Mariano Moreno y el Decreto de Supresión de Honores

El 8 de diciembre de 1810, Mariano Moreno, secretario de la Primera Junta, publicó en el diario La Gaceta el denominado “Decreto de Supresión de Honores”, una resolución que consta de un largo encabezamiento y 16 artículos. Básicamente, el decreto establece que los funcionarios de la Junta deben tener un trato igualitario respecto de los ciudadanos. Se suprimen privilegios, escoltas, boatos, la mayoría de ellos heredados de los tiempos del virreinato.

Los artículos 8 y 9 son particularmente claros y severos: “Se prohíbe todo brindis, viva o aclamación pública en favor de individuos particulares de la Junta; si éstos son justos vivirán en el corazón de sus ciudadanos; ellos no aprecian bocas que han sido profanadas con elogios a los tiranos”. En el inciso siguiente, se aclara que toda persona que cometa estos delitos será desterrada por seis años. Más adelante, el legislador la emprende contra las esposas de los funcionarios, las cuales no recibirán ningún honor especial. Para las fiestas, ceremonias y reuniones públicas los hombres de la Junta no dispondrán de palco especial y deberán pagar las entradas pagar como cualquier hijo de vecino. Por último, el famoso decreto anuncia que “queda concluido todo ceremonial de la iglesia con las autoridades civiles; éstas no concurren al templo a recibir inciensos sino a tributar al Ser Supremo…”.

El decreto cayó como una bomba. Hasta el día de la fecha llama la atención su contenido austero y democrático, su perfil igualitario y su lenguaje republicano. En 1810, en una sociedad cuya cultura colonial y monárquica seguía siendo fuerte, emplear en reiteradas ocasiones la palabra “ciudadanos” -cuando pocos meses antes se hablaba de súbditos- y enfatizar los valores de la igualdad -cuando lo dominante eran las jerarquías- constituía una verdadera ruptura con el anciene regime, más allá de que la resolución todavía se redactara invocando en el encabezamiento el nombre de Fernando VII.

Justamente, lo que distinguía a Moreno de los sectores conservadores de la Primera Junta, es que no estaba dispuesto a creer en el simulacro de la “máscara fernandina”. Jacobino, terrorista o lo que fuera, lo que tenía claro era que la revolución había llegado al Río de la Plata para quedarse. Por lo tanto, había que prepararse para afrontar sus desafíos. La planificación debía ser política, cultural y militar. En un tiempo de confusión, de incertidumbres inevitables, Moreno sabía mejor que nadie cuáles eran las tareas de la revolución y actuaba en consecuencia.

Esas tareas incluían en primer lugar la necesidad de construir un poder acorde con los objetivos trazados. Sus escritos en La Gaceta, su correspondencia, sus decisiones, apuntaban todas en la misma dirección: al poder colonial había que sustituirlo por un poder revolucionario. Para ello, hacían falta, ideas, decisiones y plata. Moreno trataba de responder satisfactoriamente a todas esas exigencias. Su audacia, su atrevimiento respondían justamente al hecho de que era consciente de las tareas de la hora.

Conviene detenerse en algunas consideraciones que están presentes en el Decreto de Supresión de Honores. Más allá de la retórica igualitaria -que para ese tiempo era importante y necesaria- lo que interesa a la hora de la reflexión es que Moreno estaba definiendo un tipo de relación entre el gobierno y la sociedad, un dilema que hasta el día de la fecha no se ha resuelto. En el texto, el secretario de la Junta advierte sobre los dos peligros que amenazaban a una clase dirigente democrática de una nación que pretendía ser libre: distanciarse de la gente y admitir la obsecuencia, la adulación y la alcahuetería.

En la famosa cena del 5 de diciembre de 1810, el capitán Atanasio Duarte brindó por Saavedra y lo proclamó emperador de América. Ese acto de servilismo con el poder lamentablemente no concluiría con Duarte. Hasta el día de la fecha -y no hace falta dar nombres o poner ejemplos- se adula al poder, los dirigentes se jactan de su condición de leales, obsecuentes, verticales y alcahuetes, entre otras lindezas verbales por el estilo, porque existe un poder que las alienta ¿Se entiende por qué el Decreto de Supresión de Honores es, desde el punto de vista de la teoría política, un interesante antecedente para pensar en el ejercicio del poder en las sociedades democráticas, incluso en las del siglo XXI?

La decisión de Moreno no fue improvisada o el producto de un enojo circunstancial porque no lo dejaron entrar a una fiesta. En realidad, desde que se hizo cargo de la Secretaría de la Junta, su actividad fue de una impecable coherencia. Asombra la energía desplegada por este hombre que en seis meses -desde mayo a diciembre de 1810- se ganó un lugar en la historia como la expresión más radicalizada y, al mismo tiempo, más lúcida de una revolución que, como dice Halperín Donghi, todavía no osaba decir su nombre.

Decía que el decreto salió publicado en el diario La Gaceta, el periódico fundado por Moreno en junio de ese año para definir desde el punto de vista teórico los objetivos de la revolución. La Gaceta no sólo informaba sobre los logros revolucionarios y determinaba lo que estaba permitido y lo que estaba prohibido, sino que además se proponía fundar un nuevo lenguaje político y una nueva legitimidad.

Curiosamente, el decreto en cuestión fue aprobado por unanimidad. El primero que lo firmó fue el propio Cornelio Saavedra, un gesto demostrativo de que aquel caballero, acusado de pusilánime y conservador, era capaz de maniobrar con inteligencia y transformar un acto en su contra en una ventaja hacia el futuro. Paradojas de la política: la victoria política de Moreno del 8 de diciembre no impediría que diez días más tarde perdiera el poder.

¿Cómo fue posible? La firma de Saavedra al controvertido decreto no fue gratis. Consciente de que no tenía recursos para oponerse a una resolución que de manera bastante directa atacaba su poder, dejó pasar el agravio y, acto seguido, propuso que se incorporaran a la Primera Junta los diputados del interior. Fue la impecable maniobra de un maestro de esgrima. La Primera Junta pasaba a ser Junta Grande y, en ese espacio, Moreno no tenía nada que hacer. Entendió que había perdido la batalla y presentó la renuncia. Su derrota fue la derrota de los morenistas, pero la ola revolucionaria no perdería energía. Por el contrario, habría de continuar más allá de la derecha y la izquierda, más allá de las intrigas de Saavedra y las audacias de Moreno.

Curiosamente, el mes de diciembre se inició con una ofensiva del morenismo tendiente a radicalizar la revolución y concluyó con su renuncia, su destino diplomático a Londres y su muerte en alta mar, su sospechosa muerte en alta mar, en los primeros días de marzo de 1811. Por su parte, Saavedra no podrá disfrutar demasiado tiempo de su victoria. Seis meses más tarde sería liquidado por otra intriga y conocerá el sabor amargo del destierro y el ostracismo políticos.

La revolución apenas cumplía un año y ya se había devorado a sus principales hijos. En los años siguientes, seguirá saciando su apetito con Castelli, Vieytes, French y Larrea, entre otros. Precisamente, uno de los rasgos distintivos de los tiempos revolucionarios es la aceleración de los tiempos políticos. A principios de diciembre de 1810, el escenario era uno; dos meses después era otro radicalmente diferente. La siesta colonial había concluido para siempre. La ola revolucionaria barría con todo, con leales y traidores, con conservadores y radicalizados. A unos y a otros, la revolución no les dejaba otra alternativa que huir hacia adelante.

El 2 de diciembre de 1810, un jinete llegó a Buenos Aires anunciando que el pasado 7 de noviembre las tropas patriotas habían derrotado a los godos en Suipacha. Era la primera victoria de las armas criollas y un estímulo a las tropas, algo desmoralizadas después del revés de Cotagaita. Suipacha significaba que todo el Alto Perú quedaba en manos de los patriotas. Siete meses después, en junio de 1811, en Huaqui, se perdería lo que se había ganado. Las vacilaciones de los jefes políticos explican esta derrota. Más de un historiador asegura que, si Moreno hubiera estado en el poder, Huaqui no habría sucedido. La afirmación, por supuesto, es imposible de probar.

El mes de diciembre de 1810 se inicia con los mejores auspicios, sobre todo cuando hasta los más timoratos aceptaban que el destino de la revolución se jugaba en el campo militar. El 3 de diciembre, Moreno redacta una circular en la que prohíbe expresamente que los españoles residentes en el Río de la Plata ocupen cargos públicos. La Junta aceptada la resolución, pero Saavedra y sus seguidores no están conformes. Los moderados entienden que no es oportuno provocar rupturas irreparables.

Desde el 25 de mayo —o tal vez desde el 1º de enero de 1809— Moreno y Saavedra mantienen diferencias políticas que se irán profundizando con el paso del tiempo. Son diferencias temperamentales, pero, sobre todo, políticas e ideológicas. Moreno expresa a los sectores radicalizados de la revolución, a los grupos que creen que el 25 de mayo marca un antes y un después en la historia y que es necesario fortalecer el poder, prepararse para declarar la independencia y derrotar por las armas las resistencias de los godos.

Moreno no está solo. Lo acompañan Castelli, French, Beruti; el propio Belgrano es uno de sus aliados más firmes. Toma decisiones audaces que desconciertan a sus adversarios. Además, se ha revelado como un excelente maniobrero político, un hombre capaz de ganar aliados impensables. El secreto que explica su genio, además de su inteligencia, es la conciencia clara sobre cuáles son las tareas de la revolución y cómo se construye el poder en circunstancias excepcionales. Ése es su talento y es también su límite.

En agosto de 1810, fue Moreno quien con más energía promovió el fusilamiento de Liniers. La decisión comprometió a toda la Junta, incluido a Saavedra, que en su fuero íntimo se oponía, pero, cuando las relaciones de fuerza le eran desfavorables, se dejaba llevar por la corriente. La ejecución de Liniers no debe ser evaluada desde el humanismo, sobre todo en un tiempo revolucionario en el que el destino de la patria se jugaba con las armas en la mano.

En esos días el virrey de Perú, José Fernando de Abascal, había dicho: “Así como hice desaparecer por las armas las rebeliones de Quito y la Paz, lo mismo haré con la de Buenos Aires”. Los tiempos no eran precisamente piadosos, y la revolución no podía serlo.

La resolución del 3 de diciembre, que prohíbe a los españoles acceder a cargos públicos, es muy resistida por los conservadores de la Junta. Esa decisión afecta intereses sociales y económicos, y en ese terreno, la distinción entre criollos ricos y españoles no es tan clara porque los lazos de intereses y de familia entre unos y otros están muy extendidos y son muy sólidos. Tampoco se ignora que la prohibición de acceder a cargos públicos es el primer paso para medidas ulteriores, entre las que se incluyen los tributos extraordinarios para financiar las tareas de la revolución.

Para conservadores y realistas, el promotor de todas estas discordias es Moreno. Así lo dice el comandante español Salazar desde Montevideo: “Todos los miembros de la Junta son perversos, pero Moreno y Castelli son perversísimos”. El mismo militar lo había calificado en anteriores declaraciones como el primer terrorista de Buenos Aires. Salazar no necesitaba probar que Moreno había sido el autor del misterioso Plan de Operaciones. Desde su perspectiva y sus intereses, tenía claro quién era el enemigo, entre otras cosas porque Moreno, era el que promovía con más lucidez la recuperación del Alto Perú, dado que allí se encontraban los recursos para financiar las tareas revolucionarias que se avecinaban.

Por su lado, Saavedra tampoco se priva de decir lo que piensa. En carta a Chiclana, califica a Moreno como de “alma intrigante y demonio del infierno”. Su obsesión contra Moreno continuaría después de su muerte.

Y llegamos a la célebre noche del 5 de diciembre. En el Regimiento de Patricios se celebra la victoria de Suipacha con una cena en la que abundarán la buena comida y las efusiones alcohólicas. La anécdota cuenta que esa calurosa y despejada noche de diciembre Moreno se había quedado trabajando en el Fuerte y, cerca de la medianoche, decide ir a la fiesta. Se dice que no estaba vestido de gala y que el centinela no lo reconoció y, por lo tanto, no lo dejó pasar. Según algunos historiadores, Moreno no hizo nada para identificarse y se sospecha que, en realidad, fue allí para promover que ocurriera lo que exactamente ocurrió.

Moreno regresa al Fuerte hecho una furia y redacta el famoso Decreto de Supresión de Honores. Para colmo de males, al otro día se entera de que en la fiesta el capitán Atanasio Duarte —según otro historiador, el primer borracho célebre de nuestra historia patria— ha brindado en homenaje a Saavedra y lo ha calificado de emperador de América. Acompaña el gesto con la entrega de una corona a la esposa del presidente de la Junta.

Los historiadores difieren acerca del significado del brindis. Para algunos, es una muestra clara de obsecuencia, servilismo y alcahuetería política; para otros, es un gesto revolucionario que lo enaltece. ¿Por qué? Porque al calificar a Saavedra de emperador de América estaba deponiendo de ese lugar a Fernando VII. No olvidemos que, para esa fecha, y hasta 1816, la legalidad de la revolución se sostiene sobre el principio de resguardar la soberanía de Fernando VII. Si Saavedra es el “emperador de América”, el rey español desaparece y, de hecho, la independencia está asegurada.

De Duarte se dice que después fue desterrado a San Isidro, donde se destacó por su afición al alcohol y sus riñas contra quienes se negaban a aceptar la nueva y gloriosa Nación. Cuando aquella famosa noche del 5 de diciembre estalló el escándalo, Saavedra sacrificó a su adulador a las conveniencias de la política. Moreno en su decreto sostenía que Duarte merecería el cadalso, pero, atendiendo a su estado de ebriedad, se promoverá el destierro, “porque ningún hombre, ni ebrio ni dormido”, puede atentar contra los principios de la revolución.

Saavedra se tragó el sapo, lo entregó a Duarte y con su puño y letra firmó el Decreto de Supresión de Honores escrito por su enemigo interno. No concluyó allí la partida. Una semana después, Saavedra movería las piezas de tal manera que a Moreno no le quedaría otra alternativa que renunciar. El Decreto de Supresión de Honores fue su última iniciativa, su última victoria política; después, lo habría de esperar la curiosa designación diplomática en Londres y la sospechosa muerte en alta mar. Pero eso ya es otra historia.

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