La ejecución de Tupac Amarú

Los caballos no pudieron descuartizarlo. Los señores y señoritas que contemplaban la fiesta en la Plaza de Cuzco no podían disimular su desencanto. No era para menos. El día era desapacible, hacía horas que estaban sentados en la platea esperando disfrutar del espectáculo. Algunas señoras se abanicaban nerviosas porque todo se estaba demorando más de lo previsto. En un costado de la pista, tres sacerdotes elevaban oraciones al cielo por la salvación del alma de los condenados Los mulatos e indios renegados, encargados de la seguridad, miraban la escena sin el más mínimo sentimiento de culpa.

Transcurría el 18 de mayo de 1781. Túpac Amaru se resistía a morir a pesar de que ya le habían cortado la lengua. Las señoritas estaban nerviosas, los ricos y refinados comerciantes de Cuzco y Lima se agitaban inquietos en sus asientos. Todos habían sido invitados para contemplar un descuartizamiento y ese instante supremo no se producía. Para colmo de males empezaba a llover. No quedaba otra alternativa que volver a casa sin darse el gusto. Furioso, el visitador daría por terminada la fiesta. Los mulatos desatarían a Túpac Amaru y el verdugo procedería a decapitarlo. Un final poco feliz para quienes se habían preparado para una fiesta grande.

Los burócratas de Lima estaban fuera de sí. Inmediatamente ordenarían un sumario para determinar las responsabilidades de quienes no habían sabido elegir los caballos adecuados para esa faena. En la burocracia de la monarquía española ningún detalle podía quedar librado al azar.

El visitador general responsable de toda la tarea será liberado de culpas. Es más, va a ser ascendido y felicitado por el virrey y el obispo. Conviene retener su nombre: José Antonio Areche. Un detalle lo pinta al caballero de cuerpo entero: después de interrogar a las víctimas, después de someterlas a tormentos, después de firmar la orden de muerte, procede a arreglar cuentas con Dios. Según las crónicas el bueno de Areche “muy de mañana confesó y comulgó la sagrada hostia por el alma de los que iban a ser ajusticiados”.

Micaela Bastida, la esposa del Inca sería sometida al garrote vil. Era una mujer valiente y lúcida, Se había casado con Túpac Amaru en 1760 y le había dado tres hijos, uno de los cuales también sería eliminado en esa fatídica jornada del 18 de mayo.

Micaela era una mujer alta, elegante y bella. Los que la conocieron aseguran que era sorprendentemente hermosa y decididamente inteligente. “Por la libertad de mi pueblo he renunciado a todo; no veré florecer a mis hijos” dijo mucho antes de caer prisionera. Subió al tablado y lo primero que hicieron los verdugos fue cortarle la lengua. Ninguna humillación y ningún sufrimiento le privaron a la familia. Al espectáculo lo contemplaban su esposo y sus hijos. Era una de las condiciones del castigo. Cuando algún familiar apartaba la vista o cerraba los ojos horrorizado, los centinelas mulatos los obligaban a seguir mirando

La bella Micaela padeció horrores. Según el informe de los cronistas “se le dio garrote y sufrió infinito porque teniendo el pescuezo muy delicado, no podía el torno ahogarla y fue menester que los verdugos, echándole lazos al pescuezo, tirando de una y otra parte y dándole patadas en el estómago y pecho la acabaran de matar”. Una deliciosa exhibición de humanismo.

Hasta el día de hoy los historiadores se preguntan por qué los españoles actuaron con tanta saña. El descuartizamiento no se practicaba desde hacía más de cien años. El programa de reivindicaciones de Túpac Amaru era moderado, tan moderado que la mayoría de sus reclamos fueron después retomados por las autoridades coloniales.

Queda claro que lo que se trataba era de castigar de la manera más brutal posible a la rebelión y la desobediencia. A Túpac Amaru no se le perdonó que hubiera puesto en discusión la autoridad. En la plaza del Cuzco hubo una ejecución y una advertencia: ésta es la suerte que les espera a quienes se atrevan a poner en discusión el poder de España en América.

Para atenuar la culpa de los españoles, los historiadores hispanistas observan que en aquellos tiempos esos tormentos eran habituales. Mienten. Las autoridades coloniales fueron conscientes del sufrimiento que provocaban. No concluyen allí las canalladas de nuestros historiadores hispanistas. Según ellos, Túpac Amaru no era el jefe de una rebelión, sino un agente inglés, un hombre pagado por el oro de la Pérfida Albión. El bravo cacique deriva, gracias a la pluma de nuestros fascistas criollos, en un traidor a las esencias nacionales, en un entreguista y vendepatria. No hay por qué escandalizarse demasiado. Las mismas plumas acusaron de faltas parecidas a Moreno, San Martín y Belgrano.

A contramano de nuestros hispanistas, las autoridades coloniales respetaban a Túpac Amaru. Su dignidad personal y política no pudo ser negada ni siquiera por sus enemigos más tenaces. No era para menos. Soportó los tormentos sin abrir la boca, sin delatar a nadie.

El coronel Pablo Astete lo describe con las siguientes palabras: “Nariz aguileña, ojos vivos y negros. A su manera era un caballero. Se conducía con dignidad con sus superiores y con formalidad con los aborígenes. Tenía majestad en el semblante. Hablaba con perfección y gracia el español y el quechua”. Estos conceptos los pronuncia un enemigo, un verdugo.

José Antonio Areche, el mismo que ordenó las torturas y participó en los interrogatorios, admitió que no pudo arrancarle una palabra. “ Era un espíritu, una naturaleza muy robusta y de una serenidad imperturbable” anota en su libreta. Cuando Areche lo acosaba para que diera nombres, Túpac Amarú le respondió con una ironía digna de un discípulo de Voltaire: “Nosotros dos somos los únicos culpables. Usted y yo. Usted por haber agobiado a esta provincia y yo por haber querido liberar a mi pueblo de semejante tiranía”.

José Gabriel Condorcanqui, conocido como Túpac Amaru, nació el 18 de marzo de 1740 en Surimanan, provincia de Tinta. Siempre se consideró un descendiente de los incas y a los 22 años reclamó a las autoridades ser reconocido cacique de Surimaná, Pampamarca y Tangasuca.

Conviene recordar que entonces la dominación colonial le otorgaba a los caciques ciertos privilegios económicos y culturales. No lo hacían por generosidad sino con el objetivo de captarlos y asegurar por esa vía el sistema de dominación. A juzgar por los resultados, la estrategia no fue equivocada. La inmensa mayoría de los curacas fueron fieles a las autoridades y al rey. No sólo fueron fieles, sino que se alistaron en los ejércitos realistas y no les tembló ni la lengua ni el pulso a la hora de delatar, reprimir y asesinar a sus paisanos.

A Túpac Amaru lo entregó un indio. El ejército que le propinara la derrota definitiva estaba integrado por 17.000 hombres, de los cuales las dos terceras partes eran indios y mulatos. El cacique que dirigía esas tropas se llamaba Pumacahua y era tan popular y tan querido como Túpac Amarú.

La épica de la rebelión fue breve, muy breve. Se inició el 10 de noviembre de 1780 y para principios de abril de 1781 estaban derrotados. Para eludir mistificaciones importa decir que en ningún momento la dominación española corrió peligro. Túpac Amaru no tenía ninguna posibilidad de lograr sus objetivos, entre otras cosas porque los destinatarios de su mensaje no estaban decididos a acompañarlo.

El Inca no era tonto y mucho menos ingenuo. Trató hasta último momento de ganar la adhesión de criollos, mestizos e indios. No pudo hacerlo. También se propuso conquistar a los sacerdotes. Túpac Amaru era cristiano y murió como cristiano. Nunca renunció a su fe.

Sus límites objetivos, los límites de la sociedad y del tiempo en que le tocó actuar, no le impidieron protagonizar una de las rebeliones más importantes del continente y acuñar una consigna que hasta el día de hoy sigue resonando en la conciencia de los hombres libres: “Mañana kunanmanta wakchaka yniykiwan wiracocha mikhunqañachu” que traducido al español quiere decir: “A partir de este día los patrones no vivirán más del pan de tu pobreza”.

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