Albert Camus

El accidente se produjo a las 13.55 del lunes 4 de enero de 1960. Por lo menos el reloj del auto -un Facel Vega Sport último modelo- quedó clavado en esa hora. Se supone que reventó una goma o se rompió la dirección. La ruta estaba despejada, aunque debido a la llovizna el asfalto debe haberse parecido a una pista enjabonada. En el auto viajaban Michel Gallimard con su esposa, su hija y su perro. Albert Camus iba en el asiento delantero, sin cinturón de seguridad, por supuesto.

El escenario de la tragedia, la carretera número cinco, está flanqueado por árboles. El auto se estrelló contra un plátano, dio una vuelta en el aire y golpeó contra otro árbol. Las mujeres que iban atrás salvaron sus vidas; Gallimard quedó herido y falleció cinco días más tarde. Camus murió en el acto. Es posible que ni siquiera se haya enterado de la proximidad de la muerte, aunque los que vieron su rostro dicen que tenía dibujada una expresión de horror. Del perro nunca se supo más nada.

“Morir en voiture est une morte imbecile” (“No conozco nada más idiota que morir en una accidente de automóvil”), había dicho Camus al enterarse de la muerte de Fausto Coppi, el gran ciclista atropellado por un auto en la ruta una semana antes. Si en lugar de la palabra “idiota” hubiera empleado el vocablo “absurdo”, Camus habría definido su muerte de acuerdo con su hipótesis filosófica preferida: “Morir en voiture est une morte absurde”.

Tenía 47 años. Tres años antes le habían entregado el premio Nobel. Sus adversarios lo consideraban un escritor acabado, pero él estaba dispuesto a demostrar que aún no había escrito lo mejor. La muerte frustró ese desafío, la muerte absurda. En su mochila, hundida en el barro, encontraron los manuscritos incompletos de una novela que muchos años después sería publicada por sus hijos: “El último hombre”. Los que revisaron su ropa dicen que hallaron en uno de los bolsillos de su pantalón el boleto del tren de Lourmarin a París. Camus estaba decidido a viajar en tren porque no le gustaban los autos, la velocidad y, mucho menos, los días de lluvia.

Su editor y amigo insistió en viajar en auto. Desde Lourmarin a París hay 755 kilómetros. El viaje estaba planificado para dos días. Salieron el domingo después de doce e hicieron noche en Thoissy. En el hotel Chapon Fin está registrada la última firma de Camus. A media mañana prosiguieron el viaje. Almorzaron en la ciudad de Sens y una hora más tarde se precipitó la tragedia.

André Malraux, ministro de cultura de De Gaulle anunció la noticia a la nación. Todo fue austero y sobrio. A Camus lo enterraron unos días después en Lourmarin. No hubo mucha gente pero estaban los que debían estar: su maestro Jean Grenier y su amigo René Char. ¿Para qué más?

Como suele pasar después de un accidente, muchos encontraron en su comportamiento previo algunas señales que permitieron afirmar que Camus presintió su fin. La hipótesis es improbable pero tentadora. Su amante, la actriz María Casares, hija de uno de los dirigentes de la república española, recordó que cuando se despidieron en París le dijo: “¿Te imaginas que llegará un día en que estemos separados?”. Sin saber por qué, los dos se pusieron a llorar. Esa noche del cinco de enero ella lo esperaba en París. En su controvertida obra “El malentendido” él le hace decir a Jan: “Nadie se muere así cuando lo esperan”. Otra vez el absurdo saltando desde la ficción a la vida.

A propósito de “El malentendido”, importa saber que se trata de la obra de teatro que se intentó representar en Buenos Aires y fue prohibida por la dictadura peronista después de su primera función. La causa: ataca a la familia y la religión. En 1949 Camus visitó Brasil, la Argentina y Chile. Donde peor le fue, a pesar de la generosa hospitalidad de Victoria Ocampo, fue en nuestro país. El régimen peronista no sólo prohibió “El malentendido”, también le impidió hablar en público. Mejor dicho: lo dejaban hablar si previamente sometía sus escritos a la censura de un ministro semianalfabeto. Ni en el Brasil de Getulio Vargas ni en el Chile de Ibáñez sufrió tantas afrentas.

Las vueltas de la vida. Con la plata del Premio Nobel, Camus se compró la casa en Lourmarin, una pequeña localidad de no más de 600 almas cercana a Aviñón. En el último año pasó largas temporadas en esa región cuyo paisaje le recordaba al de su Argelia natal. Los vecinos del pueblo lo recuerdan como un hombre amable, accesible, que hacía largas caminatas por el campo y que patrocinaba al equipo de fútbol del pueblo. En efecto, a Camus le gustaba el fútbol. En Argelia, era hincha de Racing y en Buenos Aires se emocionó hasta las lágrimas cuando se enteró de que había un equipo con ese nombre y con una camiseta que, como el Racing de Argelia, era celeste y blanca.

Cuando algún comentarista deportivo quiere otorgarle dignidad intelectual a este deporte recurre a su famosa frase: “Todo cuanto sé sobre la moral y las obligaciones de los hombres se lo debo al fútbol”. Pero hay otra frase de él referida al fútbol que es mucho más interesante o mucho más “existencialista” si se quiere: “En el fútbol, aprendí que la pelota nunca viene hacia uno por donde uno espera que venga”.

De todos modos yo no me relacioné con Camus a través del fútbol sino, de la literatura. El primer texto que llegó a mis manos fue “El extranjero”, en una vieja edición de traducida, si no me equivoco, por Rosa Chacel. “Hoy a muerto mamá. O quizás ayer. No lo sé”. Extraordinario. Después leí los “Carnets”. Si se me permitiera dar consejos le diría a cualquier joven, o no tan joven, que quiera aproximarse a Camus que empiece por los “Carnets”. Son hermosos. Allí está lo mejor de él, lo más personal y lo más bello. ¿Quieren alguna prueba?: “Día atravesado de nubes y de sol. Un frío recamado de amarillo. Debería llevar diariamente un cuaderno sobre el tiempo. Ese hermoso sol transparente de ayer. La bahía palpitante de luz como un labio húmedo. Y trabajé todo el día”. Otro sí digo: “Cielo de tormenta en agosto. Ráfagas abrasadoras. Sin embargo, hacia el este, una franja azul, delicada, transparente. Imposible mirarla; su presencia es una molestia para los ojos y para el alma. Es que la belleza es insoportable…Y aún en medio de esta tristeza, qué deseo siento de amar y qué embriaguez ante el solo espectáculo de una colina en el aire de la tarde”. El último, por si queda alguna duda: “Dulzura del mundo sobre la bahía al atardecer. Hay días en que el mundo miente, hay días en que dice la verdad. Esta tarde dice la verdad, y con qué insistente y triste belleza”.

A Sartre, pero sobre todo a Camus, le debo haber podido escapar de las sórdidas celdas del comunismo. En sus textos estaban expresados con inteligencia, belleza y justicia los argumentos que refutaban la profecía comunista y su lógica perversa. Cuando Camus y Sartre se pelearon en un célebre debate, toda la izquierda se puso al lado de Sartre. Casi sesenta años después queda claro que era Camus el que estaba en lo cierto. Como lo asevera en uno de sus textos: “Me decían que eran necesarias unas muertes para llegar a un mundo donde no se mataría”. A ese principio cínico, Camus lo combatió a lo largo de toda su obra. Lo hizo con rabia, con lucidez y con estilo. El precio a pagar fue la soledad. La izquierda lo demonizó y la derecha nunca le tuvo confianza. “Si la verdad está en la derecha no tengo ningún problema en ir a buscarla allí”, escribió para escándalo de los celadores ideológicos del stalinismo. “Toda forma de desprecio, si interviene en política prepara el fascismo”, dijo, criticando a los tribunales macartistas de los Estados Unidos.

Siempre defendió a las clases populares. Lo hizo con orgullo, entre otras cosas porque él mismo se reconocía en ese lugar. Se jactaba, eso sí, de defender una exclusiva aristocracia: la de la inteligencia y el coraje. A diferencia de los intelectuales franceses que merodeaban por el café Flore, tenía calle, noche y sentido del humor. Camus reía con ganas y le gustaban las mujeres. También los cigarrillos y el buen vino.

La foto que tengo de él, es de Cartier Bresson: el pelo engominado, la sonrisa algo burlona y el infaltable cigarrillo en la boca. Los periodistas decían que se parecía a Humphrey Bogart. Puede ser. Murió joven y en la plenitud de su inteligencia. No soportó las humillaciones de la vejez como Sartre, pero tampoco envejecieron sus ideas. Sus libros soportaron la prueba del tiempo. No sé si de Sartre, con todo el cariño que le tengo, puede decirse lo mismo. Sesenta años después, el encanto de Camus se mantiene intacto. Sigue siendo el escritor moralista y rebelde, apasionado y vital, sombrío y esperanzado. Ni el bronce ni la retórica pudieron derrotarlo. Tampoco lo derrotará Sarkozy.

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