No tengo intención de plagiar al autor de “Operación masacre”. El libro escrito por Rodolfo Walsh es un texto ejemplar, una creación literaria en un género que se anticipó a lo que pocos años después escribiría Truman Capote, y que nosotros conocimos con el título de “A sangre fría”. Lo notable del caso es que dos o tres años antes, Walsh relata el secuestro y la muerte de un grupo de personas en las turbulentas jornadas de junio de 1956.
Tomar un hecho histórico y transformarlo en excelente literatura, fue un desafío estético que sólo el talento de Walsh pudo realizar. “Operación masacre” se transformó en un paradigma literario de la represión ilegal llevada adelante por la Revolución Libertadora. La mitología peronista ha sido muy eficaz a la hora de constituir ciertos imaginarios nacionales. Es más, con todo respeto podría decirse que es lo que mejor ha sabido hacer.
Los basurales de León Suárez son un ejemplo, pero no el único.
La ejecución de civiles por parte de cuerpos armados por el Estado anticipaba futuras pesadillas. La decisión de jefes policiales o militares de secuestrar o disparar sobre personas indefensas, violando todas las leyes, la de los hombres y la de los dioses, empezó en esos años. Luego se hizo más sistemática y perversa, pero el huevo de la serpiente se incubó en ese auténtico tiempo del desprecio.
Con su singular talento literario, Walsh transformó una masacre, una brutal carnicería, en una obra de arte, una obra de arte trágica y aleccionadora. Para la mitología peronista -cuya relación con el arte nunca fue auspiciosa- el resultado merecería calificarse como “exitoso”, para recurrir a una palabra que la señora presidente atesora con particular afecto.
La victoria ideológica del peronismo a la hora de interpretar los hechos del pasado, se constituyó a través de estos “relatos” verdaderos pero parciales, parciales porque poseen el límite de sesgar la realidad, ocultar una mirada amplia acerca de la tragedia que entonces le tocó vivir a los argentinos.
Valgan estas consideraciones, para plantear que la operación masacre de 1956, no fue la única que se perpetró en aquellos años. También hubo una masacre en Cosquín, pero esta vez los verdugos fueron los peronistas y las víctimas los antiperonistas. Esta masacre no tiene un libro que la recuerde, mucho menos una película o alguna canción de gesta. Los nombres de las víctimas carecen de entidad histórica y los nombres de los verdugos han sido debidamente ocultados.
No deja de llamar la atención que en la capital nacional del folklore, la memoria sea frágil o esté atravesada por lagunas significativas. La amnesia, en este caso, no es casual o fortuita. La Revolución Libertadora dilapidó en poco tiempo el capital político ganado, capital que en su momento le permitió movilizar en la calle a cientos de miles de personas, muchas de ellas persuadidas de que protagonizaban jornadas parecidas a las que en 1945 se habían vivido en Paris, Roma o Berlín.
A lo largo de la historia los pueblos juegan su destino en encrucijadas dramáticas. 1955 fue una de ellas. La Libertadora se salió con la suya en su momento, pero la batalla de mediano y largo plazo la perdió en toda la línea. A decir verdad, sus principales dirigentes hicieron todos los méritos imaginables para que ello ocurriera. Persiguieron, proscribieron y mataron. Y todo ello en nombre de la libertad. En ese contexto, a nadie le debería llamar la atención que en el imaginario histórico las víctimas exclusivas sean los peronistas; y los verdugos, los antiperonistas. La proscripción del peronismo durante dieciocho años y la singular combatividad de la resistencia contribuyeron a cristalizar los mitos, pero los mitos no son la verdad histórica, y a veces ni siquiera se le aproximan.
“La sangre derramada no será negociada”, rezaba una de las consignas del peronismo triunfante de 1973. La consigna es válida si alcanza a todos, a todos sin excepción, salvo que alguien suponga que hay sangre buena y sangre mala. La sangre derramada merece ser redimida: la de León Suárez y la de Cosquín. O para plantearlo en otros términos: la Revolución Libertadora ensució sus manos con sangre inocente en el sentido más pleno de la palabra; pero el peronismo de esos años, también tenía las manos tintas en sangre. La masacre de Cosquín así lo confirma.
Retornemos a los hechos. Los acontecimientos de Cosquín revelan entre otras cosas que, para 1955, el país estaba dividido en dos de manera frontal y facciosa. Peronismo-antiperonismo, eran antinomias excluyentes que sólo se podían resolver con la supresión violenta de una de las partes. Así se lo creía y así se lo vivía. No viene al caso indagar ahora sobre las causas de esa bancarrota social, pero importa tener en cuenta su existencia, porque por primera vez en la Argentina -por lo menos desde la época de Juan Manuel de Rosas- la fractura no sólo se desplegaba en el interior de la clase dirigente, sino que se proyectaba a todo el cuerpo social. Las adhesiones y los rechazos eran viscerales, absolutos y trascendían a la política como actividad fundada en el acuerdo y el entendimiento.
El resultado no podía ser más desolador: familias peleadas, hermanos que se retiraban el saludo, padres que renegaban de sus hijos, vecinos que se vigilaban mutuamente, delación institucionalizada. Ese escenario merece ser recobrado por la memoria histórica porque pareciera que algunos aún no han aprendido la lección y se esfuerzan por reeditarlo en sus versiones más grotescas y miserables.
La masacre de Cosquín se produjo el domingo 18 de septiembre de 1955, dos días después del pronunciamiento militar del general Eduardo Lonardi. El escenario, Cosquín, casi a la caída de la tarde. Las víctimas, cinco personas, tres varones y dos mujeres. Uno de los varones era un niño de siete meses.
La masacre fue deliberada, intencional. A nadie se le escapó un tiro, nadie se confundió o hizo lo que no quería hacer. Los autores fueron policías de la ciudad de Cosquín. Dispararon a quemarropa y remataron a las víctimas. Los pedidos de clemencia no fueron oídos. Desde la terraza de la seccional, los simpatizantes del régimen peronista -uniformados y civiles- aplaudían. Ninguno protestó, ninguno reclamó por la vida de esas personas, ninguno le recriminó a los uniformados por la faena que terminaban de realizar en la oscilante luz de una ruinosa tarde de domingo.
El delito de las victimas fue haberse detenido a preguntar en una seccional de policía, por la dirección de una estación de servicio que vendiera aceite para el auto. Fatalidad, destino o tragedia. Se les ocurrió hacerlo en una comisaría ubicada frente a la plaza. Pero no fue la única ocurrencia. El cabo que los atendió preguntó si estaban a favor o en contra de la Revolución Libertadora. ¿Por qué lo hizo? ¿Cumplía órdenes? No lo sabemos. Uno de los viajeros cometió el error de decir que simpatizaban con los insurrectos. ¿Por qué dijo lo que dijo? ¿Por qué se le ocurrió responder en esos términos, cuando era público y notorio que la policía fue desde el principio hasta el final la institución que nunca dejó de ser leal al peronismo? Tampoco lo sabemos, y seguramente no lo sabremos nunca.
Lo cierto es que haber admitido estar a favor del golpe de Estado, haberse pronunciado en esos términos, fue como haber dado la orden de abrir fuego. Alguien dirá que las víctimas merecieron ese destino. Y lo dirá con la misma soltura y descaro con que los antiperonistas defienden los fusilamientos de 1956. ¿Merecía esa familia de conocido linaje radical ser ametrallada en la vía publica? Un niño de siete meses, ¿es culpable, culpable al nivel de terminar con un tiro en la nuca? ¿Dos mujeres desarmadas e indefensas merecían ese destino? ¿Acaso con un perro no se tienen más consideraciones?
La única respuesta más o menos razonable a semejante barbarie, es la de atribuir la tragedia al clima exasperado de la época. Lo que vale para Cosquín vale para León Suárez. Las diferencias, en un caso y en otro, no trascienden los detalles. Ambos fueron episodios brutales, perpetrados en un tiempo de horror e impiedad. La policía de la Libertadora no fue menos sádica que la policía peronista. La única diferencia, repito, para el imaginario popular, es que León Suárez dispone de una novela y un par de películas, mientras que Cosquín quedó sumergido en la oscuridad del olvido.
¿Cómo sucedieron los hechos? ¿quiénes fueron los protagonistas? ¿por qué pasó lo que pasó? La información disponible es incompleta y ojalá en un futuro próximo se logre mayor precisión respecto de lo sucedido. El pasado siempre está abierto, el pasado siempre es incierto, el pasado siempre regresa. Investigarlo es tarea de historiadores y periodistas. En el caso que nos ocupa, esta nota pretende ser un primer paso, una apertura a futuras investigaciones. Sobre el tema “la masacre de Cosquín”, hay mucha tela para cortar, muchos interrogantes que develar.
Por lo pronto, podríamos dar inicio a este relato, el mismo viernes 16 de septiembre de 1955, cuando desde la Escuela de Infantería, dirigida por el coronel Guillermo Brizuela, se repelió el ataque de civiles y militares que respondían a las órdenes del general Eduardo Lonardi. Como consecuencia de la balacera murieron en el terreno del combate el capitán Mario Efraín Arruabarrena, el teniente Alfredo Viola Dellepiane y dos conscriptos. El único que sobrevivió de ese comando fue el teniente Fernández Torres. La información en este caso habría que cotejarla, porque puede haber habido otros muertos.
Ese fin de semana Córdoba fue un campo de batalla. Según las últimas investigaciones históricas, esa ciudad no sólo fue la cuna de la Revolución Libertadora, sino que los comandos civiles llegaron a ser protagonistas importantes del operativo golpista, no sólo por la cantidad de hombres que participaron, sino por el rol que algunos desempeñaron en aquellos días.
Con los años, “comando civil” se transformó en mala palabra para el diccionario peronista, en sinónimo de antiobrero y represor. Sin ir más lejos, en 2008, Néstor Kirchner los resucitó en un discurso para confrontar contra el campo. ¿Fueron golpistas? Lo fueron. ¿Fueron represores y criminales? Habría que probarlo. Los atentados terroristas de 1953 y junio de 1955 así parecen confirmarlo, aunque en el caso que nos ocupa habría que señalar que los comandos civiles de Córdoba tuvieron otro tipo de comportamiento.
¿Fueron antiobreros? Seguro que fueron antiperonistas, pero no hay conocimiento de que hayan asesinado a algún dirigente sindical. Al respecto, y atendiendo al futuro desarrollo de los acontecimientos, habría que decir que una de las imputaciones contra los comandos civiles -la de haber atacado al movimiento obrero organizado-, debería contrastarse con los asesinatos de dirigentes sindicales por parte de esos otros comandos civiles que fueron los Montoneros.
Es verdad que los comandos civiles de 1955 salieron armados a la calle, pero no hay noticias de que hayan asesinado a alguien o lo hayan secuestrado y sometido a martirio. No puede decirse lo mismo de aquellos otros comandos organizados desde el Ministerio de Bienestar Social de la Nación y conocidos luego con el nombre de Tres A.
En las jornadas de septiembre de 1955, en Córdoba, uno de los datos singulares lo dio la amplitud de la movilización civil; movilización que alcanzó tal magnitud que sería un error conceptual calificarla de cuartelazo. En rigor, fue algo mucho más amplio, como lo prueban los cuatro mil hombres armados que participaron organizados como civiles, con jefes propios y división de tareas establecidas por ellos mismos.
Integraron esa organización -copiada del modelo partisano y maquis-, conservadores, radicales, socialistas, demócrata cristianos y estudiantes universitarios de la Federación Universitaria de Córdoba. No tengo noticias de que los comunistas hayan participado, pero atendiendo a sus posiciones políticas, no es improbable que lo hayan hecho o que lo hayan intentado.
Mientras tanto, en la avenida Patria, en la zona céntrica del Cabildo, en Alta Córdoba, en plaza San Martín, en barrio Alberdi y Cerro de las Rosas, esos comandos civiles no sólo ocuparon el territorio, sino que controlaron las principales radios y edificios públicos. La movilización en su momento estuvo equiparada a jornadas como las de la reforma universitaria en 1918, pero más allá de las comparaciones difíciles de asimilar, lo cierto es que Córdoba volvía a marcar una nota diferente dentro del tono general del país.
Otro dato merece destacarse: ninguno de aquellos civiles armados estuvo rentado, ninguno secuestró o asesinó a inocentes paras proveerse de armas, nadie fue obligado a participar por la fuerza. Para bien o para mal, eran hombres que estaban convencidos de la justicia y el honor de su causa. Cuando concluyó el combate, los comandos civiles de Córdoba desfilaron por la calle y, como lo prueban las fotos, fueron ovacionados por la multitud.
Volvamos al enfrentamiento en la Escuela de Infantería. La muerte del capitán Arruabarena movilizó a su familia. Arruabarrena estaba casado con Beatriz Roque Posse. Su padre, el escribano radical Juan Carlos Roque Posse, decidió ir a buscar a su hija a la localidad de Icho Cruz. A su hija y a su nieto Mario Eduardo. Lo acompañaban Marcelo Amuchástegui y Miguel Ángel Cárrega Núñez. Todos simpatizaban con Lonardi, todos eran radicales, pero después de la muerte de Arruabarrena, decidieron alejarse de Córdoba.
En Icho Cruz subió al vehículo Beatriz Roque Posse de Arruabarrena y su hijo de siete meses. Una maestra, Teresa Pitt, pidió que la llevaran. No había lugar. Fue lo que dijo el escribano. La maestra y su hija insistieron y Amuchástegui observó que apretándose un poco todos podían entrar. La maestra Teresa Pitt finalmente subió al auto para iniciar el viaje que la llevará a la muerte.
No conocemos el itinerario exacto ni hacia dónde iban los viajeros. Seguramente el destino era alguna casa en las sierras, un lugar donde refugiarse hasta que se tranquilizaran los ánimos. ¿Eran conspiradores? Los hombres pudieron haberlo sido, pero en ese momento, no. Nadie conspira en un auto con dos mujeres y un bebé, mucho menos sin armas, porque como se pudo verificar luego, todos estaban desarmados.
Lo demás se conoce en líneas generales. Como ya se dijo, el auto perdía aceite. Cuando llegaron a Cosquín decidieron preguntar dónde había una estación de servicios abierta. Y no se les ocurrió nada mejor que hacerlo en la jefatura de Policía, ubicada al frente de la plaza principal. De aquí en adelante los hechos se suceden como en una pesadilla. Amuchástegui desciende del auto y conversa con el policía que está de guardia en la puerta. El uniformado le pregunta si está a favor o en contra de los insurrectos dirigidos por Lonardi. Contesta que está a favor, y un certero disparo en la cabeza lo manda al otro mundo. La masacre se inicia. Los policías rodean al vehículo y disparan contra los ocupantes. Juan Carlos Roque Posse y su cuñado, Miguel Cárrega Núñez, son asesinados en sus asientos. Cárrega Núñez grita que están desarmados y que hay mujeres y niños. Son sus últimas palabras.
La maestra, Teresa Pitt pide por favor que no la maten, pero una ráfaga de ametralladora es la única respuesta que recibe a su pedido de clemencia. Beatriz a todo esto ha abierto la puerta del lado derecho del auto y con su hijo en brazos corre a lo largo de la plaza. Un tiro en la pierna la derriba. La mujer cae con el chico y una ráfaga de ametralladora despedaza al bebé. Ese “lujo” de matar a un bebé, los verdugos de León Suárez no se lo dieron.
¿Qué pasó con Beatriz? No lo sabemos con precisión. Algunas fuentes dicen que murió en la plaza, mientras que otras aseguran que fue herida en las piernas y en la cabeza, pero que alcanzó a refugiarse en una casa.
El diario La Voz del Interior, publicará la noticia de la masacre en su edición del 21 de septiembre. Allí, la opinión pública se enterará de que el jefe de policía de la provincia, quien prudentemente había tomado el recaudo de escapar de Córdoba, también había dejado por escrito la orden de tirar a matar a toda persona que simpatizara con los golpistas.
Como se podrá apreciar, las órdenes se cumplieron al pie de la letra. El balance no pudo haber sido más “exitoso”: una familia liquidada, desde el abuelo al nieto. Como frutilla del postre, desde la azotea la masacre era aplaudida con singular entusiasmo por civiles y policías. Como se dice en estos casos: “Al enemigo, ni justicia”.
Pregunto para concluir. En estos tiempos de honras póstumas, ¿alguien investigará lo sucedido, o es que estos muertos no tenían derechos humanos?, ¿a alguien se le ocurrirá -por ejemplo- honrar a la plaza con el nombre de alguna de las víctimas?, ¿algún escritor escribirá alguna novela o algún ensayo acerca de la tragedia de esa familia?, ¿se conocerán los nombres de la policía peronista que a la luz del día ordenó cometer semejante salvajada contra civiles desarmados?