Adolfo Suárez

Jorge Luis Borges postula que a todo hombre el destino le presenta una oportunidad que justifica toda su existencia. Una noche, una mañana, un día, en el que un hombre sabe definitivamente quién es. Ese instante sagrado, la historia se lo brindó a Adolfo Suárez la tarde del 23 de febrero de 1981, cuando el teniente coronel de la Guardia Civil, Antonio Tejero, al mando de doscientos hombres, irrumpió en la Cámara de Diputados al grito de “todo el mundo al suelo”.

La asonada, luego conocida como “el 23F”, se llamó en sus orígenes Operación Duque de Ahumada, en homenaje al fundador de la Guardia Civil. La Operación Ahumada fue la continuidad, y de alguna manera el epílogo, del Operativo Galaxia, el intento frustrado de resolver por la vía de un golpe de Estado aquello que militares, extremistas de derecha y sobrevivientes del franquismo consideraban los vicios incorregibles de la democracia.

Treinta años después, los golpistas parecen personajes de caricatura, monigotes portadores de ideas anacrónicas y ambiciones miserables. En 1980 el panorama no estaba tan claro. Se suponía que la democracia en España era un proceso irreversible, pero ese supuesto estaba condicionado por imponderables de todo tipo. Tejero era uno de ellos, pero no el único.

Con el diario del lunes queda claro que la intentona golpista no tenía destino y que sus operadores no eran más que un puñado de fanáticos. Pero hoy se sabe que Tejero no estaba tan solo como lo presenta cierta historia oficial. Las imputaciones de que el rey también estuvo comprometido en la asonada son opinables, pero lo que no es opinable es que hasta la medianoche de esa jornada más de la mitad de las guarniciones militares esperaron que la crisis se resolviera en una dirección u otra para recién tomar una posición.

¡La tarde de 1981! Las crónicas recuerdan que al momento de irrumpir Tejero estaba fundamentando su voto el legislador socialista Manuel Núñez Encabo. ¡Paradojas de la historia! Los diputados se habían reunido precisamente para aceptar la renuncia de Suárez a la presidencia y designar en su lugar a Leopoldo Calvo Sotelo. Como se recordará, tres semanas antes había presentado la renuncia a su cargo. Conviene recordar los términos de esa renuncia: “Mi marcha es más beneficiosa para España que mi permanencia. Yo no quiero que el sistema democrático de convivencia sea una vez más un paréntesis en la historia de España”. Suárez sabía de lo que estaba hablando. Todos los españoles lo sabían. La guerra civil y más de tres décadas de dictadura daban cuenta del drama institucional de la nación.

Con su renuncia, Suárez ponía por encima de sus ambiciones personales los intereses del país. Todos sus adversarios de derecha e izquierda festejaron su paso al costado. Para unos se iba un traidor, para otros, un heredero de Franco. Nadie se privó de acusarlo con los peores términos, nadie se privó de propinarle las palabras más hirientes. Suárez era un mediocre, un oportunista, un político chapucero, un pavo real y, en todos los casos, un incompetente.

Treinta años después, todos o casi todos- los que lo despellejaron se hicieron presentes en su velorio para despedirlo con las palabras más cálidas. El ministro conservador Alberto Ruiz Gallardón fue tal vez el más sincero: “Nos quedaríamos sorprendidos de las cosas que dijimos de él cuando era presidente; nos quedaríamos sorprendidos y quizás avergonzados”.

Pero retornemos al momento en que Tejero y su corte de pistoleros ingresan a la Cámara de Diputados a los gritos. Por supuesto, no necesitaron gritar dos veces “Todos al suelo”. Como se dice en estos casos, el miedo no es sonso. Todos hicieron cuerpo a tierra, conservadores, socialistas y comunistas. Todos, menos tres personas: el general y vicepresidente Manuel Gutiérrez Mellado; el dirigente comunista Santiago Carrillo y Adolfo Suárez.

Gutiérrez Mellado fue el primero que increpó a los militares y le exigió a Tejero que se cuadrara ante un superior. Le respondieron con insultos y empujones y como para que quedara claro que estaban decididos a todo, dispararon al techo sin dejar de lanzar gritos de guerra.

Santiago Carrillo fue el otro que no se sumó a la mayoritaria revolcada por el suelo, pirueta que dicho sea de paso- también realizaron algunos camaradas de su partido. Carrillo combatió en la guerra civil, militó en la clandestinidad, supo de cárceles, persecuciones y exilio. Su partido acababa de ser legalizado y él fue uno de los artífices de una transición pacífica, “de la ley a la ley a través de la ley”, como dijera una de las mentes lúcidas del franquismo, el doctor Torcuato Fernández Miranda, para más de un historiador el verdadero ideólogo de la transición. Carrillo también sospechó en ese momento que la historia lo estaba poniendo a prueba y que si Suárez, su rival e interlocutor, no se tiró al suelo, él tampoco lo iba a hacer, por más que sospechara que él era el blanco preferido de los militares.

Y por último, Suárez. El hombre no sólo que no se arroja al suelo sino que se pone de pie, camina hasta donde está Tejero y lo interpela: “Explique qué locura es esta”, le dice. Los militares lo miran asombrados. Pueden entender que Gutiérrez Mellado, un respetable camarada de armas, no se asuste por el despliegue de armas; no les extraña demasiado que un tipo como Carrillo tampoco se deje intimidar, pero que un político como Suárez, un civil que sólo usó las armas para participar de alguna partida de caza les haga frente, les resulta inconcebible. Y sin embargo así fue: Suárez los increpó con palabras duras y aunque lograron reducirlo todos, incluso los militares, ya sabían que la victoria moral era suya.

A los hombres que valen se los conoce en las situaciones límites, ese momento -al decir de Borges- en que un hombre sabe si es o no es valiente. Suárez aprobó esa asignatura y lo hizo con las mejores notas. Insisto: para quienes dicen que la asonada no tenía destino, que Tejero era un loquito suelto, importa recordar que para 1981 a la crisis económica incipiente, se sumaba el terrorismo de la ETA y el Grapo, las arremetidas del nacionalismo vasco y catalán y la resistencia de militares y obispos conservadores. No, no era fácil gobernar en España en esos años y no eran pocos los que consideraban que una solución autoritaria era lo mejor que le podía pasar a un país supuestamente incapacitado para vivir en democracia.

Suárez había sido designado presidente por el rey en julio de 1976 y un año después fue electo en los primeros comicios libres de España de los últimos cincuenta años. Durante cinco años, fue el principal responsable de la transición y el inspirador de las leyes y pactos institucionales más trascendentes. Cada una de las reformas despertó resistencias durísimas. A derecha e izquierda.

Para 1981 el trabajo estaba hecho, pero Suárez era algo así como un cadáver político. Fue en esas circunstancias cuando se paró firme delante de los militares, mientras muchos de los que lo criticaban sin piedad se escondían debajo de sus bancas. Fue su última victoria política. Una semana después no era más presidente y a partir de allí su estrella política se fue debilitando hasta apagarse junto con su memoria.

Si en el ejercicio del poder ningún agravio le fue negado, en su vida privada le llovieron todas las desgracias. Primero el cáncer de su esposa, luego el de su hija, finalmente el Alzheimer que durante diez años lo apartó de la vida y de la historia. Para enfrentar la enfermedad de su mujer hipotecó la casa, hipoteca que fue ejecutada por el Banco Banesto en 1995.

Es verdad que no necesitó de la muerte para ser reconocido por sus contemporáneos, pero no es menos cierto que su enfermedad le impidió disfrutar de la recompensa que le brindó la historia. Toda España hoy se une para despedir a un gran hombre que supo afrontar con coraje los desafíos de su tiempo y supo vivir con dignidad las ingratitudes de los hombres y las inclemencias del destino.

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