La reforma universitaria de 1918

Para que los aniversarios no se transformen en crónicas necrológicas es aconsejable poner en discusión los mitos y leyendas que suelen acompañar a los grandes acontecimientos. La Reforma Universitaria cumple noventa años y no escapa, no debe escapar, a las generales de la ley. Se dice que en 1918, en Córdoba, las señoras beatas se persignaban cuando oían hablar de los estudiantes. Noventa años después, no sería deseable que los reformistas hagan algo parecido cada vez que se hable de la rebelión estudiantil más trascendente del siglo veinte.

En 1936 Deodoro Roca escribía en la revista «Flecha» que «para hablar de lo sucedido en 1918 es necesario despojarse de toda veneración supersticiosa del pasado». Seis años antes Julio V. González decía algo parecido: «Hay que desvincularse del pasado, vivir el presente y entregarse al porvenir». Quienes así escribían estaban orgullosos de haber protagonizado la gesta de 1918 y para ser fieles a ella convocaban a seguir pensando. Importa decirlo: la Reforma Universitaria reclamó el ejercicio de la libertad y la rebeldía, pero por sobre todas las cosas instaló en el imaginario estudiantil los atributos de la inteligencia.

Ernesto Giúdice y Héctor Agosti, los intelectuales de izquierda más lúcidos que dio el movimiento reformista -cuando el Partido Comunista honraba a la inteligencia y no al matonaje, y su paradigma intelectual podía ser Aníbal Ponce, en vez de Luis D’Elía- advertían sobre los peligros de transformar a la Reforma Universitaria en un panteón y convocaban a pensar en una segunda reforma universitaria.

Benedetto Croce decía que toda historia es siempre historia contemporánea. Hablamos de la Reforma Universitaria de 1918 porque nos interesa el presente y el destino de la universidad hoy. En ello reside la diferencia entre el folclore y la historia. En un caso el pasado se cristaliza; en el otro, se lo recupera. La Reforma Universitaria merece la reflexión histórica; para viajar a Cosquín, siempre hay tiempo.

La rebelión estudiantil estalló en Córdoba, pero sería un error suponer que fue un rayo en un cielo azul y sereno. Según se interpreten los hechos podría decirse que la rebelión no se inició en Córdoba sino que concluyó en Córdoba. Para 1906 existían en Buenos Aires tres centros de estudiantes que discutían con las autoridades los planes de estudios, las mesas examinadoras y la constitución de los de los consejos directivos. El 11 de septiembre de 1908 se creó en Buenos Aires la Fuba. Su primer presidente fue Salvador Debenedetti. En 1911 se organizó la Federación de Estudiantes de La Plata.

Los congresos estudiantiles internacionales se iniciaron en esos años. En 1908 se celebró el primero en Montevideo. En 1910 y en 1912 las reuniones se hicieron en Buenos Aires y en Lima. Para 1914 estaba previsto un congreso en Chile, pero se suspendió por el inicio de la Primera Guerra Mundial.

Estos congresos son antecedentes de un movimiento estudiantil que estaba naciendo, pero como diría un historiador, estos estudiantes se parecían más a embajadores culturales de sus gobiernos que a militantes. Las delegaciones eran financiadas por el poder político. Los plenarios concluyeron con la presencia de embajadores y el propio presidente de la nación anfitriona. Así ocurrió en Montevideo y en Buenos Aires.

En las sesiones hubo apenas tímidas referencias al compromiso político. La sospecha de que estos congresos eran reuniones auspiciadas por los gobiernos conservadores pareció confirmarse cuando el diputado socialista Juan B. Justo se opuso a que se entregara un subsidio a los delegados estudiantiles para que viajaran a Chile. Según el líder socialista «ese dinero había que dedicarlo a las clases trabajadoras».

Los congresos estudiantiles de aquellos años no se parecían a los que se celebrarían en el futuro, pero tampoco eran excursiones de boys scouts. Es verdad que esas delegaciones se parecían, en más de un aspecto, a embajadas culturales, pero sería injusto reducirlas a una variante juvenil del protocolo diplomático. Más allá de sus límites, lo que importa destacar es que los estudiantes empezaban a ser protagonistas. Así lo pensaba Joaquín V. González, por ejemplo. En términos parecidos lo enfocaban Ernesto Quesada y Ramón Cárcano. A moción de González, el Congreso declaró que el 21 de septiembre sería el día del estudiante. Las consideraciones del autor de «Mis montañas» fueron sugestivas: «fecha consagrada al culto de la solidaridad y los ideales». Todavía los picnics no se habían puesto de moda.

No concluyeron allí los aportes de González. En 1915 se creó la Oficina de Cooperación Universitaria. La dirigiría Del Valle Ibarlucea, el primer senador socialista de América. En 1921 Del Valle Ibarlucea sería desaforado por haber manifestado sus simpatías con la Revolución Rusa. Un ilustre antecedente de tolerancia republicana.

Las relaciones del movimiento estudiantil con uno de los más ilustres exponentes del pensamiento conservador liberal son interesantes porque confirman la vitalidad del liberalismo de aquellos años. En 1920 la FUA homenajea a Joaquín V. González y lo califica como «padre espiritual de varias generaciones de argentinos y el apóstol más eminente de la cultura nacional». Tal vez exageraban, pero no demasiado. El otro aporte que González hizo a la Reforma Universitaria fue su propio hijo, Julio V. González. Se dice con justicia que la Reforma Universitaria tuvo un numen intelectual que se llamó Deodoro Roca y un cronista brillante que fue Julio V. González.

La rebelión estudiantil no estalló en Buenos Aires o en La Plata por la sencilla razón de que algunas de las conquistas reformistas ya habían sido reconocidas por las autoridades universitarias. Pruebas al canto. En 1906, el rector de la Universidad de Buenos Aires era Eufemio Uballes. En 1920 Uballes seguía en el mismo cargo. No era un déspota, no estaba atornillado al sillón, era un liberal avanzado que supo negociar los reclamos estudiantiles.

Sin exageraciones podría decirse que en Buenos Aires y en La Plata la reforma universitaria estuvo más signada por la continuidad que por el cambio. Hubo conflictos y tensiones pero lo que predominó fue el entendimiento. No sucedió lo mismo en Córdoba.

Para 1912, los cambios políticos en la Argentina eran cada vez más visibles. La ley Sáenz Peña constituía la expresión jurídica de esos cambios. La gran aldea descripta por Lucio V. López ya era una ciudad cosmopolita con una notable movilidad social. El consumo de diarios, libros y revistas era el más alto de América Latina y uno de los más importantes de Europa. Esta hazaña sólo era posible en una sociedad que había reducido casi al mínimo el analfabetismo.

El Centenario de 1910 celebrado en Buenos Aires despertó la admiración de políticos, intelectuales y reyes de Europa. Más tarde se diría que Buenos Aires era la capital de un imperio que no fue, pero eso se dirá después. En ese momento, todos se admiraban del progreso. George Clemenceau y Rubén Darío estaban fascinados.

El lujo de las clases altas se contrastaba con la miseria de los conventillos. Las reuniones en el Jockey Club, las funciones de gala en el Colón, los paseos por Florida y Palermo, las visitas a los cascos de las estancias tenían su contrapunto en las huelgas obreras. La Argentina de 1910 desbordaba prosperidad, pero la fiesta se realizará bajo el estado de sitio.

Los sectores más lúcidos del régimen comprendieron que los cambios eran inevitables y que era mejor acompañarlos para ponerles límites que dejarse dominar por ellos. La ley Saénz Peña nació inspirada por esa elemental noción de gatopardismo. Después, los conservadores más ortodoxos les reprocharían a sus correligionarios esas liberalidades, pero eso sería después, no en 1912.

Para 1918 funcionaban en la Argentina dos universidades nacionales: Buenos Aires y Córdoba. Y tres universidades provinciales: La Plata, Santa Fe y Tucumán. Los estudiantes universitarios no eran muchos. Para 1910 había 6.000: en 1918 la cifra no llegaba a los diez mil. En Córdoba no había más de 1.500 estudiantes universitarios.

Los integrantes de los consejos directivos y académicos eran vitalicios. Su otra característica era el autoreclutamiento. En todos los casos, el poder de los claustros estaba en manos de la élite. Luis Alberto Sánchez, uno de los grandes dirigentes reformistas de América Latina, el colaborador más apreciado de ese otro hijo de la reforma que fue Víctor Raúl Haya de la Torre, describió ese régimen con palabras certeras: «Los profesores lo eran casi por derecho divino. No había apellidos plebeyos. La colonia presidía vigilante las ubicaciones. Los hijos solían heredar las cátedras de sus padres. Un profesor lo era de por vida. Nadie turbaba sus derechos. Ni siquiera repetir un texto de memoria año tras año».

La Reforma Universitaria tal como la conocemos estalló en Córdoba. No podría haberlo hecho en otro lado. De la ciudad de Córdoba decía Sarmiento: «Es un claustro encerrado entre barrancas. El paseo es un claustro con verjas de fierro; cada manzana tiene un claustro con monjes y frailes; los colegios son claustros; toda la ciencia escolástica de la Edad Media es un claustro en que se encierra y parapeta la inteligencia contra todo lo que salga del texto. Córdoba no sabe que existe en la Tierra otra cosa que no sea Córdoba». Sarmiento escribió este texto en 1845. Lo podría haber escrito en 1918 porque nada había cambiado.

La Reforma Universitaria se radicaliza en Córdoba por la resistencia clerical. La ideología de los reformistas es difusa, pero con la prudencia del caso podría calificarse como liberal de izquierda. Ése es su alcance, y su límite. Los muchachos no escapan del clima ideológico de la época. Leen a Rodó, Ingenieros, Marx y, tal vez, Bakunin. Vasconcelos y Ortega y Gasset son autores de consulta. El positivismo se confunde con el liberalismo y el liberalismo, con el socialismo. La Revolución Rusa de 1917 gravita, pero sería una exageración decir que su influencia fue decisiva en la conciencia de los jóvenes.

Se sabe que los grandes cambios se inician a partir de reivindicaciones menores. Las reivindicaciones en estos casos son pretextos de los que se vale la historia para poner en escena un drama mayor. La Reforma Universitaria no fue la excepción. Todo empezó a fines de 1917 con una protesta: una huelga de los practicantes del Hospital de Clínicas. Los reclamos eran modestos, pero las autoridades reaccionaron suspendiendo a los sediciosos por dos años. En diciembre, coronaron el año suprimiendo el régimen de internado del Hospital de Clínicas. Los muchachos se fueron de vacaciones; 1918 se iniciaba con los mejores auspicios.

Las crónicas registran que el 12 de marzo los estudiantes se reunieron con el rector Julio Deheza. Para los interesados en curiosidades, convendría recordar que Deheza era el suegro de Deodoro Roca, un detalle que trasciende el chisme y pone en evidencia los vínculos y las contradicciones en el interior de la clase dirigente. Los reformistas de 1918 no eran trabajadores. Tampoco eran estudiantes pobres. No podrían haberlo sido, aunque hubieran querido. El número de estudiantes universitarios en aquellos años no superaba los 1.500. Ni mucho más ni mucho menos. Allí estaban los hijos del patriciado pobre y el patriciado rico. También algún vástago de la inmigración enriquecido mediante el comercio.

El 15 de marzo se constituyó el Comité Pro Reforma. La palabra reforma empezaba a ser usada. Aludía a los estatutos. El presidente del Comité era Horacio Valdés. Al nombre hay que recordarlo porque después estaría presente en otros acontecimientos. Valdés no era de izquierda; se le atribuía militancia en el Partido Demócrata liderado por un prócer del liberalismo cordobés: Ramón Cárcano.

Al respecto, y para evitar confusiones, conviene disipar algunas dudas. En la provincia mediterránea, dicen hasta el día de hoy los viejos cordobeses que los dos grandes partidos que recorren su historia son los clericales y los liberales. En Córdoba se puede ser peronista, radical, conservador, socialista, pero para la clase dirigente ésos eran detalles. Lo que importa siempre es si se está a favor o en contra del obispo. Tal vez hoy esta división sea algo exagerada, pero en 1918 tenía rigurosa vigencia.

El Comité Pro Reforma lanzó la huelga general para el 1º de abril. El objetivo era impedir el inicio de las clases. La huelga fue un éxito total. Todos los estudiantes la acataron. El 4 de abril los estudiantes pidieron la intervención del Ejecutivo. Aquí conviene detenerse un momento. En la segunda semana de abril, los estudiantes se reunieron con el principal militante que sumó la UCR a favor de la Reforma Universitaria. Era un hombre austero, de pocas palabras. Se llamaba Hipólito Yrigoyen. Era, además, el presidente de la Nación. Con semejante respaldo, los muchachos consideraron que tenían la partida ganada.

El 11 de abril, Yrigoyen designó como interventor de la Universidad de Córdoba a Nicolás Matienzo. Ese mismo día se creó la FUA. Su presidente era el estudiante de la UBA Osvaldo Loudet. Como secretario general se desempeñaba Julio González, en representación de la Universidad de La Plata. Por Córdoba estaba Gumersindo Sayago. Humberto Gambino era el estudiante que representaba a Santa Fe.

A mediados de mayo, el Comité Pro Reforma dio lugar al nacimiento de la Federación Universitaria de Córdoba (FUC). Como respuesta, la coalición clerical creó el Comité Pro Defensa de la Universidad. Lo presidía un muchacho que cuarenta años después sería un funcionario conocido. Se llamaba Atilio Dell’Oro Maini. Y, si en 1918 fue la cabeza visible de la reacción clerical, en 1956 sería el artífice de la denominada enseñanza libre. Lo que se dice una trayectoria consecuente.

En Córdoba, las clases se reanudaron el 19 de abril. Matienzo declaró vacantes los cargos de rector, decanos y profesores con más de dos años de antigüedad. Levantó las sanciones y restableció el internado de Clínicas A fines de mayo, los docentes votaron a los nuevos decanos. También se eligió el vicerrector. Se llamaba Belisario Caraffa y parecía ser un aliado de los estudiantes.

Para el 15 de junio se convocó la asamblea de profesores. Los estudiantes creyeron que todo estaba preparado para que su candidato, Enrique Martínez Paz, fuera elegido rector . Se equivocarían. La asamblea docente, después de algunas vacilaciones, decidió elegir rector a Antonio Nores, el candidato de la Corda frates, «la trenza clerical». Allí se inició el escándalo. Los muchachos interrumpieron el acto con insultos y silbatinas. También repartieron algunas trompadas. Se clausuraron las sesiones, pero el escándalo ya estaba en la calle. La Reforma Universitaria, como acontecimiento histórico, ya tenía su día.

Enrique Barros, presidente de la FUC, envió un telegrama a las autoridades de la FUA: «Hemos sido víctimas de la traición y la felonía». La FUA respondió con otro telegrama: «Estamos con ustedes en espíritu y corazón». El 21 de junio, se publicó el célebre Manifiesto Liminar. Ese mismo día, los dirigentes de la FUC se entrevistaron con Yrigoyen y recibieron su tácito respaldo.

La Reforma Universitaria fue una rebelión, pero no rehuyó los acuerdos políticos del más alto nivel. Ése sería uno de sus rasgos distintivos. La creación de instituciones académicas perdurables sería el otro. La rebelión destruía pero construía. Era una jornada de lucha, pero era también un programa. Sin esas dos condiciones no había Reforma Universitaria.

Mientras tanto, Nores cerraba la universidad. En algún momento, se había reunido con los dirigentes estudiantiles y les había dicho que, si era necesario, estaba dispuesto a ejercer el rectorado sobre un tendal de cadáveres estudiantiles. Lo que se dice todo un humanista. Las manifestaciones estudiantiles ganaron la calle. El diario La Voz del Interior aseguraba que más de diez mil personas se habían manifestado a favor de los estudiantes. Allí había trabajadores, profesionales y vecinos. Por su parte, el obispo Fray Zenón Bustos calificó a los estudiantes de sacrílegos.

El 20 de julio, sesionó en Córdoba, en el teatro Rivera Indarte, el primer congreso nacional de estudiantes. Lo hizo durante once días. Allí se definió el programa político de la Reforma Universitaria: participación de docentes, estudiantes y graduados, asistencia y docencia libre, extensión universitaria y periodicidad de la cátedra. El 2 de agosto, los reformistas intentaron imponer en el rectorado a Telémaco Susini. La Corda frates puso el grito en el cielo. El 7 de agosto, Nores renunció. El 23 de agosto, Yrigoyen designó al segundo interventor, José Salinas, uno de sus ministros más leales y capaces. Para esa fecha, nombró a Elpidio González como interventor del partido radical. González era leal a Yrigoyen y a la Reforma Universitaria. La mayoría de los radicales de Córdoba, muy en particular el sector azul, estaba más cerca de la Corda frates que de Yrigoyen.

El 9 de setiembre, los estudiantes protagonizaron una de las jornadas más interesantes de un proceso riquísimo en acontecimientos y novedades: tomaron la universidad. Pero no terminaron allí las noticias. Los principales dirigentes de la FUC fueron designados decanos y constituyeron tribunales examinadores. La experiencia duró tres días, pero el ejemplo merece recordarse. El 11 de setiembre, el ejército desalojó a los revoltosos.

El 12 de setiembre, el interventor Salinas llegó a Córdoba. Con esta intervención, el programa de la Reforma Universitaria se perfeccionaría. No todas serían rosas para Salinas. Los profesores habían sido designados por decreto. La FUC se dividió porque un sector se puso del lado de Yrigoyen y el otro reclamaba independencia política. Las discusiones entre los dirigentes reformistas constituyen un capítulo todavía no escrito.

Cuando todo parecía precipitarse en una dura refriega ideológica entre reformistas, el 26 de octubre a la noche, una banda de matones de la Corda frates atentó contra la vida de Enrique Barros. La maniobra criminal permitió que los reformistas una vez más cerraran filas contra el partido clerical. Para fines de 1918, la Reforma Universitaria ya no era una bandera de Córdoba, era una bandera de todos los estudiantes de América Latina. La batalla por las ideas había sido ganada. Hipólito Yrigoyen lo expresó con su particular lenguaje: «Asistimos a una hora de grandes reparaciones y renovación de todos los valores. Hemos satisfecho uno de los más palpitantes anhelos nacionales».

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