No se olviden de Cabezas

El asesinato de José Luis Cabezas conmovió a todo el mundo. Menos a los asesinos por supuesto. Para 1997 se suponía que en la Argentina esa manera mafiosa de matar era una pesadilla del pasado. En la Argentina menemista se robaba, pero no se mataba. Los ladrones no eran de guante blanco, pero pretendían serlo. Y algún caballero o alguna dama de linaje los acompañaba en sus faenas. Eran corruptos, cuenteros, cholulos pero no asesinos. Eso era lo que se creía.

Los asesinos mataron al fotógrafo de una de las revistas más conocidas de la Argentina. Lo hicieron con desparpajo y exhibicionismo. No se privaron de nada. Fueron brutales porque pretendían, además de dar una lección, sentar un precedente. No se trataba de un ajuste de cuentas entre bandas o de un crimen privado. Se trataba de un asesinato político cometido desde algunas zonas del poder. Eso era lo más grave, lo más siniestro: el carácter político del crimen.

Eso fue lo que se sospechó o se supo de entrada. Recuerdo que en mi programa de radio de los domingos dije que a Cabezas no lo había matado un marido celoso o un acreedor, sino el poder, ese poder que tanto le gustaba ejercer a la bonaerense o del que tanto se ufanaba Yabrán, el banquero del menemismo y el corruptor de un amplio abanico de la dirigencia política.

A favor de la sociedad argentina hay que decir que el repudio fue unánime. Como las sociedades no son abstracciones, importa señalar que la condena provino de todas la instituciones. En ese punto los asesinos se equivocaron o calcularon mal. Como en las clásicas novelas policiales el crimen perfecto sólo funciona en los papeles, en la vida siempre un error de cálculo hecha todo a perder.

Es muy probable que los llamados autores intelectuales hayan creído que el crimen podría, en el peor de los casos, generar alguna condena, pero no más allá de la previsible. Pensaron que el jaleo duraría una o dos semanas como máximo. Se equivocaron y feo. Durante un año el “caso Cabezas” ocupó la primera plana de los diarios. La noticia no duró una semana. Duró un año. Y se transformó e uno de los paradigmas de la democracia contra el crimen. Contra el crimen político, se entiende. José Luis Cabezas y María Soledad Morales fueron las dos grandes batallas que la democracia ganó en la década del noventa contra la impunidad de los poderosos.

En algún momento se observó que los asesinos se equivocaron en matar a un fotógrafo porque se metieron contra la prensa que, según se dice, es poderosa, muy poderosa. Algo de verdad hay en esa afirmación, pero sólo algo. María Soledad Morales no era periodista y sin embargo el escándalo fue grande. Cabezas y María Soledad tuvieron tres cosas en común: fueron asesinados en tiempos del menemismo, el crimen material comprometió a cierta zona oscura del peronismo (Luque era de la Juventud Peronista de Catamarca y “Los horneros”, mano de obra disponible del peronismo de La Plata) y ambos fueron asesinados por maquinarias del poder. Ese modo de matar, esa conexión siniestra entre el poder y la víctima fue lo que sublevó a la sociedad. Después vinieron las especulaciones políticas, las maniobras, el afán de querer ganar prestigio con los muertos, pero eso vino después. Previo a ello estuvo la condena social y eso merece destacarse porque sin esa condena la impunidad hubiera sido absoluta. ¿O acaso es una exageración decir que si la muerte de Cabezas quedaba impune otras maquinarias de poder se hubieran sentido estimuladas a matar?

De todos modos, es verdad que los asesinos se equivocaron con Cabezas. Se metieron con un fotógrafo conocido, pero además se metieron con alguien a quien no había ninguna imputación moral o política que hacerle. Apenas se inició la investigación la policía hizo dos cosas: borró todas las señales del delito y pretendió responsabilizar a Cabezas de su muerte. Así como suena: la víctima tiene la culpa. Es lo que hacen habitualmente cuando no quieren dar con el asesino.

La otra alternativa fue la de acusar a algún “perejil”, o a cierta “carne de presidio”, lacras humanas que por unos meses de rebaja o algo parecido son capaces de hacerse cargo de la muerte de Facundo Quiroga. Los “perejiles” en este caso adquirieron el nombre de “Los pepitos”, apodo ganado por Margarita Di Tullio, alias “Pepita la pistolera”, supuesta regente de locales nocturnos y vinculada con personajes menores del hampa.

Di Tullio fue denunciada por un mitómano, Carlos Redruello. La denuncia ganó credibilidad porque dos o tres vecinos del barrio de Andreani dijeron que la noche del viernes vieron en las inmediaciones de la casa a un hombre muy parecido al marido de Margarita Di Tullio.

Durante algunas semanas las investigaciones se extraviaron en los lodazales del rufianismo marplatense, hasta que la policía arribó a la conclusión de que estaba equivocada, que había comprado carne podrida o, como se dice en estos casos, estaba embarrando la cancha y había sido descubierta.

Fue después de admitir que “Los pepitos” no tenían nada que ver con esa muerte, que empezó a adquirir fuerza la hipótesis de Yabrán. El hombre reunía todos los méritos para ser el malo de la película. Todo lo que hasta ese momento lo había favorecido se le puso en contra. Sus silencios, su clandestinidad, sus relaciones viscosas con el poder, sus sistemas privados de seguridad, daban cuenta del personaje adecuado en el lugar adecuado.

Ahora bien: ¿Fue Yabrán el asesino de Cabezas, el que dio la orden de matarlo? Yabrán era un personaje turbio, un empresario con hábitos mafiosos, pero no tenía antecedentes de haber participado en operativos criminales. Yo por lo menos no los conozco. Quienes lo trataron lo describen como un hombre cauteloso, reservado, frío, implacable para cumplir con sus objetivos, pero no como un psicópata o un asesino.

No sabemos cómo se comunicaba Yabrán con sus matones. En general no creo que él haya lidiado con los asesinos. Para eso estaba Gregorio Ríos. Puede que un hombre como Ríos en este caso un hombre acostumbrado a un lenguaje hermético- haya creído que había que matar, cuando en realidad lo que había que dar era un susto. Todo esto es posible, pero en principio no me cierra la hipótesis de Yabrán dando la orden de matar a Cabezas. No porque fuera un humanista, sino porque hay una desmesura evidente entre una foto y un crimen y esa desmesura a un hombre como Yabrán, no se le podía haber escapado.

La otra posibilidad es que haya habido una orden de apriete, de intimidación y en el camino se haya producido una “interferencia”, Esta especulación es la que hace Miguel Bonasso, pero no es el único en hacerla. Se sostiene que el personal de seguridad de Yabrán nunca fue trigo limpio. Mano de obra desocupada de los tiempos de la dictadura militar, delincuentes comunes, servicios de inteligencia, policías cesanteados conectados con otros en actividad y todo ello aceitado con plata, con mucha plata.

En ese contexto, es probable que algún servicio de inteligencia o algún sector de la policía bonaerense haya tomado conocimiento del operativo y hayan interferido. La interferencia pudo haberse producido de diversos modos, pero con el mismo resultado: matar a Cabezas, el mismo que había osado sacarle una foto al jefe de policía. Matar a Cabezas y “tirarle el muerto” a Duhalde, con el cual hacía rato que venían mantenido diferencias. El operativo era redondo: cumplían con su objetivo y la culpa la cargaba alguien del que podían decirse muchas cosas, menos que fuera inocente.

Es en ese punto donde el rol de “la bonaerense” es decisivo y ese es el único punto que no fue investigado. Es más, se hizo lo posible y lo imposible para no investigarlo. Insisto: Yabrán reunía todas las condiciones para ser el malo de la película, entre otras cosas porque, además, lo era. Pero la orden de matar puede haber venido de otro lado y el señor Yabrán, que siempre se creyó muy listo, que disfrutaba cuando su propia hija le decía “papi mafia”, que siempre supuso que no había nadie más vivo que él en el mundo, terminó haciéndose cargo del garrón.

Digamos que en este crimen hubo una historia oficial y otra historia que no fue contada o que apenas llegó a insinuarse. Yabrán reunía las condiciones subjetivas y objetivas para ser el culpable. Atacarlo era atacar a Menem, era poner en evidencia a un personaje corrupto y detestable. Pero todas estas imputaciones no alcanzaban a probar de que efectivamente él fuera el asesino.

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