El peronismo ganó las elecciones en febrero de 1946 y asumió el 4 de junio de ese mismo año. A esa fecha hay que recordarla, como también merece ser recordado el 8 de julio, el día que el diputado peronista Rodolfo Decker presentó el pedido de juicio político para los integrantes de la Corte Suprema de Justicia. Apenas un mes le bastó al gobierno para destituir a los jueces que le molestaban. En efecto, el 29 de abril de 1947 los jueces Antonio Sagarna, Roberto Repetto, Benito Nazar Anchorena y Francisco Ramos Mejía, fueron destituidos de sus cargos. La sanción alcanzó a Juan Álvarez, Procurador de la Nación y autor de uno de los libros de historia más renovadores de su tiempo. “Las guerras civiles argentinas”. El único que se salvó del “operativo limpieza” fue Tomás D. Casares, designado en la Corte por el régimen militar presidido por Farrell y de reconocida filiación católica e hispanista, toda una credencial para un régimen cuyos soportes decisivos eran las Fuerzas Armadas y la Iglesia Católica .
La Corte Suprema de signo conservador, como dirán los apologistas del peronismo, fue así reemplazada por la Corte peronista. De la imputación genérica se pasaba a la acción concreta. Los jueces “supremos” apoyarán el Plan Quinquenal, algunos de ellos serán legisladores en la reforma constitucional de 1949, y se firmarán acordadas de adhesión al duelo por la muerte de Evita, cuyo nombre presidirá la biblioteca de Tribunales.
En ese momento, el poder del líder ya era absoluto. La nueva Argentina de Perón se instalaba sus reales. Perón controlaba el Congreso, la mayoría de las provincias y, a partir de mayo de 1947, el Poder Judicial. En esa misma época empezará el ajuste de cuentas con los diarios y las radios, mientras Cipriano Reyes, uno de los líderes del 17 de octubre, era encarcelado y sometido a torturas. Se trataba del módico precio a pagar para que la CGT dejara de ser de los trabajadores y asumiera su condición de peronista.
El presidente de la Corte, Roberto Repetto, sabía muy bien el destino que le aguardaba con la llegada del peronismo al poder. A los fallos y resoluciones contra los atropellos institucionales del régimen militar, un hombre como Perón no los olvidaba. Cuando en febrero de 1946 la Corte dictó una resolución oponiéndose a las delegaciones regionales del Ministerio de Trabajo, Perón consideró que su paciencia no era infinita. Sus razones tenía. Se trataba de la misma Corte que había sido proclamada por los opositores como la heredera legítima del régimen militar. “El poder a la Corte”, era la consigna cantada por las multitudes civiles en los meses de septiembre y octubre de 1945.
Conciente de su destino, en abril de 1946 Repetto se retirará del cargo que desempeñaba desde 1923 e iniciará los trámites de la jubilación. Nada de ello impediría que a la hora del juicio político fuera sentado en el banquillo de los acusados. Los “compañeros” en estos temas no eran muy delicados, y no estaban dispuestos a perder el tiempo en minucias.
La decisión política de Perón ya había sido anticipada durante la campaña electoral. Sus palabras merecen citarse, porque sesenta y cinco años después siguen vigentes en el ideario peronista. Dijo entonces el general: “El espíritu de justicia está por encima del Poder Judicial, la justicia además de independiente debe ser eficaz, pero no puede ser eficaz si sus conceptos no marchan al compás del sentimiento público”. Como para que a nadie se le escapara el contenido de sus verdaderas intenciones, dirá luego: “El Poder Judicial no habla el mismo idioma que los otros poderes”. ¿Controles institucionales? ¿división de poderes? ¿Justicia independiente? Ridículos escrúpulos institucionales, propios de liberales que han vendido el alma al diablo.
La pregunta que habría que haberle hecho a Perón entonces, es la siguiente. Si la justicia está en manos de un espíritu y no del Poder Judicial, ¿cómo se manifiesta ese espíritu, quién lo interpreta? Pregunta ingenua, porque para el peronismo la respuesta es más que obvia. Al espíritu popular lo interpreta el líder. Y al llamado “sentimiento público”, ¿quién lo interpreta? Otra pregunta ingenua.
Lo cierto es que el diputado Decker presentó el pedido de juicio político, iniciativa que el presidente de la Cámara, Ricardo Guardo aceptó en el acto. La decisión política de juzgar a los miembros de la Corte estaba decidida. Ahora haabía que encontrar una causa. Se pusieron a leer y descubrieron que el artículo 45 de la Constitución Nacional podía ser un buen punto de partida. Allí se habla del mal desempeño de los jueces. Era un buen punto de partida, pero no alcanzaba. Hacían falta algunas imputaciones concretas. Pensaron y pensaron hasta que le encontraron la vuelta: la Corte había avalado los golpes de Estado de 1930 y 1943. ¿Era cierto? Lo era. El 9 de septiembre de 1930, tres días después de la asonada militar que depuso a Yrigoyen, la Corte había dictado una lamentable acordada que legitimaba y legitimaría hacia el futuro todos los golpes de Estado. Entre los firmantes de la acordada estaban Sagarna y Repetto. También Figueroa Alcorta, pero había muerto en diciembre de 1931.
Cuando en su momento Alfredo Palacios, en su carácter de abogado defensor de Repetto, intente convocar a algunos testigos para aclarar esta situación, el oficialismo se pondrá incómodo y le ordenará que se calle la boca. Motivos tenían. Los testigos, según Palacios, podían disipar algunas dudas porque habían sido partícipes de los golpes de Estado de 1930 y 1943. Sus nombres eran más que sugestivos. El más importante se llamaba Juan Domingo Perón. Los otros no le iban a la saga. Eran los generales Edelmiro Farrell y Sosa Molina, y el coronel Oscar Silva, todos golpistas de 1930 y 1943. Por supuesto, ninguno de ellos dijo, “esta boca es mía”. A Palacios lo dejaron hablando solo y, como se dice en estos casos, si te he visto no me acuerdo.
Admitamos, de todos modos, que los “cortesanos” merecían ser juzgados por haber dictado una acordada legitimadora de los golpes de Estado. Admitamos eso. ¿Pero, y el golpe de estado del 4 de junio de 1943? Repasemos. El 7 de junio la Corte se remitió a la acordada de 1930 para legitimar ese pronunciamiento militar. Hasta allí todo en orden. Los jueces de la Corte volvieron a equivocarse apoyando un cuartelazo infame, pero lo desopilante del caso es que quienes pretendían juzgarlos hbían sido los beneficiarios de ese golpe. Perón, sin ir más lejos, desempeñó durante ese régimen militar los cargos de vicepresidente, ministro de Guerra y secretario de Trabajo. Su apoyo a la asonada militar del 4 de junio era tan evidente que eligirá ese día para asumir el poder en 1946.
No concluyen allí los disparates. Cuando algún diputado opositor les recuerde esa contradicción, Decker responderá sin ruborizarse: “El régimen de responsabilidad no se sigue a instancia del PEN, sino a instancias de la Cámara de Diputados que no tuvo nada que ver” ¿Cinismo? ¿ignorancia? No lo sabemos. Pero luego, no conformes con ello, aportarán otra vuelta de tuerca a esta antología del absurdo. El diputado peronista Emilio Visca observará que el régimen abierto en 1943 había sido legitimado mediante el voto del pueblo y que la Corte con sus palos en la rueda no hacía más que oponerse a la voluntad popular.
¿En qué quedamos? ¿No era que debían ser juzgados por haber legitimado un golpe de Estado? Pues no, ahora resultaba que debían rendir cuentas por haberse opuesto al gobierno popular. Un psiquiatra diría que estamos ante un típico pensamiento disociado. Puede ser. Pero disociado al servicio de la inescrupulosidad del poder.
¿Algo más? Siempre hay algo más. Repetto fue acusado por mal desempeño por “no haber obligado al gobierno de facto iniciado en 1943 a aceptar la orden de sucesión impuesta por la ley de acefalía”. Así como se lee. Los legisladores peronistas lo acusaban a Repetto de no haberse hecho cargo de la consigna de la oposición: “El poder a la Corte”.
¡Creer o no creer! El peronismo en el poder apoyaba la consigna de Américo Ghioldi. ¿Exagero? Para nada. Y el que no me deja mentir es el propio Visca, quien convocó al constitucionalista Sánchez Viamonte para que testificara. Como se dice en estos casos, Visca chocó de frente contra el peñón de Gibraltar y el que se caía a pedazos era el peñón.
La respuesta de Sánchez Viamonte no se hizo esperar. “Opino que es siempre una inmoralidad castigar a quienes se consideran encubridores, dejando en la impunidad a los delincuentes y prefiero no calificar a los que abominan del delito y son, al mismo tiempo, usufructuarios”. Visca intentó hacerse el ofendido y exigió una aclaración. Viamonte envió como respuesta el mismo texto sin ninguna otra consideración. Visca tosió, se acomodó el nudo de la corbata y prefirió cambiar de conversación.
El 10 de agosto de 1946, José Emilio Visca, presidente de la comisión de Juicio Político, puso en manos de la Corte el llamado “proyecto Decker”. Se trataba de las consideraciones elaboradas por este diputado de apenas veinticinco años que, dicho sea de paso, debe de ser uno de los pocos, por no decir el único, de los protagonistas de aquellos años que aún se mantiene con vida.
El 18 de septiembre se inició el pedido de juicio político a los jueces de la Corte en la Cámara de Diputados. El despacho oficial fue firmado por Visca, Manuel Díaz, José Rossi y Manuel Sarmiento; en tanto que por la oposición merece destacarse la labor desempeñada por el diputado radical y santafesino, Julio Busaniche. El debate duró alrededor de diecisiete horas. Después los peronistas bajaron los votos: 104 a 47. Los muchachos en estos temas suelen ser disciplinados y eficaces. Verticalismo es la palabra que designa esa singular habilidad para cumplir con la voluntad del jefe.
El señor Visca proveniente del más rancio conservadorismo de la provincia de Buenos Aires, iba a demostrar que en esas lides podía ser el mejor alumno. Dos años más tarde, este caballero ganará definitiva celebridad nacional cuando presida la comisión que llevará su nombre.
Perdón por la digresión, pero algunos datos históricos merecen conocerse. Esa comisión bicameral se constituyó en su momento para investigar los abusos cometidos por la policía y los servicios de inteligencia controlados por el peronismo contra los “contreras”, pero Visca se las ingenió para transformarla en una patrulla destinada a investigar a dirigentes opositores, allanar y clausurar periódicos y administrar las entregas de papel entre los diarios amigos y enemigos. No hace falta disponer de una imaginación tropical para advertir que en estos temas, sesenta y cinco años después, no ha habido nada nuevo bajo el sol
Retornemos al juicio político. Resuelto el trámite en la Cámara de diputados, inmediatamente se constituyó la comisión encargada de redactar las acusaciones y oficiar de fiscal ante la Cámara de senadores. Los nombres merecen recordarse. En primer lugar estaban Visca y Decker. A ellos se sumaron Ernesto Palacio, Raúl Bustos Fierro, Alcides Montiel y Eduardo Beretta.
Palacio se había iniciado en el anarquismo, luego se identificó con el nacionalismo conservador y fue golpista en 1930. Al momento de ser elegido diputado peronista, ya era reconocido como historiador o, para ser más preciso, escritor de libros de historia revisionista. Bustos Fierro era cordobés, abogado, y sus inicios políticos se habían dado en el radicalismo. De los integrantes de la comisión de juicio político, Bustos Fierro era el único con formación jurídica adecuada.
Las asociaciones y colegios de abogados hicieron oír sus protestas. Aparecieron algunas solicitadas y declaraciones de reconocidos juristas. Todo fue en vano. Perón necesitaba una Corte dócil y una solicitada en los diarios conservadores no le iba a torcer el brazo. Por las dudas, los operativos represivos e intimidatorios se incrementaron. Sin ir más lejos, el 28 de agosto un grupo de abogados que se había reunido en el estudio jurídico del doctor Abel Houssay, fueron detenidos y encerrados en un calabozo por más de veinticuatro horas. ¿El motivo? Muy sencillo: la violación de un edicto policial que prohibía las reuniones públicas si previamente no se había solicitado el correspondiente permiso.
Los jueces de la Corte, por su parte, procedieron a elegir a sus defensores. Ramos Mejía será representado por José Díaz Arana, afiliado al partido Demócrata Progresista; Antonio Sagarna lo convocó a Alfredo Palacios, quien aceptó inmediatamente, no sin antes ponderar la condición proletaria de la familia de su defendido. Los peronistas empezaron a ponerse nerviosos. Había que debatir y para colmo de males había que hacerlo con un polemista temible como era Palacios. Algo había que hacer, se decían entre ellos. Pensaron y pensaron, hasta que le encontraron la vuelta. Los abogados defensores no podrían usar de la palabra; los alegatos serían leídos por el secretario de la Cámara, un tal Manuel Reales. Se trataba de impedir que Palacios o Díaz Arana hablaran, o montaran su propio espectáculo. Por otra parte, el peronismo era conciente de que -salvo Bustos Fierro- carecía de legisladores con formación jurídica capaces de confrontar con los opositores. El otro abogado peronista en condiciones de hacerlo era Arturo Sampay, entrerriano, iniciado políticamente en el radicalismo, y que seguramente reservaba su enorme y reconocido talento para la asamblea constituyente de 1949.
El 30 de octubre de 1946 y con Alberto Teissaire en la presidencia -el mismo que después de 1955 se transformará en un despreciable delator de sus propios compañeros- se iniciaron las sesiones. El oficialismo tomó la palabra y dio a conocer los motivos que fundaban el pedido de juicio político. Una semana más tarde se les informó a los demandados que disponían de quince días tara responder. El 4 de diciembre, y esta vez con la presidencia de ese personaje patético y grotesco que fue Jazmín Hortensio Quijano, vicepresidente de la república, se inició la sesión en la que los demandados ejercerían su derecho a la defensa.
Antes de que algunos de los legisladores presentes usaran de la palabra, Quijano informó con tono de voz neutra que, de acuerdo con el artículo 25 del Reglamento, los defensores debían estar en el palco bandeja. El vozarrón de Alfredo Palacios tronó en el recinto. “¡No permito señor presidente!”, dijo ante el estupor de los peronistas que habían previsto que el abogado socialista no hablara. “Hacer sentar en la barra a los defensores de la Corte es un agravio…”, acusó Palacios. Pero Quijano no lo dejó continuar. “¿Dónde está el comisario de la Cámara? preguntó a los gritos, “que venga en el acto para invitar al doctor a retirarse”. Quijano hablaba con la ansiedad y la angustia de quien sabía que se estaba jugando el puesto. Desde la bancada oficialista crecieron los murmullos y se escuchó algún insulto contra Palacios. Éste, mientras tanto, había retomado la palabra. No se escuchaba bien lo que decía, pero sus últimas palabras fueron claras: “Si los jueces son enemigos de los acusados, no hay tribunal ni hay justicia”.
La cosa no daba para más. “No hay ni tribunal ni justicia”, repetía Palacios mientras se retiraba acompañado por sus amigos. En la puerta del Senado fue abordado por los periodistas. Allí se permitió algunas licencias verbales, propias de su estilo. La que quedó registrada para la historia fue la siguiente: “Aquí lo que no hay es vergüenza, carajo”.
Más tarde declarará en rueda prensa: “Hemos soportado un largo via crucis, en cuyo trayecto la defensa ha debido soportar con entereza las pruebas medievales del agua y del fuego”. Y cuando le preguntaron su opinión sobre el juicio político dijo: “Este juicio político se ha realizado por sugerencias evidentes del actual presidente de la república, líder del partido al que pertenecen los dos tercios de diputados acusadores y la unanimidad de los senadores”.
El 30 de abril de 1947, a las cuatro de la tarde, los senadores por absoluta mayoría votaron la destitución de los jueces. Cuando los legisladores se estaban retirando, ya se escuchaba el estruendo de los bombos peronistas convocando para la fiesta del 1º de mayo. Las tapas de los diarios nacionales del día siguiente informaron sobre lo sucedido, pero los ecos de la “Fiesta del Trabajo” fueron mucho más estruendosos.
Roberto Repetto no fue destituido porque se le reconoció que dos meses antes de asumir el nuevo gobierno, él había iniciado los trámites de su jubilación..El único que se salvó de la limpieza fue Casares, de quien ya mencionamos su condición de hispanista y nacionalista católico. Dijimos en su momento que Casares fue designado juez de la Corte por el general Edelmiro Farrell, pero que no era éste el primer reconocimiento. En 1943 el ministro Gustavo Martínez Zuviría lo nombró interventor en la UBA, donde se clausuraron centros de estudiantes, se ilegalizaron asociaciones profesionales, cesantearon docentes y numerosos estudiantes fueron a dar con sus huesos a la cárcel . Efectivamente, Casares era un hombre merecedor del cargo de juez de la Corte con el que acababan de honrarlo.
Liquidada la Corte conservadora se procedió a designar la Corte peronista. Además de Casares, estarán allí Felipe Pérez, Luis Longui, Rodolfo Valenzuela y Justo Alvarez Rodríguez, quien, además de abogado, era cuñado de Eva Perón. “¡Misión cumplida mi general!”, dicen que le dijo José Emilio Visca a su jefe.