El Che Guevara fue ejecutado el 9 de octubre de 1967 en la escuela de La Higuera. Había sido detenido en la Quebrada de Yuro el día anterior. El capitán Gary Prado estaba a cargo de la patrulla militar, pero el que obliga al Che a rendirse es el sargento Bernardino Huanca. Es a él a quien el Che le dice: “No dispare. Soy el Che Guevara. Valgo más vivo que muerto”.
¿Qué quiso decir con esas palabras? Nadie ha intentado interpretarlas o nadie se ha animado a decir en voz alta lo que significaban. Estaba desarmado, herido y prácticamente en andrajos. La guerrilla hacía menos de un año que se había iniciado y su fracaso militar era evidente desde hacía por lo menos tres meses. Sin conexiones, sin abastecimientos, sin posibilidades de contar con el apoyo de la población local, el grupo armado que vagaba sin rumbo por la selva era la antítesis de lo que cualquier manual de guerrilla aconseja en estos casos.
La rendición del Che no hizo más que formalizar lo que era inevitable. Que su delator, su captor y su verdugo hayan sido soldados de origen campesino, no deja de ser un testimonio elocuente del fracaso de una guerrilla que supuestamente se había constituido para liberar a los campesinos. En su “Diario” el Che registra a veces con asombro, pero siempre con ese leve toque irónico que nunca lo abandonaba, la reacción de los campesinos, hoscos, impenetrables, aparentemente sumisos pero rápidos para dar el “chivatazo” contra sus presuntos liberadores.
¿Campesinos brutos, ignorantes, infames? ¿indios desagradecidos, taimados, lamebotas que se niegan a reconocer que esos hombres blancos y barbados vienen a liberarlos, a sacarlos de la ignorancia y la opresión? Todos los enojos son posibles, pero convengamos que los equivocados no eran precisamente los indios o los campesinos o el mítico soldadito boliviano, el mismo al que Nicolás Guillen le pregunta en su poema si no sabe quién es el muerto que acaba de matar. ¡Claro que lo sabía!. Lo sabía el sargento Bernardino Huanco y, muy en particular, lo sabía Mario Terán, quien nunca ocultó su orgullo por haber vengado a sus hermanos campesinos asesinados por la guerrilla.
Dos reflexiones políticas hará el Che después de su detención, dos reflexiones que luego darán lugar a interminables debates en la izquierda latinoamericana de los años sesenta y setenta: que las autoridades locales de las poblaciones de la región tuvieron más autoridad que el Ejército de Liberación Nacional (ELN), y que el responsable del aislamiento militar y social de la guerrilla fue el Partido Comunista Boliviano dirigido por Mario Monje.
Guevara había tenido reuniones en su momento con Monje y, según se sabe, éste se comprometió a darle asistencia militar y política. Luego de una agria discusión donde Monje reclamó la conducción del ELN, rompieron relaciones. El Che se oponía terminantemente a ceder la conducción militar y política. Invocó sus antecedentes como combatiente y la propia representación de la revolución cubana. Cuando se despidieron, ambos sabían que nunca más volverían a verse.
¿Esto lo hace a Monje responsable de traición? Más o menos. El Partido Comunista de Bolivia nunca compartió la lucha armada propiciada por los cubanos y, si bien a través de Monje dio algunas señales favorables en ese sentido, lo que terminó decidiendo fueron las tradicionales posiciones de los partidos comunistas pro soviéticos con respecto a la guerrilla, el foco y el denominado “aventurerismo pequeño burgués”. Monje, como el personaje del cuento, podría haberle dicho al Che que el que avisa no es traidor. Y Monje avisó con bastante anticipación sobre lo que sería su decisión política.
Cuando el teniente coronel Andrés Selich, anticomunista jurado, le preguntó a su prisionero por qué estaba desmoralizado, éste le dijo que la causa de su estado de ánimo era que había fracasado, que había sido derrotado. Selich intentó interrogarlo pero se encontró con un hombre que no estaba dispuesto a decir una palabra que pudiera comprometerlos a él y al movimiento revolucionario que representaba.
Selich fue el primero que habló de la invasión extranjera. La presencia de cubanos en la guerrilla autorizaba esa acusación. El Che le dijo que mirara cómo vivían los campesinos y entonces se explicaría el por qué de la guerrilla. Selich le respondió que en Cuba no vivían mucho mejor. El Che concluyó la charla señalando a los dos guerrilleros cubanos que estaban muertos a su lado. -Estos muchachos podían tener en Cuba todo lo que quisieran y, sin embargo, dejaron todas las comodidades para venir a luchar acá. Selich lo escuchó, pero estaba claro que no lo entendía. De todos modos, no dejó de llamar la atención la entereza moral de aquel Guevara derrotado y herido, tratando de dar explicaciones políticas sobre su decisión y eludiendo con dignidad todas las preguntas que pudieran comprometer a sus compañeros y al régimen cubano.
El Che Guevara pasó la última noche de su vida en La Higuera. A la mañana temprano llegaron en helicóptero el coronel Joaquín Zenteno Anaya y el agente de la CIA, Félix Rodríguez, cubano y ex combatiente de Bahía de los Cochinos. Los cortocircuitos entre los militares bolivianos y la CIA son interesantes de detallar. Por lo pronto, les molestaba que Rodríguez sacara tantas fotos y copiara documentos del Che. También les fastidió la charla distendida que el agente de la CIA mantenía con el Che.
Según se sabe Rodríguez abogaba para que el Che no fuera ejecutado. Consideraba que era lo menos inteligente que se podía hacer y advertía sobre los riesgos de la leyenda y el mito. Los oficiales bolivianos no pensaban muy diferente, pero lo que inclinó la balanza a favor de la ejecución fue la orden que llegó de La Paz para cortar por lo sano y matar a todos los guerrilleros prisioneros, incluido el Che.
Justamente fue Rodríguez quien le informó a Guevara la decisión. ¿Cómo recibió el Che la noticia? “Mejor así…no debí permitir que me tomaran con vida”, dijo. El propio Rodríguez ponderó el coraje y la hombría de su enemigo. “En esos pocos instantes aprendí a respetarlo -escribe- colocado ante la decisión más importante de su vida, reaccionó como un hombre”.
Hay una foto que registra el momento en que el Che y Rodríguez están juntos. Según el agente de la CIA, se abrazaron y se despidieron como amigos. ¿Es posible? Puede serlo. En situaciones límite todo esto es posible. Sobre todo porque Rodríguez era la única persona con la que el Che podía mantener una charla más o menos interesante.
Antes de ser ejecutado el Che envióa saludos para Fidel Castro y le recordó que pronto vería una revolución triunfante. El segundo mensaje fue para su mujer, Adelaida March: “Dígale a mi esposa que vuelva a casarse y trate de ser feliz”. El primer deseo no se cumplió plenamente; el segundo pertenece a la intimidad de Adelaida, que efectivamente volvió a casarse
La última persona que conversó con el Che fue la maestra de la escuela de La Higuera. Era una mujer joven que se llamaba Julia Cortez. Es interesante ese breve encuentro. Poco se sabe de esa maestra, pero se han escrito algunos bellos poemas a ese momento y, por supuesto, muchas mujeres habrían dado lo que no tenían por haber sido esa anónima maestra.
Guevara le dijo a Julia Cortez que era una vergüenza que ese local oscuro, mal iluminado y poco higiénico fuera una escuela. La maestra lo escuchó y no dijo una palabra. Después el Che señaló el pizarrón. Allí había una frase escrita: “Yo se leer”. El Che estaba a punto de morir, sabía que lo iban a ejecutar, y su cuerpo está agobiado por los rigores del asma. Sin embargo, miró a la maestra, sonrió y le dijo. “Hay un error de ortografía”. Todo un tratado acerca de la relación entre el hombre de acción y el intelectual, entre el guerrillero y el escritor puede deducirse de esa anécdota.
La hora oficial de su muerte fue las 13,30. El verdugo fue el sargento Mario Terán, un personaje insignificante a quien su víctima le dio notoriedad histórica. Guevara tuvo palabras de desprecio para su verdugo, que cumplía órdenes del presidente de Bolivia, René Barrientos, y de su Estado Mayor. Conviene insistir al respecto: las autoridades bolivianas fueron las que decidieron que Guevara fuera ejecutado y su cadáver enterrado en una fosa anónima.
A esa altura de los acontecimientos el mito ya estaba desparramado por el mundo. No hubo manera de impedirlo. Cuanto más misterio había alrededor de su muerte más crecía la leyenda. No es verdad que el mito recién cobró fuerza cuando se conoció la célebre foto de Alberto Korda. Por el contrario, la foto adquierió notoriedad y se vendió en Italia como pan caliente porque perfeccionaba al mito que ya estaba instalado.
Después de la toma del poder en Cuba, Ernesto Guevara se transforma en uno de los políticos más importantes de la revolución. Se supone que después de Fidel Castro y de Camilo Cienfuegos, él es el hombre más reconocido. No es poco mérito para el “eterno extranjero”. Guevara no tiene las condiciones de liderazgo de Fidel ni la simpatía y la popularidad de Camilo, pero se destaca por su capacidad de trabajo, su inteligencia y, fundamentalmente sus condiciones de jefe político revolucionario.
Su primera tarea en el poder es la de director de la prisión de La Cabaña. Los fusilamientos de policías, torturadores y colaboradores de Batista que se producen en ese año llevan su marca. Fueron ejecuciones sumarias en la mayoría de los casos. Hubo algunos simulacros de juicio, pero ningún preso del mundo hubiera elegido ese jurado para ser juzgado.
La maquinaria de matar en esos días funcionó a pleno. Se supone que los que morían eran personajes despreciables. El sacerdote simpatizante de la revolución que presenció esas muertes no pensaba lo mismo y así lo escribió años después ¿Eran indispensables los fusilamientos? Para la lógica revolucionaria lo eran. Podría haber habido otras alternativas, se podría haber instrumentado otros medios, pero no lo hicieron.
La revolución estaba ávida de sangre. Ese fue su defecto, dijeron unos; esa fue su virtud, dijeron otros. Veinticinco años después los sandinistas tomaron el poder en Nicaragua y resolvieron no aplicar la pena de muerte a los colaboradores de Somoza. Fue una decisión propagandística que le permitió a los sandinistas presentarse ante el mundo sin manchas de sangre en las manos.
Se dice que los paredones en Cuba fueron la prueba de que la revolución era en serio. Desde entonces revolución y fusilamientos se asociaron para siempre. Había razones históricas que lo explicaban. Desde la revolución francesa en adelante, el terror fue la respuesta de los revolucionarios. ¿Es posible una revolución sin ese componente? Daría la impresión que no. Por lo menos no se conoce una revolución sin el terror revolucionario.
Esto puede estar bien o mal, pero es así. La revolución cubana no fue la excepción y el Che Guevara fue el instrumento, o uno de los instrumentos, que hizo efectiva esa tarea, aquello que se considera el trabajo sucio de la revolución. Lo extraño es que el artífice de esa faena sea al mismo tiempo el símbolo de la rebeldía y el humanismo revolucionario.
La otra pregunta a hacerse entonces, es si las revoluciones son necesarias o deseables. No es fácil responder a este interrogante, pero en principio, y a juzgar por el itinerario que han tomado las revoluciones en el siglo veinte, estaría tentado de responder que puede que sean inevitables pero no me atrevería a decir que sean deseables. El balance histórico es impiadoso. Todas las revoluciones, todas sin excepción, incumplieron sus promesas y en más de un caso las traicionaron.
Susan Griffin lo dice en su poema: “Revolución, maldita seas, tengo mil cargos que hacerte…Haces promesas que no has cumplido. Te has regocijado más en la calumnia que en comprender. Has exigido tiempo y sangre sin reservas, pero si algo has otorgado lo has mantenido en secreto. Has convertido amigos en enemigos, padres en extraños y niños en timoratos…”.
Los críticos de Guevara han hablado de su predisposición a matar. Sin duda que fue un hombre dispuesto a morir por sus ideas, pero también dispuesto a matar por ellas. Dispuesto a matar no sólo a enemigos, sino también a traidores y vacilantes. Algo de cierto puede haber en esa imputación. Se supone, de todos modos, que quien decide sumarse a la lucha armada debe estar decidido a matar. Para la moral del combatiente, la muerte del enemigo es un deber y un revolucionario que merezca ese nombre nunca puede permitirse la debilidad de que le tiemble el pulso.
Esa verdad revolucionaria es muy fácil proclamarla en voz alta, jactarse de ella en asambleas universitarias, asustar burgueses prometiéndoles el paredón, pero hay que hacerse cargo de sus consecuencias. Matar nunca es gratuito. Y matar por razones políticas mucho menos. Sin embargo, una de las frases preferidas del Che en la guerrilla era: “Ante la duda, mátalo”.
Decía que el costo que se paga por adherir a esa lógica es alto. Sobre todo porque entra en contradicción con los objetivos humanistas que dice poseer toda revolución. Tal vez la contradicción más flagrante del Che Guevara se produce cuando declara que todo revolucionario debe estar guiado por sentimientos de amor, pero luego, en en el mensaje a la Tricontinental, reivindica el odio como factor de lucha, “el odio intransigente al enemigo que impulsa más allá de las limitaciones del ser humano y lo convierte en una efectiva, violenta, selectiva y fría máquina de matar”.
Se dirá que se odia al enemigo y se ama al pueblo. No es tan fácil ni sencillo. No es tan fácil convertir a un hombre en una máquina de matar y luego transformar a ese hombre en un exponente del amor a la humanidad. A ese dilema intentó resolverlo Bertold Brecht con un poema: “…Y sabemos que el odio a la bajeza también desfigura el rostro. La ira ante la injusticia también enronquece la voz. ¡Ay! Nosotros que quisimos preparar el terreno para la amabilidad no pudimos ser amables. Pero ustedes, cuando llegue ese momento en que el hombre sea una ayuda para el hombre, piensen en nosotros con indulgencia”.
En la historia todo puede entenderse, incluso el crimen, incluso la injusticia. Pero también todo puede criticarse y ponerse en tela de juicio. Incluso el Che. Esa tarea no la desplazan los tatuajes, los posters y la publicidad. Tampoco los recursos sentimentales al estilo: “Dio la vida por sus ideales”. Todas estas consideraciones pueden y deben tenerse en cuenta, pero no son las únicas y, a la hora de la crítica, me atrevería a decir que ni siquiera son las más importantes.
Entre 1959 y 1965 el Che cumplió importantes tareas de gobierno. Fue algo así como un ministro de Relaciones Exteriores en Punta del Este, Nueva York, las capitales de los países del tercer mundo, Moscú y Pekín. Su boina guerrillera, su traje verde olivo, su sonrisa insolente y su desparpajo fueron una excelente propaganda para la revolución, sobre todo para intelectuales y jóvenes deseosos de vivir emociones fuertes.
En muchos casos su desempeño fue eficaz, pero en otros sus declaraciones le crearon serios inconvenientes a la revolución cubana. Su actitud en la crisis del Caribe fue incendiaria. El Che imaginaba un escenario mundial con un desenlace dantesco. El propio Fidel le tuvo que recordar los imperativos del realismo y los límites de Cuba en un juego mucho más amplio y delicado que el que ellos podían abarcar.
Su célebre discurso en Argelia, criticando a la URSS, pudo haber sido valiente y haber contado con el apoyo de troskistas y maoístas, pero a Fidel le generó más inconvenientes que beneficios, sobre todo porque ya se sabía que sin la asistencia de la URSS la revolución cubana no tenía destino.
Como ministro de Industria y presidente del Banco, su desempeño fue más bien mediocre. A su favor debería decirse que se hizo cargo de la tarea más difícil de la revolución, la tarea que hasta el día de hoy el régimen de Fidel no ha sabido resolver. El Che no logró desarrollar a Cuba ni sacarla del monocultivo, pero cincuenta años después tampoco lo lograron sus sucesores, y daría la impresión de que a ese objetivo ni siquiera Mandrake el Mago puede hacerlo posible.
De todos modos, convengamos que la conducción económica de un país no se la pueden dar a un improvisado. Sin duda que puso voluntad e inteligencia, pero por desgracia estos objetivos no se logran con voluntarismo. Más realista parece que fue el padre del Che, quien al enterarse de que su hijo estaba a cargo del timón de la economía cubana se llevó la mano a la cabeza y dijo: “¿Cómo se les ocurre poner a un Guevara en ese puesto, si nosotros indefectiblemente nos fundimos cada vez que emprendemos una actividad económica?”.
El Che no fundió a Cuba, pero la dejó tecleando. La alternativa del “hombre nuevo” para resolver los dilemas de la teoría del valor y la mercancía dieron resultados propagandísticos, pero no económicos. Agotadas las variantes técnicas, no se le ocurrió nada mejor que imponer el trabajo voluntario que, justo es decirlo, él fue el primero en practicar. También en este punto las contradicciones eran insalvables. La revolución se hacía en contra de la explotación de los patrones y sus sueldos miserables, pero acto seguido el Estado revolucionario obligaba a los obreros a trabajar y gratis, algo que ni el burgués más codicioso se animaría a plantearle a sus trabajadores.
El Che murió convencido de que la experiencia cubana podía reeditarse en cualquier país de América latina. No desconocía la variedad de situaciones políticas, pero estaba convencido de que la subjetividad revolucionaria era la que decidía. Hace unos cuantos años José Aricó me comentó de su reunión con Guevara en La Habana. La idea era iniciar un foco guerrillero en la Argentina y se intercambiaban puntos de vista acerca de sus posibilidades reales.
La opinión de Aricó, años después, era muy crítica de esa estrategia que suponía que el foco guerrillero creaba las condiciones revolucionarias casi con independencia de los hechos objetivos. Según Aricó el Che y sus colaboradores, más que leninistas eran caballeros cristianos decididos a martirizarse por la causa. Los obstáculos objetivos, los datos impiadosos de la realidad, para ellos eran desafíos, estímulos para seguir haciendo lo mismo. La decisión de dar la vida por la revolución era algo más que una decisión, era un destino. No eran religiosos, pero estaban convencidos de que la muerte redimía.
Ciro Bustos cuenta que la primera vez que se reunieron con él, les dijo: “Ustedes aceptaron unirse a la guerrilla y ahora tenemos que preparar todo, pero a partir de este momento consideren que están muertos. Aquí la única certeza es la muerte; tal vez alguno sobreviva, pero consideren que a partir de este momento viven de prestado”. ¿Palabras de ocasión? Para nada. Ideología, visión del mundo: las inclemencias de la guerrilla purifica al revolucionario y la muerte lo santifica.
Entre 1961 y 1965 desde Cuba se estimuló a los más diversos grupos guerrilleros. En El Salvador, Nicaragua, Perú, Venezuela y la Argentina se constituyeron grupos armados que se propusieron tomar el poder. Poco importaba que los gobiernos de esos países fueran democráticos o dictatoriales. A los guerrilleros, semejantes minucias no les importaban demasiado. En algunos casos podía llegar a generar alguna disquisición teórica, pero ello no afectaba la estrategia o la táctica.
Cuando un guerrillero guatemalteco -el célebre Patojo- le preguntó qué consejo le podía dar para actuar en su país, el Che le respondió: movimiento constante, cautela constante y vigilancia constante. Ninguna consideración política, ninguna referencia a la estructura social o al modo dominante de acumulación capitalista, ninguna referencia intelectual a Marx o el marxismo.
Si para los anarquistas primitivos la educación de un revolucionario la otorgaba la bomba, para los guerrilleros sesentistas la pedagogía era la del fusil. El héroe guerrillero sustituía al revolucionario profesional anónimo habituado al trabajo gris y a la organización paciente de las masas. El militante era reemplazado por el aventurero, la paciencia del marxista era sustituida por la impaciencia del guerrillero (perder la paciencia y volver a encontrarla en la puntería, camarada).
El libro de cabecera del Che fue el texto de Regis Debray, “Revolución en la revolución”. Se trata de un libro que reivindica a la guerrilla como el camino para la toma del poder. Debray teoriza sobre la contradicción ciudad-campo y acerca de la capacidad del “foco” para acelerar las condiciones subjetivas de la revolución. Con estos argumentos más o menos refinados, los guerrilleros encontraron el salvoconducto para hacer lo que su pasión o su locura les aconsejaba.
Fue lo que hicieron Ricardo Masetti y sus seguidores en la Argentina. La actividad armada en el norte del país la iniciaron unas semanas antes de que Illia ganara las elecciones. La victoria del político radical les provocó algunas dudas acerca de la oportunidad de iniciar la lucha armada, pero después le encontraron la vuelta “política” para seguir firmes en sus trece. Lo que hicieron fue enviarle una carta a Illia titulada, “Carta de los rebeldes” en la que anunciaban que continuarían luchando en la montaña. La carta concluye con la consigna “Revolución o muerte”.
Con ese recurso epistolar, Masetti supuso que el trámite leguleyo estaba cumplido y que la guerrilla podía seguir funcionando. En definitiva, todo podía cambiarse, incluso las consignas o la táctica, pero la que se mantenía intacta era la voluntad militar. Según ellos, tomar las armas era un objetivo estratégico llevado adelante por la vanguardia.
¿Quién legitimaba a esa vanguardia? Ellos mismos. Como la vanguardia era la expresión del nivel más alto de conciencia de un revolucionario -es decir, tomar las armas-, poco importaba que al principio fueran pocos. Esos detalles se irían resolviendo a lo largo de la guerra revolucionaria, guerra revolucionaria que ellos declaraban y cuyo inicio podía consistir en un petardo tirado contra el local de una empresa extranjera o juntar un puñado de combatientes e irse al monte.
La guerrilla de Masetti (llamado Comandante Segundo, porque el Comandante Primero era el Che) no sólo fracasó en toda la línea; además, fue perversa y criminal. No fueron capaces de ganar para la causa a un solo campesino pero fueron capaces de asesinar a sus propios compañeros.
Masetti se reveló en el monte como un paranoico cuyos delirios criminales se volcaron contra sus propios compañeros. Miguel, en Argelia; Adolfo Roblet y Bernardo Groswald fueron fusilados por el Comandante Segundo. Enrique Lerner se salvó entre los indios. Las ejecuciones no fueron inocentes: en todos los casos las víctimas fueron judíos. Extraviado en las neblinas de su locura, Masetti pareció recuperar las fobias de los años en que militaba en la organización antisemita llamada Alianza Libertadora Nacionalista.
Para fines de 1964 el Che se hizo cargo de que había llegado la hora de encabezar los movimientos guerrilleros. El marco político que justificaba esa decisión giraba alrededor del proyecto de promover otras revoluciones en América latina que rompiera el aislamiento cubano. Para el Che, Cuba no sólo estaba sola, sino que, además, su dependencia de la URSS era cada vez más evidente y asfixiante. La idea de promover revoluciones en América latina se entroncaba con la otra estrategia internacionalista de darle la batalla al imperialismo yanqui en un escenario más amplio. El ejemplo de Vietnam debía extenderse a todo el mundo. “Crear dos o tres Vietnam es la consigna”, decía.
Nunca se sabrá hasta donde Fidel Castro creyó en esa estrategia. Tampoco se puede saber si en realidad lo que Fidel hizo con el Che fue sacárselo de encima. Es verdad que había diferencias y que después de las declaraciones del Che en Argel contra la URSS, hubo una reunión secreta en La Habana donde lo único que se sabe es que los dos tenían cara de pocos amigos, pero no es menos cierto que entre ellos había afecto y respeto político.
Lo objetivo es que el Che marchó hacia África con la idea de apoyar a los grupos guerrilleros que luchaban en el Congo. La presencia de los cubanos en ese lugar fue un completo fracaso. A esto no lo dicen los críticos del Che, lo dice él mismo en su diario. Todo el proceso estuvo signado por la desilusión y el desencanto. Los jefes guerrilleros africanos se paseaban en Mercedes Benz por las poblaciones, organizaban fiestas con prostitutas, los soldados se emborrachaban y practicaban el canibalismo. Demasiada promiscuidad para un Guevara Lynch de la Serna que teorizaba sobre “el hombre nuevo”.
Mientras organizaba la retirada de sus soldados en un clima que él mismo califica de perplejidad y tristeza, debe haber recordado cuando Nasser le disparó la humorada de calificarlo como Tarzán: “Usted se cree el hombre blanco que va a liderar a los negros analfabetos y brutos”, le dijo el líder egipcio con descarnado realismo.
El chiste era algo exagerado, pero como todo chiste tenía mucho de verdad. El Che se creía Tarzán, pero a la hora de evacuar a sus hombres tuvo que admitir que todo aquello “era un espectáculo doloroso, plañidero y sin gloria: debía rechazar a los hombres que pedían con acento suplicante que los llevara: no hubo un solo rasgo de grandeza en esa retirada, no hubo un gesto de rebeldía”. Descarnada y amarga confesión de un hombre que en su momento decidió tomar las armas en nombre de la grandeza y la rebeldía.
Después vino lo de Bolivia con los resultados conocidos. En todas las circunstancias la fe en la causa y la decisión de dar la vida por esa certeza, reemplazó a la evaluación política. Es verdad que al Che no se lo puede desprender del clima de la época, pero también es cierto que ya entonces desde diferentes expresiones del marxismo se advertía contra este culto a las armas y la muerte heroica.
Hoy el mito y su versión consumista devoró toda posibilidad de reflexión política o la redujo al exclusivo ámbito académico. De todos modos, no dejaría de ser interesante saber qué piensa, por ejemplo, un tipo como Maradona cuando decide hacer ese tatuaje en su cuerpo.