombre que más quiso en su vida.

Fue el fundador del Jockey Club y siempre se definió como un clubman, es decir, como un hombre que pasaba largas horas en el club jugando a las cartas y compartiendo la tertulia con amigos. Su culto a la amistad iba parejo con su culto al coraje. Con el Gringo no se jodía. Un día le avisan que una manifestación marchaba hacia su casa para insultarlo. Se retiró del club solo y se paró en la esquina de su casa. La multitud pasó a su lado; nadie le dijo una palabra.

Fue el primer político en defender el voto femenino, pero allí empezó y terminó su relación progresista con las mujeres. Como todo hombre de su tiempo, creía que el lugar de la mujer era la casa o la cama. Se dice que amó a su mujer y que la respetó, pero se sabe que no le fue fiel. Por supuesto, siempre fue discreto y por principio rechazaba la fanfarronería y la jactancia en materia de mujeres.

Caminaba dando largas zancadas y su elegancia era proverbial. Saludaba con un gesto breve, pero luego, con los amigos, era conversador y ocurrente. Su vozarrón se distinguía de lejos, lo mismo que sus carcajadas. Como muchos de los gentlemen de su tiempo intercalaba en su lenguaje los vocablos ingleses con las palabrotas. Disfrutaba de los viajes y aprendía. Como político le gustaba hacer las cosas a lo grande. Era la expresión de una burguesía orgullosa de su rango y de sus obras. El Jockey Club y las salas de exposiciones que fundó y promovió, no tenían que ver con la frivolidad sino con la visión de quien intentaba dotar a una clase social de los elementos de la cultura y el bueno gusto.

Todos coinciden en señalar que se imponía con su presencia. Alfredo Palacios que lo conoció cuando recién se iniciaba en las lides políticas cuenta que un día lo vio ingresar a la Cámara de Diputados. “Eramos pocos -dice Palacios- pero cuando él se acomodó en su banca yo tuve la sensación de que había quórum”. Al borde de la muerte, su mujer vio unos lagrimones surcando el rostro del hombre que nunca había mostrado debilidad. “¿Tú llorando?”, le preguntó asombrada su mujer. “Perdoná Gringa… fue una aflojada”. “Ha caído el más fuerte”, dicen que dijo José Figueroa Alcorta al enterarse de su muerte. No se equivocaba.

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