¿Quién mató al padre Carlos Mujica?¡

El sábado 11 de mayo de 1974, a la salida de la parroquia San Francisco Solano, el padre Carlos Mujica fue asesinado. El sacerdote terminaba de dar misa y estaba conversando con dos o tres militantes de la villa, cuando un hombre de bigotes espesos, cabellos negros y ropas oscuras, le disparó una ráfaga de ametralladora. Eran las ocho y cuarto de la noche.

Mujica sobrevivió dos horas a sus heridas. Alcanzó a decir algunas palabras y, fiel a su estilo, antes de irse, le guiñó el ojo al padre Jorge Vernazza, el sacerdote con el que se había iniciado en el Movimiento de Sacerdotes del Tercer Mundo, el compañero con el que habían viajado juntos en el avión que trajo a Perón a la Argentina en noviembre de 1972, y el hermano con el que compartieron la aventura de intentar ser fieles al Evangelio desde una perspectiva que, no por controvertida, dejó de ser apasionante.

Nunca sabremos a ciencia cierta si Mujica deseaba la muerte. Lo seguro es que no la temía. “Estoy dispuesto a morir por mi fe, pero no a matar”, afirmaba muy serio, en un tiempo en que se empezó a jugar con cierta irresponsabilidad y ligereza con el espectro de la muerte.

Mujica sospechaba que podían atentar contra su vida. Alguna vez dijo que los disparos podían venir de la derecha o de la izquierda. Sus disidencias con Montoneros y sus diferencias con López Rega, lo colocaban en el medio de la línea de fuego. Los consejos de los amigos, para que se expusiera menos, nunca fueron escuchados. Con sus aciertos y sus errores, el “cura rubio”, como le decían, era honrado, valiente y conmovedoramente fiel a sí mismo.

Sin duda, uno de sus grandes errores políticos fue trabajar con López Rega en el Ministerio de Bienestar Social. Asimismo, sus diferencias con Montoneros y la izquierda peronista se fueron haciendo más profundas. Poco antes de su muerte, la revista “Militancia”, dirigida por Ortega Peña lo criticaba con términos duros y burlones.

¿Mujica peronista? Lo fue, pero siempre fue más un hombre de Dios que un político. Creyó en Perón, pero más creía en la Iglesia. Nunca le tuvo miedo a Marx, fue uno de los sacerdotes que promovió el dialogo entre marxistas y cristianos, pero su libro era el Evangelio, no El Capital.

¿Quién lo mandó a matar? La respuesta a este interrogante, durante mucho tiempo fue controvertida. Los Montoneros, dijeron unos; las Tres A, replicaron los otros. Las dudas, con el tiempo, se fueron disipando a medida que las evidencias sobre la participación de Rodolfo Almirón en el crimen, iban saliendo a la luz.

La descripción física que los testigos hacen del asesino, coinciden con los rasgos de Almirón. Mujica fue muerto por los disparos de una ametralladora que usaban los matones de Bienestar Social. Otro dato merece tenerse en cuenta. Unos minutos antes del crimen, alguien llama por teléfono a la iglesia y dice a los gritos que no lo dejen salir a Mujica, que por favor no lo dejen salir a la calle. En ese instante suenan los disparos. ¿Quién llamó? No lo sabemos.

De todos modos, cuando a la noche en la Iglesia se estaba celebrando el velorio, se produjo un incidente que pudo haber concluido en una tragedia. Los diputados de la Tendencia, Leonardo Bettanín y Juan Carlos Añón, se hicieron presentes para dar las condolencias. Los villeros y los principales colaboradores de Mujica se abalanzaron furiosos sobre ellos, sin disimular sus deseos de lincharlos. La intervención del padre Bernazza, impidió que se cometiera una salvajada irreparable.

Firmenich, a través de diferentes canales, trató de tomar distancia de lo sucedido. Incluso, hubo una reunión de la conducción de Montoneros con el padre Carbone, para explicar que las diferencias con Mujica eran contradicciones menores con relación a las que sostenían con López Rega. Las dudas, de todos modos, se mantuvieron. Veinte años después de la muerte de Mujica, Firmenich intentó sumarse al acto en su homenaje, pero Marta Mujica y otras mujeres lo echaron con insultos y golpes. “Fui su discípulo”, intentaba explicar el ex jefe montonero. No mentía. Mujica en algún momento fue el jefe espiritual de Ramus, Abal Medina y Firmenich. Y cuando los dos primeros murieron en un enfrentamiento con las fuerzas de seguridad, Mujica y otros sacerdotes celebraron una misa, una misa que al “cura rubio” le costó treinta días de suspensión.

Por su parte, la derecha peronista aprovechó la ocasión para ponerse al lado de Mujica. Es más, López Rega inauguró, semanas después, un barrio en Ciudadela al que bautizó con el nombre de “Presbítero Mujica”. La revista “El caudillo”, la misma que en algún momento dijera que en su afán por cristianizar a los bolches, terminó él por hacerse bolche, lo despidió con palabras que si no se supiera el origen, podrían calificarse de cálidas.

¿Quién lo mató entonces? Personalmente, comparto la hipótesis de que fue López Rega y su sicario, el comisario Almirón. El crimen tiene la marca en el orillo de las Tres A. Montoneros no eran angelitos, pero no mataban así. ¿Unos eran malos y los otros buenos? Nada de eso. Pero si reflexionar sobre la historia exige prestar atención a los matices, creo que no es justo poner en una misma bolsa a un torturador y a un guerrillero. Los dos han apostado al crimen, pero lo han hecho por diferentes razones e inspirados por objetivos diferentes. Esa diferencia a la hora de evaluar, no puede dejar de hacerse. No para condenar o premiar, sino para comprender.

Creo haber dicho sobre Montoneros palabras muy duras y no me retracto ni me arrepiento, pero no se puede poner en el mismo banquillo a un asesino serial como Almirón y a un militante que en algún momento acunó un sueño, por más que ese sueño después haya degradado en pesadilla.

Carlos Mujica nació el 7 de octubre de 1930 en el seno de una familia conservadora. Su padre había sido legislador, ministro y canciller; su madre era descendiente del general Pascual Echagüe. El “cura rubio” se crió en Palermo Chico. Los apellidos de sus amigos eran una guía social de la clase alta porteña: Tezanos Pinto, Rodríguez Larreta, Pereira Iraola y un sugestivo Roberto Guevara Lynch.

Su pertenencia a las clases altas, fue vivida como una contradicción y una culpa, pero una cuota importante de su encanto, provenía de ese estilo de clase que nunca se lo pudo sacar de encima. Para bien o para mal, Mujica fue el cura inteligente y lindo del Barrio Norte, el padrecito que las niñas devotas de la Iglesia del Socorro miraban arrobadas.

El cardenal Caggiano lo protegía y justificaba sus disidencias; monseñor Aramburu fue algo más severo, pero siempre terminaba perdonándolo. Fue la cara visible de los Curas del Tercer Mundo. A fuerza de testimonio, se supo ganar el corazón de los villeros, pero ello no le impedía mantener buenas relaciones con Mariano Grondona. O frecuentar el mundo del espectáculo de la mano de Marilina Ross y Chunchuna Villafañe.

Mujica creyó en lo que hacía. La Iglesia lloró su muerte y, como dijera un sacerdote, no murió preocupado por saber quiénes lo mataban, sino que murió mirando al Dios que lo aguardaba, después de haber dado misa y con un crucifijo en la mano. A la hora de la evaluación, nos parece innecesario decir que fue un producto de su tiempo, un protagonista de esos tumultuosos, conflictivos y maravillosos años sesenta. El cura que se propuso vivir el Evangelio, viajó a Bolivia para reclamar por los restos del Che Guevara. Después estuvo en París cuando los jóvenes se propusieron tomar el cielo por asalto. Y ese mismo año visitó a Perón en Puerta de Hierro y profundizó lo que después se llamó la opción cristiana por el peronismo. Perón, por supuesto, le dijo que estaba todo bien y que los sacerdotes del Tercer Mundo expresaban a la Iglesia que el soñaba en su fuero íntimo. Viejo mentiroso.

Mujica creía en Perón, pero Perón no creía en Mujica. Si las Tres A fueron las autoras de la muerte del cura rubio, está claro que Perón alguna responsabilidad tuvo en el crimen, por acción o por omisión, pero cuesta creer que un lacayo como López Rega ordenara la muerte de un cura sin el consentimiento de su jefe.

De la muerte de Mujica ya han transcurrido casi cuarenta años. Hablar de él es hablar de un tiempo que nos parece lejano, pero que para muchos de nosotros es el tiempo inexcusable de nuestra juventud. Con sus luces y sus sombras, su encanto y su fe, su lucidez y sus afectos, sus dudas y contradicciones, Carlos Mujica fue un luminoso exponente de su tiempo, un hombre que vivió con pasión su hora con la certeza de que la muerte no era más que el parto que lo instalaba en la vida eterna.

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