Cipriano Reyes

A Cipriano Reyes le atribuyen haber organizado el 17 de octubre, esa fecha histórica que el peronismo transformó en un mito y que, como en todo mito, está rodeado de bruma ya que no se sabe muy bien cuánto hay de verdad y cuánto de mentira. Alguna vez Reyes escribió un libro adjudicándose la autoría de esa jornada que para muchos funda al peronismo, aunque no son pocos los que consideran que el peronismo nació como consecuencia de una asonada clerical-fascista el 4 de junio de 1943.

En su libro, Reyes se reivindica a sí mismo y despoja al 17 de octubre de toda connotación mágica. En el camino reduce el papel de Perón hasta la insignificancia y, además, asegura que Evita ese día estaba demasiado asustada como para que pudiera dedicarse a convocar a los obreros puerta por puerta, como reza la leyenda.

Reyes seguramente exagera y se atribuye un papel superior al que realmente tuvo, pero la verdad histórica está más cerca de la interpretación de Reyes que de la mitología creada luego por el peronismo. Él habla desde el escenario mismo de los hechos y su protagonismo está fuera de discusión. El 24 de octubre, una semana después del 17, fundó el Partido Laborista. El primer afiliado fue Perón, quien para entonces empezaba a ser conocido como “El primer trabajador”. Como se dice en estos casos, cualquier semejanza con la realidad es pura coincidencia. El Partido Laborista será la principal estructura partidaria que sostendrá la candidatura de Perón en febrero de 1946.

Fiel a una honorable tradición del movimiento obrero de entonces, Reyes apostaba a que el partido y el sindicato se mantuviesen independientes del Estado y el gobierno. Fue su primer error. Perón no pensaba lo mismo y se lo hizo saber a los pocos días de haber ganado las elecciones. La orden no dejaba lugar a dudas: el partido se debía disolver, como se disolverán todas las estructuras políticas preexistentes, y se creará el Partido Peronista. ¿Qué pasa general? exclamó Reyes, pero el general ya no tenía tiempo para atenderlo.

Para esa fecha Reyes era diputado nacional por la provincia de Buenos Aires. Había querido ser gobernador, pero el general lo impuso a Mercante, que también era militar y también quedará colgado de la palmera unos años más tarde, cuando se le ocurriera ser candidato a presidente. ¡Reyes y Mercante!. ¿Fueron traicionados? Puede que si, pero no es menos cierto que ambos disponían de todos los datos como para saber qué clase de jugador tenían enfrente. Como se dice en estos casos: “El que avisa no traiciona”.

A Reyes no le gustaba el rumbo que tomaban los acontecimientos. Tampoco lo convencían los amigos que insistían en decir que las maniobras de Perón eran tácticas geniales del líder, otro latiguillo del que los imberbes de los setenta usarán y abusarán creyendo que recurrían a un libreto original.

Cipriano no era un hombre dispuesto a dejarse ningunear por nadie. Seguramente estaba convencido de que el padre de esa criatura política era él, y que Perón era apenas una circunstancia. Otro dato para la historia: Reyes fue el primer militante que se planteó usarlo a Perón. En el futuro, a derecha e izquierda, habrá legiones de oportunistas que recurrirán a la misma retórica con idénticos fracasos.

El 27 de mayo de 1946, antes de que Perón asumiera como presidente, le escribió una carta de rompe y raja. Lo acusó de comportarse como el zar de Rusia o como Calígula. “Su ambición era llegar y ha llegado -le dice- ahora está en la cima y desde allí arroja al precipicio a sus amigos que lo ayudaron a subir. Usted no desea compartir el triunfo con nadie. Y mucho menos con los que lo sacaron de la cárcel el 17 de octubre. Su ambición no es ser el líder o el conductor, sino el amo de la república, para convertir a sus turiferarios y creyentes en su rebaño predilecto”. ¿Tiene razón? Tiene razón, pero marche preso. Y efectivamente, irá a la cárcel.

Pero no nos adelantemos El diagnóstico de Reyes era preciso, pero no original. Algo parecido aseguraban militantes socialistas, comunistas y anarquistas. Reyes en todo caso hablaba desde adentro y con conocimiento de causa. ¿Qué pasa general?, preguntaba.

Cinco meses después, el 17 de octubre de 1946, Reyes organizó una movilización para recordar la jornada. Sus seguidores se convocaron en la plaza del Congreso y en la ciudad de La Plata, mientras que el peronismo celebró su ritual en la Plaza de Mayo. En la ocasión Reyes insistió en señalar que quienes en ese momento estaban en la Plaza de Mayo no habían tenido nada que ver con el 17 de octubre, porque entre otras cosas, ese día Perón y Evita estaban muertos de miedo.

Con esas intervenciones públicas Reyes inició un camino sin retorno que habrá de culminar con su detención y condena. Su destino será la cárcel, de donde será liberado no por sus compañeros obreros, sino por los jefes de la Revolución Libertadora. ¿Qué pasa general que está lleno de gorilas el gobierno popular?

En realidad Reyes tenía motivos para estar enojado con Perón. Al coronel lo había conocido en su despacho de la Secretaría de Trabajo a fines de 1943. Perón lo recibió con su sonrisa más ancha y generosa: “Necesito hombres como ustedes”, le dijo.

Reyes no era un recién llegado a las refriegas sindicales. Había nacido en la localidad de Lincoln, -el pueblo de Jauretche- el 7 de agosto de 1906. Su padre era uruguayo y trapecista de circo; su madre, una india nacida -¡oh casualidad!- en Los Toldos. Reyes padre llegó a estas tierras para sumarse a la troupe del circo de los Podestá. Tres de sus hijos fueron trapecistas, malabaristas y acróbatas. A esas habilidades Cipriano intentó aplicarlas en la política, pero el destino lo colocaría ante un trapecista y malabarista superior.

Antes de los veinte años, Reyes ya era el hombre que será siempre. Obrero de los de antes, adhería al ideario anarquista, conocía de cerca el drama de la Semana Trágica y estaba dispuesto a dedicar su vida a la defensa de los trabajadores. Autodidacta, leía, escribía, estudiaba y se capacitaba para dirigir hombres. Trabajó como obrero del vidrio en Parque Patricios, en el Frigorífico Anglo de Zárate, como portuario en Necochea. Trabajaba, estudiaba y pensaba. Era actor de teatro, periodista, poeta. Era lo que se dice un obrero culto, una cultura adquirida con el esfuerzo y la inteligencia.Todavía no habían llegado los tiempos de “alpargatas sí, libros no”, consigna que pudo haber sido de su creación y que él divulgó alegremente, sin pensar que se estaba traicionando a sí mismo y que por esa traición iba a pagar un alto precio.

A principio de los años cuarenta ingresó a la empresa Armour de Berisso. Allí trabajaban alrededor de quince mil obreros. Reyes no iba a dejar pasar la oportunidad. Tenía treinta y cinco años y le sobraban talento y agallas para organizar el Sindicato de la Carne. Organizarlo y manejarlo. Al gremio lo conquistó con habilidad, militancia y arrebatos de guapo. Al hombre le gustaba andar con el revólver en el cinto y rodeado de otros hombres que si había que tirar, tiraban. Reyes podía equivocare, pero como decían amigos y adversarios, era guapo y se las aguantaba. Esa verdad también la sabía ese manojo de cobardía física que se llamaba Perón.

Las primeras grescas las tuvo con policías y matones patronales, pero la pelea de fondo de la noche la libró contra los comunistas liderados por ese otro caudillo sindical que era José Peter. Que las balaceras eran reales, lo demuestra el hecho de que en una de ellas perdió la vida Doralio Reyes, su hermano, mientras que un hermano de Peter fue gravemente herido.

Para los años cuarenta el anarquismo de Reyes era más retórico que real. Si había que negociar con el Estado se negociaba, les decía a sus compañeros. Y si el representante de ese Estado era un militar, paciencia. Reyes tomó en Berisso sus primeras lecciones de pragmatismo. El anarquismo no llevaba a ninguna parte, los socialistas eran unos giles y los comunistas estaban pagados por Moscú. Tampoco era necesario pelearse con los curas. Reyes tendió lazos con las organizaciones obreras católicas y por ese camino se hizo íntimo amigo del obispo de La Plata, monseñor Juan Chimento.

Cipriano Reyes lo desafió a Perón y fue derrotado. Creyó que podía ser el padre de la criatura y se equivocó en toda la línea. Supuso que las masas movilizadas a partir del 17 de octubre respondían a ideales o aspiraciones que podían ser canalizadas orgánicamente por el Partido Laborista. Sobrestimó la gravitación de un partido y subestimó el carisma de un caudillo. Las masas no eran laboristas, probablemente nunca lo fueron; eran peronistas o empezaban a serlo. Dicho de una manera más directa: los votos eran de Perón, no de Reyes y, mucho menos, del laborismo, un partido que al momento de iniciarse el conflicto tenía meses de vida.

Visto en retrospectiva, Reyes nunca tuvo chances de ganarle a Perón, pero en 1946 él pensó que la resistencia a la concentración y personalización del poder tenía sentido. El laborismo era joven, pero Perón también estaba haciendo sus primeros palotes en el poder. No estaba tan claro que el liderazgo de Perón iba a ser tan avasallante. El ajuste de cuentas a Reyes y a ese otro dirigente laborista que se llamó Luis Gay, puso en evidencia que, efectivamente, el poder de Perón era absoluto y no se discutía.

A decir verdad, la decisión de Perón de ordenar la disolución de las estructuras partidarias que habían apoyado su candidatura en febrero de 1946 no era del todo descabellada. Las refriegas internas por la distribución de cargos eran insoportables. A ello se sumaba, por supuesto, la concepción militarizada del poder por parte de Perón. Cuando llegó la orden de unificarse, el acatamiento fue mayoritario. Los radicales de Hortensio Quijano y los conservadores de los Centros Cívicos hicieron cuerpo a tierra y se sometieron. También lo hizo la mayoría de los laboristas, salvo Reyes y un puñado minoritario de dirigentes.

Perón se propuso en un primer momento controlar al dirigente sindical. Una de sus primeras movidas fue la de designarlo presidente de la Cámara de Diputados. Reyes rechazó esa oferta con palabras despectivas. Era una personalidad fuerte, tenía ambiciones de poder, se tenía confianza y empezaba a desconfiar de la sonrisa seductora del jefe. Decididamente no era Cámpora. O alguno de los posteriores dirigentes sindicales de entonces -Espejo, Vuletich- cuya exclusiva virtud era la mediocridad y la obsecuencia.

Cuando Perón se convence de que con Reyes no hay arreglo posible, decide recurrir a otros expedientes. El 4 de julio de 1947, el dirigente sindical viajaba en taxi desde Buenos Aires a La Plata, cuando un auto se pone a la par y desde allí disparan una ráfaga de ametralladora. Las balas matan al taxista y Reyes es herido. Nunca se supo el nombre o los nombres de los asesinos, pero nadie dudó de dónde venía la orden, como nadie dudó de lo que Perón era capaz de hacer para saldar diferencias internas.

Reyes debería haber tomado nota del enemigo que tenía enfrente, pero no fue así. Redobló la apuesta que incluyó la amenaza de que él personalmente lo iba a matar a “ese hijo de puta”. Se dice que Perón se preocupó. Conocía a Reyes y sabía que era capaz de cumplir con su amenaza. Lo había visto en Berisso pasearse con la pistola en el cinto.

Después estaban las propias exigencias del poder. Para 1948 la oposición arreciaba con sus críticas. Perón necesitaba ejercer su autoridad y decidió hacerlo con Reyes. En enero de 1948, el laborismo fue despojado de su personería legal. Reyes estaba cada vez más solo y sin ninguna posibilidad política. A la hora de eliminar enemigos, Perón era un maestro en la organización de la puesta en escena. Aniquilar a Reyes no debía entenderse como una venganza personal, sino como una epopeya contra los grandes intereses imperiales vigentes. Los pasos se dieron con una prolijidad encomiable y siniestra. El 8 de septiembre, en un acto celebrado en la ciudad de Santa Fe, Perón convoca a la multitud a hacer justicia por su propia mano. Es la primera vez que lo hace en un acto público, pero no será la última. El discurso concluye con una frase intimidante, agravada en este caso porque la pronuncia un presidente de la Nación. “A mí, que me han pedido paz y orden, no me va a temblar la voz el día que tenga que ordenar que cuelguen a todos”.

Para liquidar a Reyes, Perón va a inventar una conspiración norteamericana. Por aquellos días, la Argentina estaba recomponiendo sus relaciones con EE.UU., pero en estos temas para Perón la verdad o la mentira no son cosas dignas de tenerse en cuenta. Como para que el culebrón sea completo, se apalabra a algunos jefes militares leales para que tienten a Reyes en alguna asonada golpista, anzuelo que Reyes muerde sin vacilar.

El 24 de septiembre los acontecimientos se precipitan. La policía detiene a Reyes y a algunos de sus colaboradores y los acusa de conspirar con los yanquis para asesinar a Perón.

No terminan allí los atropellos. Reyes es conducido a la tenebrosa Sección Especial y allí los sicarios de Perón lo someten a los rigores de la picana. Reyes no abre la boca y no delata a nadie, pero el precio a pagar son sus testículos, definitivamente destrozados por las descargas eléctricas de la policía peronista. Perón concluye su movida con una concentración multitudinaria en Plaza de Mayo. Allí el líder se descarga contra los yanquis ante una multitud aullante que amenaza con salir a quemar los bancos norteamericanos. Mientras tanto el jefe de la Policía le dice al embajador norteamericano que no tome a mal los excesos verbales de Perón, porque todo esto se hace para resolver algunos problemas internos y lograr el apoyo de la clase obrera. El peronismo está aprendiendo a ser peronista. Los torturadores de Reyes son un anticipo de los futuros sicarios de las Tres A. Maniobras tácticas geniales del Viejo, dirán los muchachos.

Reyes va a ser juzgado y condenado. Eduardo Colom, una de las primeras espadas del peronismo político, calificará al juicio como una monstruosidad jurídica. Nada de ello impedirá que vaya a la cárcel y que recién recupere la libertad en 1955. No deja de ser una paradoja humillante que sea la odiosa Revolución Libertadora la que le devuelva la libertad a uno de los primeros peronistas.

Reyes no será el único laborista que aprenderá en carne propia la lección de lealtad al jefe. Luis Gay, dirigente sindical aceptó la orden de Perón de disolver el laborismo, pero desobedeció la orden de someter a la CGT al Estado o, para ser más preciso, a la voluntad del líder. ¡Pobres laboristas que confiaron en Perón o se creyeron los más vivos del mundo cuando, pisoteando sus viejas creencias, decidieron arreglar con un militar de sonrisa fácil y abrazo ruidoso!

En pocos meses Gay aprenderá que con Perón no se juega. Sobre estos temas el “Primer trabajador” es hasta previsible. Cada vez que hay que liquidar a un disidente que molesta, se inventa alguna conspiración yanqui. En el caso de Gay, se lo acusa de haber acordado con las centrales sindicales de Estados Unidos que en esos días visitaban a la Argentina invitados por la Casa Rosada. Hubo reuniones, abundaron las sonrisas, los abrazos, pero también las amenazas veladas. En algún momento Perón convoca a todos los dirigentes sindicales de la CGT y acusa a Gay de traidor y de estar involucrado en una conspiración contra la Argentina. Los dirigentes sindicales le piden pruebas, pero Perón no da ninguna. Considera que su acusación debe ser admitida como un acto de lealtad. A Gay la única alterativa que le queda es decir que Perón es un mentiroso, paso que no se atreve a dar. La CGT queda en manos de Perón y del alcahuete de turno: José Espejo, un personaje irrelevante e insignificante. ¿Y la conspiración norteamericana? Bien gracias. Lo que importaba era el control de la CGT y Gay, lo demás, como dijera otro dirigente sindical, circo para la gilada. Bien por Perón y su magistral lección de peronismo de primera clase.

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