El ERP asalta el cuartel de Monte Chingolo

El 23 de diciembre de 1975, el Ejército Revolucionario del Pueblo (ERP), brazo armado del Partido Revolucionario de los Trabajadores (PRT), atacó el cuartel militar “Domingo Viejobueno”, en Monte Chingolo, un regimiento ubicado en la zona sur del Gran Buenos Aires. El operativo fue calificado como la mayor batalla de la guerrilla argentina, un dato que debería completarse diciendo que fue también su derrota definitiva.

Según estimaciones confiables, murieron en este “combate” alrededor de cincuenta guerrilleros. Más de la mitad de ellos fueron ejecutados, la mayoría torturados y algunos despedazados, como el caso del joven combatiente que fue atado vivo a un tanque de guerra y aplastado contra una pared.

Las Fuerzas Armadas perdieron cinco hombres, tres de ellos conscriptos. La desproporción de las cifras de muertos de los bandos en lucha da cuenta del desastre militar que sufrió la guerrilla, un desastre que se prefiguraba en términos políticos y militares para cualquier observador objetivo, menos para los jefes del PRT, quienes suponían que se trataba de una ofensiva militar superior a la que hiciera Fidel Castro en 1953 contra el cuartel Moncada, según palabras del propio Santucho.

No terminaron allí las evaluaciones exitistas. Confirmada la derrota, la máxima conducción del PRT admitió que efectivamente hubo una derrota militar, pero un gran triunfo moral y político. Quienes hacían esas evaluaciones se suponía que eran hombres inteligentes, capaces de elaborar análisis reflexivos y realistas sobre lo ocurrido. No fue así. Impermeables a los rigores de la realidad, meses después seguían haciendo las mismas apreciaciones. Cuando el 24 de marzo de 1976, los militares derrocaron a Isabel Perón, el diario “El Combatiente”, órgano teórico del PRT, encabezaba el título de tapa con la siguiente consigna “Argentinos a las armas”.

Con la muerte de Santucho, en julio de ese año, los sobrevivientes arribaron a la obvia conclusión de que habían sido derrotados. No obstante, algunos de sus dirigentes siguieron considerando que lo sucedido en Monte Chingolo había sido la más alta expresión de la lucha de clases en la Argentina. Según ellos, la derrota militar debía enmarcarse en un contexto político revolucionario que auguraba el triunfo final. Monte Chingolo -decían- se equiparaba con derrotas como las de Cancha Rayada, Vilcapugio y Ayohuma, es decir, pequeños contratiempos en una epopeya liberadora.

Como se dice en estos casos: “todo es imaginario y cualquier semejanza con la realidad es pura coincidencia”. De todos modos, quienes frecuentaron a Santucho en esos meses recuerdan que el jefe guerrillero se interrogaba seriamente acerca de la viabilidad de una estrategia que a todas luces era equivocada. Seguramente no renegaba de la lucha armada, pero varios testimonios coinciden en señalar que en voz baja había empezado a confiar sus dudas a sus colaboradores.

Lamentablemente, en diciembre de 1975 predominaron las certezas, no las dudas. Se supuso que había un repliegue coyuntural de las luchas sociales, pero que pronto se asistiría a una nueva ofensiva de masas. La tarea de la vanguardia armada consistiría, por lo tanto, en definir el camino estratégico: la guerra revolucionaria contra el régimen y su expresión política más conciente: las Fuerzas Armadas.

Como se recordará, la Argentina de fines de 1975 se parecía más a un infierno que a un remanso de paz. Los operativos terroristas de las Tres A habían disminuido con la caída de López Rega, pero la violencia política continuaba vigente. El peronismo en el gobierno había perdido gobernabilidad, los esfuerzos por desplazar a la presidente habían sido bloqueados por el propio peronismo y la única salida que se avizoraba en el horizonte era la del retorno de los militares al poder.

El 17 de diciembre se decidió anticipar las elecciones, una iniciativa promovida por la UCR que, conciente de las dificultades de la propuesta, lanzó la siguiente consigna: “llegar a las elecciones aunque sea con muletas”. El 18 de diciembre, el brigadier Orlando Jesús Capellini se alzó en armas contra el gobierno de Isabel. La aviación, considerada el arma más fascista de las Fuerzas Armadas, estimaba que el proceso político estaba agotado, que la presidente debía renunciar y que el comandante en jefe debía hacerse cargo del poder. Más claro, agua. El motín fue sofocado y el brigadier Luis Fautario fue reemplazado por el brigadier Orlando Agosti. Las asperezas entre camaradas de armas se terminaron de limar luego del asalto a Monte Chingolo.

No se sabe con certeza en qué momento se propuso el operativo guerrillero. Para fines de noviembre, el PRT mantenía la guerrilla en Tucumán y planificaba abrir nuevos frentes de batalla. El optimismo de los dirigentes se correspondía con la capacidad de entrega de los militantes absolutamente convencidos de la justicia de su causa y decididos a entregar la vida por ella.

Desde el punto de vista estrictamente militar, el operativo se proponía apropiarse de alrededor de veinte toneladas de armas que serían trasladadas a Tucumán; la toma del cuartel dejaría muy mal parado el prestigio de las Fuerzas Armadas y las obligaría a postergar el golpe de Estado. Por último, se consideraba la posibilidad de abrir un frente de batalla en el Gran Buenos Aires, a pocos kilómetros de la Casa Rosada.

Se estimaba que en el operativo participarían alrededor de 300 combatientes. El jefe militar designado fue Eliseo Ledesma, “Pedro”, un combatiente probado por su experiencia militar y temple político. Un conscripto simpatizante del ERP se encargó de pasarle todos los datos sobre los movimientos internos del cuartel. Un arquitecto dibujó la maqueta del regimiento que permitió a los guerrilleros planificar en detalle los movimientos tácticos del operativo. La logística aseguraría el aprovisionamiento de armas y casas.

El más elemental manual de guerrilla sostiene que la clave del triunfo es la capacidad de iniciativa, la sorpresa, la moral de combate y el apoyo de la población. Y se suponía que estos requisitos se cumplirían sin mayores dificultades. Los combatientes convocados eran de diferentes edades y diversas experiencias militantes. Sin embargo, un porcentaje importante eran menores de veinte años. Las mujeres también fueron convocadas; algunas de ellas estaban embarazadas. La edad de los guerrilleros y el estado de preñez de algunas mujeres les serían luego reprochados a los dirigentes del PRT, reproches que por supuesto fueron descalificados por considerarlos “pequeño-burgueses”.

Todo estuvo previsto y calculado hasta el detalle. Los comandantes tenían oficio. Un punto quedó sin resolver: la traición. Lo paradójico, lo patético o lo terrible, es que había indicios visibles de que esto podía ocurrir. Y efectivamente ocurrió. Los militares supieron con anticipación el lugar, el día y la hora en que se produciría el asalto al cuartel. El factor sorpresa, clave para el triunfo guerrillero no existió y, por lo tanto, tampoco se pudo cumplir el objetivo de golpear al enemigo en su flanco más débil. Por el contrario, avisados los militares de lo que se avecinaba, prepararon minuciosamente sus recursos que, como era de prever, eran muy superiores a los de la guerrilla.

El informante, el traidor, se llamaba Jesús Rames Ranier, alias “el Oso”. Tenía veintiocho años y provenía del peronismo. Nunca había sido afiliado del PRT, pero estaba a cargo de la logística del ERP. Dicen que era eficiente y discreto. Después que se conoció su verdadera identidad y no faltaron los que dijeron que siempre habían desconfiado de él. Como se dice ene estos casos, con el diario del lunes todos somos sabios.

Todos desconfiaron del Oso, pero lo cierto es que fue el jefe logístico del operativo y el principal responsable del desastre militar. Años después, en una mesa redonda donde se evaluó lo sucedido, uno de los sobrevivientes admitió que el Oso cumplió las funciones objetivas del chivo expiatorio. En efecto, el balance político arribó a la conclusión de que todo había salido mal por culpa del traidor, no por culpa de una línea política autista y delirante.

No concluyeron allí las evaluaciones post mortem. Fue necesaria la traición para saber que el traidor era amigo de algunos dirigentes sindicales de la derecha peronista, que sostenía un tren de vida rumboso muy por encima de sus modestos ingresos y de la moral de un combatiente. Lo más llamativo es que en una organización clandestina, donde predominaban los rasgos paranoicos, no se hubiera detectado lo que luego resultó evidente para todos. Dicho con otras palabras: los servicios de inteligencia del PRT vigilaban desde Santucho hasta el más modesto militante de base. Los controles internos eran estrictos y severos, pero el único que se mantuvo libre de esas molestias fue el Oso; es decir, el traidor.

La imputación más seria que se le puede hacer a Santucho es la de haber autorizado un operativo cuando había evidencias manifiestas de que los militares estaban al tanto de todo. Jesús Ranier, el traidor, hacía muy bien su trabajo. En los primeros días de diciembre son detenidos catorce militantes del ERP, entre otros Juan Eliseo Ledesma, el comandante Pedro, designado para dirigir el asalto al cuartel. Ledesma era el cuadro militar más importante de la organización y en su lugar será designado Benito Urteaga, para muchos la mano derecha de Santucho, pero desde el punto de vista militar muy por debajo de Ledesma.

El 16 de diciembre son detenidos Jorge Oscar Pintos y Jorge Arreche, dos dirigentes con responsabilidades de primer nivel en el operativo. El domingo 21 de diciembre, dos días antes del asalto al cuartel, el jefe de Inteligencia del ERP, Juan Santiago Mangini, informa que existen fuertes indicios para suponer que el operativo está cantado. Se sabe que ese mismo día Hugo Irurzún, más conocido como capitán Santiago, discute con Santucho sobre la necesidad de levantar el operativo. Santucho se opone. A esa ceguera sus epígonos luego la denominarían “fe en la revolución”.

No concluyen allí los indicios. Tres integrantes de la columna guerrillera “Sabino Navarro” deciden no participar de las acciones porque consideran que los militares les han tendido una emboscada. Muy cerca del cuartel, hay un prostíbulo conocido con el nombre de “La Gallega” frecuentado por conscriptos y vecinos del barrio. El domingo 21 una de las prostitutas le dice a un soldado: ¿Qué hacen acá, no es que hoy los guerrilleros asaltaban el cuartel?”. La anécdota es pertinente, porque hasta los personajes más alejados del conflicto sabían que los militares estaban esperando a los guerrilleros y no precisamente para brindar por la llegada de la Navidad.

El Oso Ranier, el traidor, sigue mientras tanto cumpliendo con sus tareas. Amigo del dirigente sindical Illescas, le informa lo que sabe y éste se lo comunica al intendente peronista de Lomas de Zamora que se llama Eduardo Duhalde, quien ni lerdo ni perezoso procede a informarle de la novedad al gobernador de la provincia, Victorio Calabró, que desde hace por lo menos un año es un político incondicional de los militares.

Ese 19 de diciembre, al día siguiente del levantamiento armado de Jesús Cappellini, el general Harguindeguy está al tanto de todo y decide movilizar un total de seis mil hombres armados hasta los dientes. La última tarea que Ranier realiza para los militares es la de entregar armas en mal estado a sus compañeros. Por esa diligencia Ranier cobra cuatro mil dólares. Fue su último servicio prestado a las fuerzas armadas. Dos semanas después del operativo de Monte Chingolo, es detenido por un comando del ERP, juzgado y ejecutado. El 13 de enero de 1976 su cadáver aparece en un baldío de Flores con un letrero en el cuello que dice. “Soy Jesús Ranier, traidor a la revolución y entregador de mis compañeros”. Los peronistas por supuesto no reclaman por el compañero muerto; tampoco lo hacen los militares. Como se dice en estos casos: “Roma no paga a traidores”.

¿Por qué habiendo tantos indicios Santucho insiste en el operativo? Se dice que él mismo admitió después de la catástrofe que hubo un sesgo de aventurerismo en la conducción política de la guerrilla. Lo dijo en voz baja, pero en la declaración oficial del Buró del PRT ese esbozo de autocrítica no se hizo público. A lo que más se animaron fue a admitir que efectivamente el operativo debería haberse suspendido. En efecto, ante la evidencia de que habían sido infiltrados por el enemigo, no les quedó otra alternativa que reconocer a regañadientes que se habían equivocado. La presencia de un traidor en las filas, curiosamente, fue un buen argumento para depositar allí todas las culpas y rehuir la autocrítica política que nunca llegó.

Una mirada histórica más despojada de subjetividades permitiría concluir que, a su manera, el PRT fue coherente con lo que hizo. Si bien sus dirigentes se decían marxistas y se jactaban de sus análisis dialécticos y objetivos, en realidad toda su visión política estaba teñida de subjetividad y voluntarismo. Se suponían la vanguardia sin que existiera ninguna prueba objetiva que verificara semejante afirmación; decían constituir un ejército popular cuando en realidad eran un puñado de hombres y mujeres armados dominados, según se mire, por una formidable voluntad de lucha o un ciego fanatismo; hablaban en sus balances de las masas, pero las únicas que estaba ausentes en sus decisiones políticas eran las masas; se suponían la avanzada de un ejército popular y nunca fueron más que una patrulla extraviada; insistían en que la política manejaba al fusil, pero en los hechos la relación era inversa y lo de Monte Chingolo fue la expresión más acabada de esa concepción que muy bien la calificara un prominente dirigente troskista como pequeño burguesa y aventurera.

En ese contexto no debería haberle llamado la atención la “desviación militarista” de Monte Chingolo, porque para ser sinceros, lo que habría que decir es que toda su concepción de la política fue una gran desviación militarista. El PRT insistía en la moral de combate, en que esa moral haría maravillas y desequilibraría las relaciones de fuerza contra un enemigo superior en armamentos pero desmoralizado. La realidad demostró que lo dicho era una verdad a medias. El Ejército argentino de esos años no se distinguía por una ejemplar moral de combate, pero la que tuvo le alcanzó y le sobró para derrotar a una guerrilla que en ningún momento tuvo posibilidades de infligirle un daño importante a la estructura del pode militar.

En el operativo murieron sesenta o setenta guerrilleros porque las cifras no son completas. La mitad de ellos eran menores de 21 años. Hugo Alberto Boca y María Inés Marabotto tenían 16 años. ¿Quién se hace cargo de esas muertes? ¿Quién rinde cuentas? ¿Los militares? Puede ser. ¿Pero los jefes guerrilleros no tienen nada que decir? ¿O todo alcanza con jactarse de que fue una derrota militar, pero una victoria moral y política? Los jefes guerrilleros insistieron en rescatar la calidad humana de sus militantes. Si esa calidad humana se la compara con la de un torturador no hay dudas de que la superioridad moral era más que evidente. Ahora bien, ese dato no alcanza para justificar todo, para justificar la irresponsabilidad política, la pulsión militarista, el daño infligido a la democracia a través de un comportamiento político provocador que objetivamente fue golpista. Por otro lado, es la experiencia histórica la que ha demostrado que los guerrilleros se inician en el combate movilizados por las mejores intenciones, pero luego el oficio de matar los transforma precisamente en lo que reclamaba el Che Guevara: formidables y despiadadas máquinas de matar. Si ese es el hombre nuevo yo prefiero quedarme con el viejo, rehuyendo los cantos de sirena de ciertos poetas de izquierda que escriben sobre los beneficios morales de quienes matan por amor o en nombre de una sociedad superior. Hoy creo que es un ejercicio intelectual innecesario refutar esas pamplinas. Gorriarán Merlo y Firmenich no son precisamente el ideal del hombre nuevo, pero además, y esto es importante decirlo, la sociedad por la que luchaban, la sociedad por la que mandaron a morir y mandaron a matar hoy se ha demostrado que fue una sociedad mucho más bárbara e injusta que la sociedad que pretendían corregir. ¿O alguien intentó hacer un ejercicio de imaginación y pensar qué hubiera sido de la Argentina si Firmenich o Gorriarán Merlo hubieran triunfado o si la racionalidad que se empleó en Monte Chingolo se hubiera impuesto como política oficial?

Dos días después del operativo se hicieron presentes en el Regimiento para dar la solidaridad a los militares los concejales Gerardo Charrú y Pascual Romano. No eran los únicos políticos que se solidarizaban con las Fuerzas Armadas, pero en este caso lo novedoso era que estos dos concejales pertenecían al Partido Comunista. Como para despejar cualquier duda, a la semana siguiente Fernando Nadra, la máxima autoridad del PC escribió en “Nuestra Palabra”: “Se condujo al matadero a un centenar de muchachos y muchachas quinceañeras. ¿Se tiene derecho a explotar el odio inmaduro y el desequilibrio emocional de los adolescentes para conducirlos a una masacre?” Palabras antipáticas y desconcertantes para muchos contemporáneos, pero verdaderas en el fondo.

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