Con estas manos, ahora ajadas y viejas
protegí a mis hijos
y acaricié a Manuel.
También con estas manos
-con estas mismas manos-
maté al godo que ordenó exhibir
la cabeza de Manuel en la plaza.
Escucho y callo,
pero les aseguro que entonces
ser mujer era duro y era ingrato.
Sobre todo en el Alto Perú
donde nuestros mayores nos enseñaban
a ser devotas y sumisas,
mansas y tontas.
Mis padres
mis queridos padres
nunca pretendieron otra cosa
que tener una hija casta y honrada.
Fracasaron.
Me crié en un colegio de monjas
pero las monjas no me soportaron.
¿Es necesario decir que yo tampoco
las soporté a ellas?
Cuando decidieron expulsarme
mis padres lloraron de tristeza
pero yo era feliz, muy feliz.
Alguien dirá después
-muchos años después-
que la iglesia católica
perdió una monja
pero la revolución
ganó a una guerrillera.
No lo sé.
A Manuel lo conocí en esos años.
Nos amamos
desde el primer día hasta el último.
No miento.
Mi corazón no miente ni exagera:
quisimos las mismas cosas
y peleamos por las mismas cosas.
Todo lo hicimos a las apuradas:
el amor, los hijos, la revolución.
No teníamos mucho tiempo.
Después llegaron los años de peligro.
Fue un tiempo de atropelladas y entreveros
de sangre y muerte.
Nos acostumbramos a matar
y nos fuimos acostumbrando
a la idea de morir.
La muerte flotaba en el aire.
Yo la olía y temblaba
pero cuando me acurrucaba
en el pecho de Manuel
y lo sentía respirar,
me dormía en paz.
Peleábamos por el futuro
pero nuestra vida
era un eterno presente.
Nunca lo hablamos
pero sabíamos
-claro que lo sabíamos-
que cada día podía ser el último.
Ese día llegó.
Siempre lo que se teme llega.
Ese día llegó no para mí
pero sí para Manuel.
Maldije al destino
por no haberme reservado a mí esa suerte.
Lo mataron como a un perro
y pasearon su cabeza
por todos los pueblos como un trofeo.
A partir de ese día fui
el odio y la furia
el rencor y la rabia.
No di ni pedí cuartel,
no perdoné ni tuve piedad.
Me lo dije a mí misma
y se lo dije a mis soldados:
a una serpiente y a un godo
no se los debe dejar vivos.
Yo no lo hice.
Después recibí honores y ascensos.
Los acepté porque Manuel
los hubiera aceptado.
Cuando la guerra terminó
regresé a casa
o a lo que quedaba de mi casa.
Crié a mis hijos y me resigné
a que los años se me vengan encima.
No pedí nada y no me dieron nada;
tampoco lo hubiese aceptado.
Sé que alguna vez llegará la muerte.
La espero sin ilusiones ni esperanzas.
Sé muy bien que ella
no me devolverá
lo que me quitó la vida.