Si es verdad, como dice Borges, que un instante cualquiera es más profundo que el mar, podemos permitirnos pensar que hay algunos instantes en la vida de San Martín que importa recuperar, porque sospecho que esas imágenes iluminan algunas claves de su vida. Pienso, por ejemplo, en el 27 de julio de 1822 en Guayaquil. San Martín ya se reunió con Bolívar, Lo hizo el viernes 26 de julio y el sábado en la siesta. A la hora de la cena, Bolívar levantó su copa y propuso un brindis «por los dos hombres más grandes de América del Sur: San Martín y yo». La respuesta de San Martín fue mesurada, sobria, los modales de un hombre que, al decir de alguien que lo conoció, se proponía convencernos de que en su vida había hecho algo importante.
A la noche el ayuntamiento de Guayaquil organiza un baile de gala. San Martín asiste a desgano: Guayaquil significa el fin de su carrera política y, de alguna manera, el fracaso de su estrategia liberadora en Perú. Contrariado por el desenlace de la conferencia, disimula con elegancia su desazón. Ese don para aceptar los contratiempos sin perder la línea se llama estilo, una virtud que San Martín, como los héroes de Hemingway, supo cultivar con esmero.
El rumor de la fiesta: la música, los oficiales que se pasean por el salón con sus mejores uniformes de gala, esa luz que ilumina el rostro de las mujeres y Bolívar en el centro de la escena: mundano, seductor, confiado en su estrella. Dos hombres y dos destinos: Bolívar baila y San Martín medita; parecen tan diferentes, y sin embargo una afinidad secreta los une.
Cuando se lo proponía, San Martín podía ser encantador, pero hasta en sus momentos más expansivos provocaba la sensación de un hombre que sabe que su destino es la soledad. Sabía escuchar, raras veces levantaba la voz y sus silencios solían ser tan importantes como sus palabras. Era un hombre de honor y era un hombre valiente: «El valor es tener miedo a la muerte y ensillar de todos modos».
Casi sobre el filo de la medianoche, San Martín le dice en voz baja a su edecán: «No puedo soportar este bullicio». Y luego de los saludos discretos de rigor sale por una puerta lateral. Las campanadas de la iglesia anuncian que se inicia el domingo; San Martín camina en silencio por las calles de Guayaquil. Es el héroe de Chacabuco y Maipú, la autoridad política de Lima, el hombre que con escasos recursos mantuvo a raya al poder realista y a sus intrigantes generales, pero en ese momento es un hombre solitario que se aleja de la fiesta en dirección al puerto, un lugar que, para él, más que un lugar será un destino.
San Martín llega a Buenos Aires el 4 de diciembre de 1823. Seguramente, su decisión de irse del país está tomada. Se aloja en la posada Los Tres Reyes, y si bien asiste a algunas reuniones sociales, no ignora que su presencia en la ciudad molesta; molesta al gobierno, que supone que ha llegado un conspirador; molesta a quienes no le perdonan que en 1819 haya desobedecido la orden de volver a Buenos Aires para luchar contra las monteras, y hasta es probable que moleste a los familiares de su mujer, Remedios Escalada, fallecida cuatro meses antes.
El 10 de febrero de 1824 sale el barco para Europa. Está solo y lo sabe. Su única compañía es Merceditas, su hija, de siete años. San Martín camina con su hija por las calles de Buenos Aires. Cae el sol y seguramente todavía no sabe que es su última caminata por la ciudad. Esa escena del Libertador caminando otra vez en dirección al puerto es conmovedora.
San Martín se va y ahora sabemos que se va para siempre. En 1816 le dijo a Guido que él siempre sería un hombre sospechoso en estas tierras. No se equivocaba. Sospechoso y detestado. En 1824, San Martín es probablemente el hombre más solo de Buenos Aires. Es extraño. Al futuro padre de la patria lo dejamos ir sin mover un dedo para impedirlo. Es verdad: siempre sospechamos que era nuestro, pero no tanto; siempre presentimos que lo íbamos a perder, y tal vez en esa ambigua presunción, en esa suerte de fatalidad, esté presente una de las claves de nuestro destino nacional.
Nunca supimos bien quién era, o cuando lo supimos ya era algo tarde. No era un aristócrata, como dijeron algunos; tampoco un indio, como dijeron otros; pero fue algo mucho más importante: un hombre que, como el héroe de Conrad, supo del regocijo de las victorias y del dolor de las derrotas; conoció las tentaciones del poder y padeció la humillación del ostracismo; un hombre que supo del amor y de la soledad, de la amistad y de la traición. ¿Qué más puede pedirles alguien a los dioses?
El ciclo se cierra en 1850, en Boulogne Sur Mer. Está viejo y su salud le falla, pero nunca deja de ser San Martín; lo es hasta cuando zurce el codo de uno de sus sacos o cuando cose un botón; lo es cuando juega con sus nietas o templa la guitarra, y lo es cuando opina de su patria, de su Buenos Aires querido y de su añorada chacra en Mendoza.
Boulogne Sur Mer es una ciudad levantada en el norte de Francia y sobre el canal de la Mancha. La leyenda dice que en las noches de frío y viento es posible escuchar el sonido de los campanarios de las catedrales sumergidas desde hace siglos en el mar. Por las calles de esa ciudad San Martín pasea todos los días. Las señoras que caminan por la Grand Rue, los parroquianos del café Le Port, las parejas que conversan en el jardín de las Tintellerías, los marinos que trajinan en el puerto, se preguntan por ese hombre de cabellos bancos, bigote gris, ojos oscuros y piel morena parado en el acantilado frente al mar.
Una mañana leen la nota necrológica escrita por el periodista Adolfo Gerald. Allí se enteran de que ese anciano que paseaba todas las tardes por las calles de la ciudad era el general San Martín, el héroe de la libertad americana. ¿Qué pensaba él, parado en la roca salpicada por la espuma de las olas? ¿Le llegaba el rumor de la música de las catedrales? ¿Reflexionaba sobre su amargo destino de perpetuo exiliado? ¿Esperaba la muerte que vendría desde el mar, como la tempestad que llega desde el puerto? ¿O no hacía otra cosa que seguir haciendo aquello que siempre lo diferenció de sus contemporáneos: mirar más lejos?