Fue una masacre. Los informes brindados por la dictadura militar y algunos de sus principales protagonistas siguen siendo inconsistentes. La teoría del intento de fuga no la creyó ni la cree nadie. Ni siquiera los militares. El propio general Lanusse, el presidente de la Nación en esos momentos, no fue capaz o no pudo dar otro informe que el oficial.
Como se recordará, todo empezó el martes 15 de agosto, cuando los presos políticos detenidos en el penal de Rawson decidieron fugarse. El operativo fue instrumentado por los jefes de las tres organizaciones armadas de entonces: ERP, FAR y Montoneros. Fue un operativo audaz y desesperado. Los guerrilleros sabían los riesgos que corrían, pero llegado el momento no vacilaron en correrlos.
Para agosto de 1972, la dictadura de la autodenominada Revolución Argentina trataba de organizar una salida política porque sus principales operadores estaban convencidos de que el régimen militar estaba agotado. La estrategia de Lanusse y su ministro Mor Roig se conoció con el nombre de Gran Acuerdo Nacional (GAN), un eufemismo para aludir al acuerdo con Juan Domingo Perón.
Las tratativas de negociación estaban avanzadas En efecto, para la fecha que estamos hablando faltaban apenas tres meses para que Perón regresara luego de dieciocho años de exilio y proscripción. La dictadura militar iniciada con Onganía no había resuelto ninguno de los problemas que había prometido resolver; por el contrario, los agravó. Las luchas populares contra la dictadura movilizaban a las clases populares y amplios sectores de las clases medias.
Los cordobazos y las diferentes puebladas que estallaron a lo largo y a lo ancho del país daban cuenta del grado de beligerancia de la sociedad. En 1970, luego del secuestro de Aramburu, renunció Onganía, el militar que impresionaba a Mariano Grondona por sus silencios prolongados hasta que se percató de que su mutismo no provenía de la inteligencia, sino de la ignorancia y la ausencia de ideas. En 1971, presentó la renuncia Marcelo Levingston, el general traído desde Estados Unidos. A partir de ese momento, el poder militar quedó en manos del caudillo más importante de las Fuerzas Armadas, tal vez el más talentoso y trágico; el antiperonista más duro y al mismo tiempo el más democrático: Alejandro Agustín Lanusse.
El GAN estaba muy bien escrito en los papeles, pero no era tan fácil concretarlo. En primer lugar, Perón no se iba a prestar a ser una dócil marioneta de Lanusse; pero tan preocupante como las indocilidades de Perón era el desarrollo de las organizaciones armadas nacidas en el contexto de la dictadura militar y en el tramo histórico de una Argentina minada por la ilegalidad, las proscripciones y los golpes de Estado.
Cuarenta años después, es posible elaborar algunas interpretaciones más o menos ecuánimes de aquellas experiencias. Ni héroes ni demonios, la guerrilla nace en la Argentina en el marco político mencionado y en un mundo donde está instalado en el imaginario de amplios sectores de la intelectualidad, la juventud y la militancia popular, la certeza de que la única salida viable para una Argentina injusta era la lucha armada.
Para agosto de 1972 la situación de estas organizaciones no era muy favorable. Sus principales dirigentes habían sido abatidos o estaban en la cárcel. En Trelew había alrededor de doscientos detenidos, muchos de ellos procesados por el célebre “Camarón”, el marco legal organizado por la dictadura para juzgar a los guerrilleros con el ordenamiento legal vigente.
A la fuga la planifican los jefes de las tres organizaciones armadas, pero la iniciativa pertenece al ERP. En principio, el proyecto no fue totalmente aceptado. La conducción de Montoneros en libertad no aprueba el operativo por considerar que podía perturbar las gestiones por el inminente retorno de Perón. Por su lado, los dirigentes del PRT en Buenos Aires dan a conocer las dificultades técnicas que se presentan para organizar un operativo de esa magnitud en medio del desierto.
Finalmente, se acuerda organizar la fuga. Los líderes de las organizaciones armadas de Trelew se responsabilizan del paso que van a dar. Agustín Tosco, el legendario dirigente obrero de Luz y Fuerza, es invitado a participar, pero rechaza el ofrecimiento argumentando que él es un dirigente de masas y su libertad debe ser la consecuencia de la lucha de masas.
Para el momento de la fuga es probable que los detenidos hayan contado con catorce pistolas, aunque un testigo me aseguró que sólo había una en condiciones de abrir fuego.
El régimen de visitas ampliado y la certeza por parte de los militares de que la fuga en las estepas del sur era imposible facilitaron las condiciones. El plan original incluía tres camiones que debían llegar hasta el penal, ubicado a 25 kilómetros del aeropuerto, y un avión que sería secuestrado por los encargados del operativo externo.
En este punto las informaciones disponibles se contradicen. Se dice que hubo dificultades para conseguir los camiones. Se dice que a Fernández Palmeiro se le había dado dinero para que comprara un avión y dispusiera de él para trasladar a sus compañeros y se gastó la plata en otros menesteres, motivo por el cual la alternativa fue secuestrar un avión de línea.
El proyecto organizado por Santucho, Osatinsky y Vaca Narvaja preveía la fuga en tres contingentes. En un primer nivel debía asegurarse que se escapara la vanguardia, es decir, los principales jefes de las organizaciones armadas; en una segunda tanda debían sumarse diecinueve combatientes seleccionados por su importancia jerárquica, y en una tercera, debían agregarse alrededor de ciento diez guerrilleros.
El operativo para controlar el penal se inició unos minutos después de las seis de la tarde. En principio, todo salió como estaba previsto. La única resistencia la ofreció el cabo Juan Gregorio Valenzuela, que fue muerto por Osatinsky. De Valenzuela también se dice que fue ejecutado por ser considerado un guardia que se ensañaba con los detenidos.
El penal es controlado, pero el ruido de los disparos alarma a quienes aguardan afuera con los vehículos. Los dos camiones manejados por José Luis Marcos y Jorge Lewinger se retiran de la zona y el único vehículo que llega hasta el penal es el manejado por Carlos Goldemberg, quien, desobedeciendo consignas expresas, decide quedarse y recoge a los seis jefes de las organizaciones armadas: Mario Roberto Santucho, Gorriarán Merlo, Domingo Mena, Marcos Osatinsky, Roberto Quieto y Fernando Vaca Narvaja.
Controlado el penal, el resto de los guerrilleros llama por teléfono a los taxis para que vengan a recogerlos. El tiempo apremia. Diecinueve guerrilleros parten hacia el aeropuerto en tres taxis. Cuando llegan el avión de Austral secuestrado por Fernández Palmeiro, Ana Weissen y Ferreira Beltrán está correteando por la pista o acaba de levantar vuelo.
Se dice que volaba en las inmediaciones un avión de Aerolíneas Argentinas. Durante un rato desde la torre de control intentaron convencerlo para que descendiera. Las negociaciones merecerían haber sido filmadas por la tensión y el dramatismo de esos contados minutos en los que diecinueve guerrilleros se estaban jugando la libertad y la vida. No lo lograron.
Agotada toda posibilidad de fuga se quedan en el aeropuerto sin otra alternativa que negociar su entrega con las Fuerzas Armadas. En medio de la nada y rodeados por soldados, gendarmes y aviones, la única salida posible es convocar a la prensa y al juez federal para entregarse. El capitán Sosa, a cargo del operativo militar, les garantiza respetar sus vidas y que serán devueltos a Trelew.
Los guerrilleros son cargados en los camiones, pero, en lugar de ser trasladados al penal, los llevan a la base Almirante Zar. Mientras tanto, se ha decretado el estado de emergencia y la región queda bajo el control absoluto de los militares. Oscurece. Los camiones ingresan a la base de la Marina.
Con las tragedias casi siempre ocurre lo mismo: los indicios de que lo peor puede suceder están en el aire, se respiran, se sienten, pero pareciera que los protagonistas se resisten a asumirlo. Lo sucedido en Trelew el 22 de agosto de 1972 no fue la excepción. Una semana antes, los diecinueve guerrilleros ingresaban a la base Almirante Zar y se suponía que en poco tiempo todo volvería a la normalidad. No fue así y, conociendo a los protagonistas, no había razones para suponer que debería haber sido así.
Ni bien los guerrilleros se entregaron a las Fuerzas Armadas, abogados y familiares se hicieron presentes en la ciudad de Trelew, para tratar de asistir a los detenidos. Por supuesto que la alternativa de una masacre estaba presente, pero nadie esperaba que el desenlace sería tan brutal, tan salvaje. Conozco de esos estados de ánimo porque a mí también me dominaban en aquellos tiempos. Del enemigo se piensa lo peor, pero pareciera que entre lo que se piensa y lo que efectivamente ocurre hay una distancia que nunca se va a recorrer. En esas circunstancias, pensar en lo peor es como hacer un ejercicio de la imaginación o la fantasía, pero confiando en que la realidad es algo diferente.
Lo singular de Trelew es que esa vez la imaginación -en sus versiones más macabras- y la realidad se juntaron. Las peores pesadillas se hicieron visibles: los militares mataban, y poco o nada les importaba justificar legalmente su conducta. En 1976 se repetiría en una escala superior algo parecido. Lo siniestro se hará realidad y no quedará otra alternativa que padecerlo.
De acuerdo con los relatos de los abogados, el clima en Trelew olía a pólvora y a ceremonia fúnebre. Los militares no dejaban aproximar a nadie a los cuarteles. Se paseaban en vehículos armados hasta los dientes y el trato a los civiles, incluidos los jueces, era indiferente o agresivo. Los militares controlaban la situación y allí no había lugar ni para Habeas corpus ni para madres llorosas.
Desde que los guerrilleros se entregaron hasta que fueron ejecutados pasó una semana. Los militares dispusieron del tiempo necesario para evaluar la situación con la cabeza fría, como se dice en estos casos. Lo que hicieron, por lo tanto, no fue el producto de un arrebato o de una calentura. Todo estuvo planificado, la planificación no fue perfecta y en más de un punto hubo improvisación, pero la decisión de matar fue el producto de una orden impersonal, fría, metálica.
El 22 de agosto, pasadas las tres de la mañana, los presos fueron obligados a formar fila al frente de sus celdas. Cuando los disparos empezaron a sonar, la mayoría no tuvo tiempo de nada, ni siquiera de prepararse para morir. El operativo fue eficaz pero desprolijo. Es como que los verdugos no disponían de todo el tiempo del mundo para cumplir con su faena macabra. ¿Temían a alguien?, ¿fue una decisión de un grupo de locos?, ¿por qué estaban tan apurados? Insisto: el argumento de un arrebato de los verdugos es tan poco creíble como la teoría oficial del intento de fuga.
La decisión de asesinar a diecinueve guerrilleros no la toma un oscuro capitán de la Marina, del mismo modo que a guerrilleros expertos no se les ocurre fugarse cuando no tienen la más remota posibilidad de hacerlo con éxito. Especulaciones más, especulaciones menos, lo cierto es que los hechos ocurrieron como los conocemos. Los presos salieron a la puerta de sus celdas y fueron abatidos. Después, los verdugos recorrieron celda por celda para darles el tiro de gracia a cada uno de los caídos. Así y todo seis guerrilleros quedaron con vida; tres de ellos murieron horas más tarde, pero otros tres se recuperaron y son los que relataron lo que sucedió esa noche trágica.
Conviene recordar los nombres de los muertos: Ana Villarreal de Santucho, Jorge Ulla, Humberto Toschi, Humberto Suárez, María Sabella, Mariano Pujadas, Miguel Polti, José Mena, Susana Lesgart, Clarisa Lea Place, Alfredo Kohon, Mario Delfino, Alberto del Rey, Eduardo Copello, Rubén Bonet y Carlos Astudillo. También es importante recordar el nombre de los asesinos: Juan Sosa, Roberto Bravo, Emilio del Real, Carlos Marandino, Francisco Herrera y José Marchand, estos dos últimos fallecidos.
¿De dónde vino entonces la orden de asesinarlos? No hay una exclusiva respuesta. Recuerdo que un amigo radical me decía que a él no le cabía en la cabeza la idea de que Mor Roig hubiera dado la orden de muerte. Le contesté que tenía razón: Mor Roig no había dado la orden, entre otras cosas porque el poder real lo tenían los militares y a estos halcones ni por asomo se les hubiera ocurrido consultar a Mor Roig, quien seguramente se enteró de lo sucedido a través de los diarios.
Lanusse, como presidente de la Nación, sin duda fue responsable y él públicamente así lo asumió. Sus declaraciones oficiales legitimaron la teoría del intento de fuga. No obstante, quienes seguimos el caso de cerca, quienes leímos las crónicas de la época, dudamos de que Lanusse haya dado la orden. El general era un duro, pero ni su personalidad ni su propuesta política se compadecía con una decisión tan brutal y despiadada, al punto que en algún momento llegó a decirse que la ejecución fue promovida por militares duros para abortar la salida política prevista a través del Gran Acuerdo Nacional que proponía Lanusse.
Años después, este general se transformaría en una suerte de opositor a la dictadura de Videla, cuando le tocara vivir en carne propia el dolor por el secuestro y muerte de personas queridas. Por entonces trascendió, sin que nunca pudiera confirmarse que Lanusse, en una de las escasas reuniones que tuvo con Videla, le reprochó lo que se estaba haciendo con los secuestros y las torturas. Y cuando Videla intentó justificarse le habría dicho: “Hace unos años tuve que soportar un Trelew, pero a vos te hacen un Trelew todos los días y no decís una palabra”.
En una entrevista con Miguel Bonasso, lo único que admitió de manera vaga es que el general Edgardo Ignacio Betti era el que estaba a cargo de la región y después cambió de conversación. Hay otro testimonio interesante. Es el de un periodista inglés destacado en Casa Rosada. Ya se sabe que cuando en la Argentina ocurre algo importante siempre hay un inglés en las inmediaciones. En este caso, el periodista escribió una crónica relatando las febriles reuniones de los mandos militares en esos días. El martes 22 a la mañana este periodista le confió en voz baja a un colega: “Esta noche los matan a todos”.
Premonitorio o no, lo cierto es que esa noche los mataron a todos; por lo menos eso fue lo que intentaron. Los tres que salvaron sus vidas, fue a pesar de los militares. Como se sabe, los enfermeros llegaron seis horas después y así se salvaron Berger, Haidar y Camps. Recuerdo que en Santa Fe la noticia nos movilizó a todos. Esa tarde los estudiantes convocamos a una asamblea general en el aula Alberdi de la Facultad de Derecho y después salimos en manifestación a la calle donde fuimos dispersados por la policía. Este periodista terminó en un calabozo con otros amigos.
Entre los muertos de Trelew había algunos santafesinos. El más conocido era Jorge Alejandro Ulla. El otro era Del Rey, creo que provenía del sur de la provincia, pero estudiaba Ingeniería Química en la UNL. La reacción mayoritaria de la sociedad fue de solidaridad con los muertos y de repudio al crimen. La dictadura militar se caía a pedazos y la masacre de Trelew convalidaba las peores presunciones en contra de los militares. El entierro de Ulla convocó a muchísima gente. Familiares, amigos, militantes, despedían no tanto al guerrillero del ERP como al joven idealista asesinado por una dictadura militar.
Aclaro: la diferencia entre el guerrillero y el joven idealista hoy es apenas un matiz, pero en 1972 esa diferencia era clara. Para fines de 1972 no era necesario ser guerrillero o militar en una organización armada para simpatizar con ellos. La dictadura militar y la masacre de Trelew contribuyó a dar nacimiento a la imagen de la juventud maravillosa que tan buenos resultados electorales daría en marzo de 1973. Esa luna de miel entre la lucha armada y las clases medias duraría lo que duran las lunas de miel; es decir, poco. Pero eso ya es otra historia.