El asesinato de José Ignacio Rucci

El dirigente sindical José Ignacio Rucci, fue asesinado el martes 25 de septiembre de 1973. Dos días antes, Perón había ganado las elecciones con más del sesenta por ciento de los votos. La ejecución de Rucci fue una decisión de Montoneros para obligarlo a Perón a negociar con ellos. La consigna era tan clara como humanista: “Tirar un muerto en la mesa para negociar con el Viejo”. Todo un estilo.

Algo parecido van a hacer con Mor Roig meses después. Cada uno puede opinar como mejor le parezca, pero hasta tanto alguien me demuestre lo contrario, quienes inauguraron esa metodología fueron los fascistas y, muy en particular, los nazis. Sobre el tema en particular prefiero no seguir avanzando, porque imagino las impugnaciones: ¡Artífice de la teoría de los dos demonios!. Así me acusó una vez un ex funcionario de Reutemann devenido en izquierdista académico y cuyo apellido rima con “sonso”.

¿Montoneros lo mató a Rucci? Parece que sí, aunque no todos piensan exactamente lo mismo. Por lo pronto, las columnas de la Juventud Peronista hacía rato que cantaban la consigna;: “Rucci traidor, a vos te va a pasar lo que le pasó a Vandor”. Y todos sabíamos para esa fecha lo que le había pasado al Lobo. Por lo pronto, el debate sobre esa identidad ha comenzado a despejarse treinta años después, aunque en junio de 1975, el número cinco de la revista “Evita Montonera”, se adjudicaba el crimen. Por su parte, periodistas de “Noticias”, aseguraban que la misma semana del operativo militar, Firmenich se hizo presente en la redacción del diario para adjudicarse el atentado.

Conviene recordar que apenas conocida la noticia, importantes dirigentes Montoneros regionales creyeron que se trataba de un operativo montado por la CIA o por el propio López Rega. Esa especulación siempre estuvo dando vuelta y hasta el día de hoy no falta algún testigo de la época que la reflote, mencionando al pasar que una de las armas encontradas en el lugar desde donde procedieron los disparos, había ingresado desde los Estados Unidos.

En todos estos operativos, el secreto y la conspiración están a la orden del día. Se sabe al respecto que las acciones guerrilleras son planificadas en las sombras por hombres que son paranoicos hasta por oficio. No obstante ello, la certeza más divulgada es que la muerte de Rucci fue promovida por Montoneros. ¿O las FAR? El interrogante es válido porque para esa época las organizaciones guerrilleras peronistas (Montoneros, FAR y Descamisados) se estaban fusionando. Una de las hipótesis atendible es la que sostiene que el operativo fue realizado por las Fuerzas Armadas Revolucionarias (FAR) y que su principal responsable fue Juan Julio Roqué.

Si Montoneros avaló el plan de las FAR, o participó, o se enteró por los diarios, es un interrogante sobre el cual hay varias respuestas. En todo caso, lo que importa saber políticamente es que las organizaciones armadas peronistas se hicieron cargo de esa muerte. Roqué era un cuadro político-militar que ya había ganado sus galones ejecutando en Rosario al general Sánchez. Poseía talento organizativo y se dice que su puntería era infalible.

Lo que no resultó tan infalible fue la especulación política. Matarlo a Rucci era algo más que mojarle la oreja a Perón, era, como el propio general dijo apenas se enteró de lo sucedido, cortarle las piernas. La reacción del viejo caudillo fue expeditiva, propia de un militar acostumbrado a lidiar con personajes de esa calaña. Si los Montoneros supusieron que con la muerte de Rucci abrirían instancias de diálogo con su jefe, la respuesta que recibieron fue exactamente la contraria.

No está probado que las Tres A hayan nacido después de la muerte de Rucci, porque se registran operativos anteriores, pero lo cierto es que a partir de ese 25 de septiembre la organización paramilitar incrementó su actividad.

Hoy, los principales dirigentes Montoneros consideran que lo de Rucci fue el error político más serio de una organización que, a decir verdad, a lo largo de su trayectoria cometió muchos errores. Como suele ocurrir en estos casos, la autocrítica llegó tarde y en muchos casos estuvo muy mal formulada. Por ejemplo, algunos dijeron que al que había matar era a López rega, no a Rucci. O que a Rucci había que haberlo matado antes. En cualquier caso, la pulsión de matar estaba presente.

También estaban presentes los afanes justicieros. Como si fueran dioses, los muchachos decidían quién merecía vivir y quién merecía morir. A Rucci lo mataron para “tirarle un muerto al Viejo”. Pero también lo mataron porque supuestamente era un traidor. Curioso traidor al peronismo el hombre que era considerado la mano derecha del propio Perón. En este sentido, Montoneros se equivocó incluso dentro de su propia lógica. Vandor o Alonso podían ser interpelados como traidores, pero ese adjetivo no le cabía a Rucci.

La muerte del dirigente sindical fue, por lo tanto, injustificable desde todo punto de vista, pero su sacrificio formó parte de la lógica con la que se resolvían las diferencias en aquellos años. Rucci, por su lado, estaba muy lejos de ser un angelito. Rodeado de un ejército de matones, se desplazaba por la ciudad y por el país como un gángster. Sus sicarios tenían luz verde para cometer toda clase de tropelías. Ex presidiarios ,matones a sueldo, boxeadores retirados, pistoleros de gatillo fácil, policías cesanteados, la runfla que lo rodeaba era en sí misma un prontuario criminal.

Sus excesos eran consentidos por Rucci, pero siempre iban más allá de lo permitido. Siempre exhibieron armas y nunca se privaron de atemorizar a pacíficos vecinos o a periodistas entrometidos. Ahora bien, la única vez que debieron haber demostrado coraje, eficiencia y capacidad para jugarse la vida, actuaron como unos cobardes. La emboscada de Montoneros los sorprendió y los aterrorizó. Como chicos llorosos, se arrastraban por el suelo, disparaban en cualquier dirección y demostraron que estaban más preocupados por salvar su cuero que por proteger al hombre que los había contratado.

Desde el punto de vista político, Rucci era un típico dirigente sindical formado en la forja de las tradiciones del peronismo ortodoxo. Nacido en la provincia de Santa Fe, sus primeros palotes gremiales los habìa hecho en San Nicolás. Más astuto que inteligente, dotado de una singular capacidad negociadora, pronto se cobijó bajo el ala de Vandor y en esa escuela aprendió todos los vicios y matufias del sindicalismo de entonces.

A diferencia de Vandor, incorporaba a su discurso elementos ideológicos. Para Rucci, la batalla era contra “los immundos bolches y trosskistas”. Sabía que contaba con enemigos que se la tenían jurada. Así se explica que en uno de sus últimos discursos dijera a modo de testamento que los que iban a atentar contra su vida serían los “asquerosos bolches y troskistas”. Como se dice en estos casos. ¡Equivocado!. Los que lo matarán serán peronistas, pero esas disquisiciones para Rucci eran un lujo que no se podía permitir.

A su fobia antiizquierdista y sus afanes de rodearse de matones, le sumaba las impiadosas luchas internas en el seno de la CGT. Si bien en las apariencias, todos estaban unidos, en la vida real la lucha interna contra Lorenzo Miguel era -al momento de su muerte- durísima, al punto que en algún momento se sospechó que el célebre “Loro” pudiera tener que ver con su muerte.

Sus relaciones con José Gelbard, el poderoso ministro de Economía de entonces, también eran malas. Para Rucci y sus seguidores estaba claro que el “judío” Gelbard era comunista y que sus planes económicos conducían a la Argentina a la hecatombe. Curiosamente, en ese punto Rucci se diferenciaba de Perón, quien respaldó a Gelbard hasta el momento de su muerte.

De todos modos, lo seguro es que sus relaciones con Perón eran excelentes. Rucci, en esos meses calientes de 1973, fue su hombre de confianza, su operador preferido en el movimiento obrero y su modelo de dirigente sindical. La foto que registra el instante en que Perón regresó a la Argentina después de dieciocho años de exilio, es elocuente y constituye un manual de lealtad en clave peronista. Rucci, sosteniendo el paraguas para que el general no se mojara, expresa algo más que un gesto de protección contra las inclemencias del tiempo, pasa a ser toda una tradición de concebir la política y sus relaciones de subordinación vertical al líder.

Habría que señalar, por último, que más allá de sus errores o concepciones políticas ortodoxas y macartistas, Rucci fue un dirigente sindical austero. Como Vandor, al momento de su muerte no dejó ni fortuna ni bienes cuyo valor estuviera a la altura de las imputaciones de burócrata corrupto que le hicieron sus impiadosos enemigos.

Rucci no ignoraba que los Montoneros querían matarlo. Se lo había confiado a algunos de sus colaboradores y en las últimas semanas había reforzado su guardia personal. Temía el atentado y se lo atribuía a los “troskos y bolches”, dos “adjetivos” dedicados a sus enemigos internos. El domingo 23 de septiembre, Juan Domingo Perón había ganado las elecciones con más del sesenta por ciento de los votos. Rucci fue uno de los protagonistas de esa jornada y al otro día emitió un comunicado manifestando su alegría por la victoria y definiendo algunas de las tareas a realizar luego de la llegada de Perón al poder.

Rucci no necesitaba de la KGB, la CIA o el Foreing Office, para saber que los Montoneros “se la querían dar”. Era la consigna que habitualmente cantaban los “chicos” de la Juventud Peronista-Regionales en las asambleas y actos públicos. Los jóvenes lo acusaban de ser unos de los responsables de la masacre de Ezeiza. Y había más imputaciones. Diez días antes de su muerte, Pinochet había derrocado al gobierno de la Unidad Popular en Chile, y circulaba en los mentideros que la CGT peronista había ayudado al sindicato de camioneros chilenos a desestabilizar al gobierno con una huelga que dejó al vecino país sin abastecimientos.

Ese lunes a la noche Rucci durmió en la casa de su cuñada, aunque luego no faltarán quienes insinuaron que era la casa de su amante. Fueron su última noche y su última cena, pero él no lo sabía. Se dice que se levantó temprano y salió acompañado por sus guardaespaldas en dirección al local de la CGT. La victoria electoral del pasado domingo lo alegraba, pero no estaba muy satisfecho de la vida que llevaba. Sus amigos aseguran que en dos o tres oportunidades le había planteado a Perón su deseo de retirarse. Estaba harto del peligro, de las intrigas internas, de las serruchadas de piso. También se dice que Perón recurrió a todo su encanto y capacidad de persuasión para convencerlo de que en esos momentos su presencia le resultaba indispensable.

En la CGT saludó a compañeros y conversó con amigos. No había cumplido cincuenta años pero se lo veía ágil, íntegro, saludable. Delgado, bajito, magro de carnes, usaba un bigotito que, al igual que el jopo anacrónico, recordaban más a un cantor de boleros centroamericano que a un importante dirigente. Sus amigos y conocidos ponderarán luego su condición de buen tipo. Uno de ellos le dirá a un periodista que lo criticaba: “Si compartieras un asado con él, seguramente cambiarías de opinión”. Lo que ocurre es que no era fácil en aquellos años compartir un asado con el sindicalista preferido de Perón.

En algún momento de la mañana Rucci decidió regresar a la casa a buscar unas carpetas que había olvidado. El día parecía tranquilo. Era martes y se suponía que en un día tan apacible nada extraordinario podía ocurrir. En el barrio de Flores la gente iba y venía haciendo sus habitales diligencias; los autos y colectivos circulaban pacíficamente por la calle. Todo parecía transcurrir en el mejor de los mundos, hasta que de pronto se desató el infierno.

Según se supo después, unos días antes los asesinos alquilaron una casa en Juan B. Justo 5781, en pleno barrio de Floresta, a diez cuadras del supuesto domicilio clandestino de Rucci. El jefe del operativo era Juan Julio Roqué, dirigente de las FAR que en 1977 caerá en un enfrentamiento armado con el ejército en la localidad bonaerense de Haedo. Se dice que a las armas las trasladó hasta la casa de Juan B. Justo el militante Gustavo Laffleur. También se asegura que lo hizo en un auto oficial. El dato merece tenerse en cuenta, porque esa participación oficial en caso -de probarse- podría dar lugar a que se califique el crimen de lesa humanidad.

Unos cuantos años después, los señores Alejandro Peyrou y Emiliano Costa admitirán la participación en el crimen y la autoría de Montoneros. Según parece, Peyrou era funcionario del gobierno bonaerense de Oscar Bidegain. Pero no concluyen allí las conexiones “estatales”. Es muy probable que los asesinos hayan dispuesto de la colaboración de operarios de ENTEL. La excelente investigación de Ceferino Reato merece leerse.

Continuemos. La casa vecina a la de Rucci, la de Avellaneda 2951, estaba en venta. Tres jóvenes se presentaron como interesados en abrir allí una academia de enseñanza. Recorrieron las instalaciones, prestaron atención a los detalles, particularmente el piso de alto y el balcón que ponía “en la mira” a la vereda por donde caminará Rucci el martes 25 de septiembre al mediodía.

Las crónicas aseguran que el operativo se inició a las doce y once minutos de ese martes 25 de septiembre. Rucci salió de su casa de Avellaneda 2953 acompañado por uno de sus guardaespaldas, Ramón Rocha. Cruzaron la vereda. Los movimientos del dirigente sindical se percibían ágiles, nerviosos. No era para menos. ¿Presentía que lo iban a matar, que unos segundos después yacería tendido boca arriba en la vereda? No lo sabemos. Pero ya dijimos que para él la muerte era una probabilidad cierta.

Los dos hombres llegaron hasta el Torino patente E758885 estacionado frente a la casa. Allí esperaba el chófer Tito Muñoz. Un instante antes de abrir la puerta -¿o la puerta del auto ya está abierta?- desde la vereda de enfrente, desde la terraza de un casa que podía ser una agencia de automotores o una escuela judía, lanzaron dos granadas que estallaron casi en simultáneo. Los hombres intentaron refugiarse detrás de la puerta del auto. Sus reflejos fueron rápidos, pero no advirtieron que al agazaparse allí le daban la espalda a otros tiradores apostados en la casa vecina, es decir en Avellaneda 2951. Se dice que los asesinos dispararon desde una planta alta y a través del letrero de una inmobiliaria que anunciaba la venta de ese inmueble.

Rucci seguramente murió en el acto. Rocha y Muñoz fueron heridos de gravedad. De los otros matones, bien gracias. Disparaban al voleo y en cualquier dirección. Siempre se habían mostrado guapos para intimidar o golpear a personas indefensas, pero cuando tuvieron que actuar quedaron paralizados por el miedo. A su favor debe decirse que no les dieron tiempo de nada. El fuego cruzado barrió la calle y, según cuenta la leyenda, Rucci murió con veintitrés balas en el cuerpo.

Después, los Montoneros, en una de sus manifestaciones de humanismo impenitente, habrán de calificar al operativo con el nombre de “Traviata”, es decir, la marca de galletitas cuya textura incluía precisamente veintitrés agujeritos. Lo que se dice, jóvenes idealistas. El operativo debe haber durado quince minutos. Cumplida la faena, los asesinos abandonaron sus puestos y se escaparon con relativa comodidad. El “Operativo Traviata” se cumplió a la perfección. Montoneros colocaba una muesca más en la culata de su pistola.

Antes de la una de la tarde, el lugar del crimen era un hervidero de gente. La noticia había ganado la calle y enseguida se hicieron presentes los dirigentes sindicales Adelino Romero y Lorenzo Miguel. En el lugar ya estaban el ministro de Trabajo -el gremialista Ricardo Otero-, y el jefe de Policía, Miguel Ángel Iñíguez. Estaban nerviosos, descontrolados. Discutían entre ellos. Lorenzo Miguel se trompeaba con alguien.

Un dato personal. Esa tarde en una residencia de estudiantes de calle Suipacha, en Santa Fe, estábamos reunidos con dirigentes de la Juventud Peronista. Ellos aseguraban que el crimen había sido cometido por los servicios de inteligencia. Redactamos un comunicado condenando la muerte de Rucci. Después, los mismos dirigentes nos dirían que olvidáramos el episodio. La lógica era clara: los comandantes guerrilleros no solían consultar sus decisiones con los “perejiles”.

¿Quién fue o quiénes fueron los autores? ¿Montoneros, López Rega, la CIA? En aquel momento todo era confusión. La organización Montoneros era la principal sospechosa, pero la policía estimaba que el operativo había sido demasiado sofisticado, demasiado perfecto, como para que lo hubiese llevado a cabo una organización guerrillera. En el campo de batalla había quedado el muerto, el auto estaba hecho un colador y los rastros de sangre enrojecían la escena. Un oficial encontró una Magnum 357 Smith Wesson. Era el único indicio de los asesinos. Después se sabrá que esa arma había ingresado desde Nueva York por medio de una azafata que luego se la entregaría a un militar. Más no se sabe.

Muchos años después, los hijos de Rucci reabrirán la causa. El dirigente sindical Hugo Moyano insiste en que se trata de un crimen de lesa humanidad. Desde Europa, el doctor Luis Moreno Ocampo avaló esa hipótesis. Para el jurista, el Tratado de Roma no distingue si el crimen se cometió desde el Estado o por un grupo armado. Por lo tanto, en estos casos no cabrían la amnistía, el indulto, o la prescripción. El juez federal, Ariel Lijo no piensa lo mismo.

El debate sigue abierto, pero más allá de su eventual conclusión, evocando recuerdos y mirando las fotos, mirando el escenario con un Rucci impiadosamente cosido a balazos, la pregunta a hacerse, la pregunta que se impone -formulada en su momento por Héctor Smuckler y recordada en estos días por Beatriz Sarlo- es la siguiente. ¿Rucci tenía o no derechos humanos?

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