Esteban Echeverría y la ilusión romántica

Decididamente los historiadores revisionistas no lo quieren. Dicen que fue un pavo real, un snob, un oportunista que supo conquistar a los muchachos de Buenos Aires con su supuesta sabiduría romántica parisina y, por supuesto, un enemigo de la causa nacional. Como si estas objeciones no alcanzaran, le imputan ser un pésimo poeta -a mi modesto criterio la única acusación más o menos precisa-, porque sus poemas son malos, incluso para quienes lo apreciamos y le reconocemos talento.

Efectivamente fue un mal poeta, pero uno de los mejores cuentos de la literatura nacional lo escribió él. Se llama “El matadero” y se divulgó muchos años después de su muerte, gracias a las gestiones de Gutiérrez. Echeverría debe su fama a su genio, pero sobre todo a sus contemporáneos, quienes no vacilaron en reconocerlo como su maestro.

Sarmiento, Alberdi, Fragueiro, Gutiérrez, Mitre ponderaron su talento. No deja de ser sintomático que las personalidades políticas más relevantes de la segunda mitad del siglo XIX se hayan considerado discípulos de ese joven de ojos oscuros, mirada afiebrada, pálido y siempre vestido de negro, como correspondía a un romántico a tiempo completo.

Echeverría nació en Buenos Aires en 1805. Su juventud fue borrascosa y poética. Se habla de su afición a las mujeres y su gusto por la vida nocturna. En esos años aprendió a tocar la guitarra y se relacionó con orilleros, compadritos y jóvenes calaveras. La leyenda menciona un lance amoroso y una amenaza de muerte.

A los veinte años viaja a Francia escapando de sus enemigos o de algún marido celoso. Ya en aquellos años, París era la capital cultural del mundo. El Sena, el Barrio Latino, los cafetines de Montmartre, los tugurios del Boulevard Saint-Michel. A esa ciudad llega el joven Echeverría con sus inquietudes. Se dice que en París descubre la ideología vigente entre los intelectuales: el romanticismo. Para ser justos, habría que decir que Echeverría se encuentra con el romanticismo en París, porque de alguna manera él se venía preparando para ese encuentro.

Vivirá en la Ciudad Luz cinco años. Como buen romántico, sus estudios serán los de un autodidacta. El romanticismo en versión francesa es una ética, una estética, pero también un programa político. Allí aprende que una nación es una tradición, un pasado que se debe conquistar con tanto trabajo como el futuro. La nación es un “invento”, una creación inspirada que deben formularla en voz alta los intelectuales que se propongan esa tarea.

Como enseña Víctor Hugo, la ideología política del romanticismo es el liberalismo, pero un liberalismo cargado de pasión y de una visión poética de la vida y la muerte. El romántico camina por el mundo rodeado por un aura de muerte. La muerte deseada puede ser en el campo de batalla peleando por una causa justa, en el campo de honor batiéndose a duelo, en defensa del honor de una dama o del propio, o a través de la enfermedad más prestigiada de entonces: la tuberculosis.

Echeverría regresa a Buenos Aires en 1830. Gobierna la provincia el hombre que habrá de ser al mismo tiempo su héroe y su enemigo: Juan Manuel de Rosas. La juventud ilustrada porteña se considera convocada a forjar el destino de la patria. Esperaban a un líder, a un profeta que los orientara y ese líder llegó. Se dice que Echeverría lideró a su generación porque venía envuelto en el prestigio de haber vivido en París. Es posible. Pero sería injusto suponer que la influencia intelectual del autor de “La cautiva” haya provenido de una circunstancia turística. Con Echeverría llegan a Buenos Aires los libros de los escritores avanzados y los proyectos del nuevo programa romántico para el Río de la Plata.

La generación romántica que lidera es el primer nucleamiento que reivindica su protagonismo político no a partir de sus hazañas militares o las extensiones de tierras, sino del saber intelectual. Asimismo, son los primeros que se proponen pensar en términos teóricos la categoría de Nación. Con los románticos adquiere identidad histórica la Revolución de Mayo y la idea de pensar la política no desde programas abstractos sino a partir de una indagación del pasado. Son los románticos los primeros que se proponen pensar la noción de “pueblo” como concepto político y en consecuencia la reivindicación de una tradición propia que incluye la recuperación de sus héroes, tradiciones y leyendas.

No deja de ser curioso que quienes luego serán acusados de extranjerizantes hayan sido los primeros que se preocupan de manera sistemática en pensar la Nación. En este punto, los románticos se diferencian de los unitarios. Para los jóvenes de la “Generación del 37”, los unitarios habían fracasado por su incapacidad de entender el país en que vivían. La alternativa para la nueva nación que se proponen construir no es el unitarismo ni el federalismo, sino una síntesis superior.

Ese proyecto que se apoya en tradiciones y mitos es políticamente liberal, económicamente capitalista y culturalmente socialista. Su socialismo, por supuesto, no es el de Marx. Para Echeverría, el reconocimiento de la primacía de lo social como factor constitutivo de la política y la construcción del individuo merece ser calificado de socialista.

La “Generación del 37” moviliza a los intelectuales porteños y extiende su influencia a las principales ciudades de lo que empieza a ser la Argentina. Habrá militantes de la buena nueva en Córdoba, Tucumán, Salta y San Juan. Contra lo que se supone, los muchachos intentan comprender al rosismo y arriesgan una singular caracterización de Juan Manuel. Para Echeverría, pero sobre todo para Alberdi, Juan Manuel encarna las virtudes del héroe, del caudillo arraigado a la tierra, del político preparado para entender al pueblo. Por supuesto, para que esa relación primaria se fortaleza en una dirección progresista y racional ese caudillo necesitará del asesoramiento y los consejos de los oráculos, es decir, de ellos.

Rosas nunca se dará por enterado de estos devaneos teóricos. Por el contrario, para su visión práctica del poder y de la vida estos jóvenes que usan capas negras, que se reúnen a leer libros extraños y que suelen estar protegidos por sus padres -prominentes y acaudalados miembros del régimen- son sospechosos. El desenlace no demora en producirse: el Salón Literario se clausura, las revistas se cierran. Cuando Francia inicia su bloqueo, los muchachos descubren el otro rostro del romanticismo: la causa del progreso está expresada por Francia, única garante para poner punto final a los excesos de un dictador bárbaro.

El exilio a Montevideo y Santiago de Chile no tarda en producirse. Tampoco demora la represión. Algunos van a dar con sus huesos a la cárcel, otros son degollados, pero la mayoría se exilia, algunos con razón, otros porque estiman que ya no tienen nada que hacer en Buenos Aires. Echeverría es uno de los últimos en hacerlo. Lo hace en 1840, después de haber dado su apoyo al levantamiento de “Los libres del sur”.

La pobreza, la enfermedad y el sentimiento trágico de la vida lo precipitan a la muerte. En Montevideo escribe poemas, un proyecto educativo y el célebre “Dogma socialista” con su “Ojeada retrospectiva” cuyo primer ejemplar se lo envía a Urquiza. Conviene detenerse en ese hecho. Echeverría para mediados de los años cuarenta está convencido de que a Rosas no lo van a derrocar escribiendo poemas, sino promoviendo a un caudillo que tenga tanto poder como él y que, al mismo tiempo, no sea bárbaro. Ese caudillo que reúne en su persona esas virtudes se llama Urquiza. Hoy es fácil saberlo, pero en 1846 es probable que ni siquiera Urquiza lo hubiera sospechado.

Echeverría muere en Montevideo en 1851. Muere pobre y amargado. Su profecía política se cumplirá, pero no podrá verla y mucho menos disfrutarla. “La vida no es más que una larga serie de pesares y un corto sueño de ilusiones y esperanzas” escribe. Para luego agregar: “La eternidad devora al tiempo, el tiempo devora a la vida y la vida se devora a sí misma”. Cioran hubiera firmado estas reflexiones sin dudarlo.

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