Juana Manuela Gorriti

Tenía ojos verdes y cabellos dorados, la risa espontánea y la mirada traviesa. Martín Miguel de Güemes la tuvo en sus brazos cuando apenas tenía cuatro años; después estuvo en los brazos de muchos hombres, algunos tan valientes como Güemes, otros no tanto, pero entonces ya no era una niña y la que elegía era ella.

Los que la conocieron coinciden en destacar su belleza, pero no era una mujer linda en el sentido convencional y ligero de la palabra. Ocurre que su belleza podía estar en los detalles más que en el conjunto, pero era siempre una belleza extraña, exigente, un belleza que no se imponía, se sugería, se insinuaba, como una caricia, una sonrisa o un suspiro. Era, por decirlo de alguna manera, una belleza inteligente, una belleza que había que aprender a apreciar, porque no bien se prestaba un mínimo de atención se descubría que esa belleza había sido conquistada, construida, más allá de los ojos verdes y los cabellos rubios.

Sonreía con facilidad, lo hacía para seducir, caer simpática o simplemente porque era bien educada. Su sonrisa podía ser dulce, burlona, comprensiva, pero nunca ofensiva o hiriente; a veces atraía, a veces marcaba distancias que nadie se animaba a franquear. La primera vez que el hombre que habrá de ser su marido se acercó a hablar con ella, lo recibió con una sonrisa; cuando se despidió de él para irse a vivir a Lima, lo hizo también con una sonrisa.

Era lo que se dice una mujer alegre, y esa alegría cautivaba a los hombres y resentía a más de una mujer. Como toda mujer que se propuso ir más allá del rol asignado por la tradición, fue más amiga de los hombres que de las mujeres. Con ellos, podía ser amante, amiga o confidente; con ellas, a lo sumo alternaba socialmente. Digamos que no tenía nada contra las mujeres, pero se sentía más cómoda con los hombres.

Juana Manuela Gorriti miraba el mundo con desenfado, y como en el mundo había hombres, a ellos también los miraba con desenfado. En un tiempo en que las mujeres se distinguían por sus rubores, ella sólo se ponía colorada cuando se enojaba; en un tiempo en que las mujeres miraban con recato y ocultaban el deseo detrás de un abanico, ella nunca bajaba la vista.

Poseía el talento, el exquisito don de seducir sin proponérselo. Siempre decía que la buena mesa y la buena cama son las que aseguran el amor entre los hombres. Sabía de lo que estaba hablando. No fue una mujer feliz pero vivió intensamente. Conquistó su libertad con lágrimas y despojamientos. “No se puede sufrir tanto como yo he sufrido sin morir”, escribe poco tiempo antes de morirse. No se sabe si fue fiel a los hombres que la amaron, pero en lo que importa fue siempre fiel a ella misma. Apuró el dolor y la felicidad hasta el límite, y, en más de un caso, fue más allá de los límites.

Amó la vida pero el espectro de la muerte la acompañó siempre. Vivió de acuerdo con su propio código moral y por darse ese lujo pagó un alto precio. Se propuso ser ella misma y no aceptó que nadie, hombre o mujer, le impusiera sus normas. Con sus actos impugnó el lugar que el poder asignaba a las mujeres en aquellos años. La impugnación la hizo con desenfado, con clase. Los hombres más importantes de su tiempo la respetaron, algunos la admiraron, otros la amaron. Alguna vez Sarmiento dijo de Juana Manso: “Una mujer pensadora es un escándalo y usted ha escandalizado a toda su raza”. La consideración muy bien podría extenderse a Juana Manuela.

En todas las circunstancias y en todo lugar siempre se ocupó en hacer saber que era una Gorriti. Estaba orgullosa de su linaje y en todo lugar y circunstancia se propuso estar a la altura de sus mayores. Conoció la riqueza en su infancia y adolescencia, pero después vivió austeramente y más de una vez casi arañando la pobreza. Eso sí, en la pobreza o en la riqueza, siempre se consideró una patricia. Su patriciado era el de la inteligencia y el honor y no el del dinero y el mal gusto. Era, lo que se dice, una mujer elegante. Su distinción se notaba hasta en los gestos más mínimos, pero esa mujer capaz de disfrutar del lujo sin ser frívola, era capaz de recorrer cientos y cientos de kilómetros montada en mula, o de dormir en el suelo apenas tapada por una manta, o de disfrazarse de hombre para llegar a Salta sin ser reconocida por sus enemigos. “En mi vida no sólo hubo brisas, abanicos y noches embalsamadas; también hubo tempestades, terremotos, sequías y ciénagas”.

La fecha de su nacimiento se discute pero hay consenso en proponer que nació a mediados de junio de 1816. En esos días, su padre José Ignacio estaba en Tucumán participando del Congreso que habrá de declarar la Independencia. Nació en la Argentina y murió en la Argentina, pero los años más importantes de su vida transcurrieron en Bolivia y Perú.

De Juana Manuela podría decirse algo parecido a lo que alguna vez escribió Manuel Machado: “De mi alta aristocracia dudar jamás se pudo; no se ganan, se heredan elegancia y blasón…”. Su tío, el canónigo Gorriti integró la Junta Grande y fue uno de los ideólogos del movimiento revolucionario de Mayo. Su madre era una Zuviría y su tío Facundo fue constituyente en 1853. Por el lado de los Zuviría estaba emparentada con los Castellanos, y su prima segunda era Damasita Boedo, la amante de Juan Lavalle, la mujer que vio morir en sus brazos al “León de Riobamba”. Su hermana se casó con Manuel Puch, el hermano de Carmen, la esposa de Güemes. Su otro tío, el Pachi Gorriti, fue el ídolo de su infancia por sus proezas militares y su coraje temerario.

Juana Manuela conoció la historia desde el privilegiado lugar de testigo y protagonista. Los héroes de la patria serán sus padres, sus tíos, sus parientes, los amigos de la familia. La niña aprenderá las virtudes del coraje y los secretos del poder al lado de sacerdotes, políticos y soldados que frecuentaban su hogar.

Transgresora, rebelde, atrevida, siempre fue una mujer consciente del lugar que ocupaba en la sociedad. Su marido, Isidoro Manuel Belzú, fue presidente de Bolivia; su yerno, Jorge Córdova, también fue presidente de Bolivia; su amante en Lima era pariente del general Obregoso, presidente de Perú; su hija Mercedes, se casó con uno de los hombres más ricos de la exigente aristocracia limeña.

En Buenos Aires será agasajada por Vicente Fidel López, Juan María Gutiérrez, Vicente Quesada, Marcos Sastre, Santiago Estrada, José Hernández, Pastor Obligado. Las esposas de Mitre y Avellaneda le rindieron honores; en Salta, será honrada por el hijo de Güemes; cuando muera en 1892 la despedirá en el cementerio el poeta Carlos Guido y Spano.

Decía que Juana Manuela era alegre, divertida, pero su vida no fue ni alegre ni divertida. Tenía seis años cuando lo mataron a Güemes; catorce cuando murió su tío Pachi “la primera lanza del ejército argentino, no daba ni pedía cuartel, su audacia rayaba en el delirio”, escribirá Bartolomé Mitre, quien también se referirá en términos parecidos a los Gorriti que pelearon en la batalla de Tucumán.

Después lo vio morir a su padre humillado y empobrecido por los acosos políticos y el destierro. Luego le tocó presenciar la muerte de sus hijas Mercedes y Clodomira. Sus hermanos Tadeo y Rafael, murieron trágicamente; a su hermana Mariana la encontraron sin vida en su casa y nunca se sabrá nada de esa muerte misteriosa.

Pudo ser una gran señora, la esposa de un presidente o la amante de otro, pero prefirió ser escritora. La elección no le resultó fácil. El lugar de la mujer en esos años eran la maternidad y la misa diaria. Las más audaces podían en ciertas circunstancias iniciarse en la carrera militar. El caso de Juana Azurduy no fue el único, pero lo que no estaba aceptado era que una mujer eligiera su destino de escritora. George Sand parece ser la gran excepeción, pero para ser escritora debió usar el nombre y apellido y de un hombre y vestirse con ropas de hombre. Juana Manuela no se prestó a ese juego. No solo eligió ser escritora, sino que en camino se separó de su y se fue a vivir a Lima con sus dos hijas marido sin dejar de ser al mismo tiempo una mujer en el sentido más pleno y sugestivo de la palabra

Juana Manuela fue una “salvaje unitaria”, lo fue por mandato familiar y decisión política. Todos los Gorriti fueron unitarios, opuestos a las lanzas de Facundo y al puñal mazorquero de Juan Manuel. La filiación unitaria no le produjo beneficios o privilegios; todo lo contrario. Para 1831 los Gorriti abandonan propiedades, afectos y territorio para marchar por la Quebrada de Humahuaca rumbo a Bolivia. Juana Manuela tiene quince años y recién volverá a Salta cuarenta años después, salvo un retorno en 1841 disfrazada de hombre, retorno que pondrá punto final la derrota de Lavalle en Quebracho Herrado.

El exilio en Bolivia no promete ser dulce y placentero. En Tarija, los Gorriti viven con lo justo y con un poco menos que lo justo. En Tarija mueren su padre y su madre, pero va a ser en esa ciudad donde Juana Manuela conocerá a Isidoro Manuel Belzú, el Tata Belzú, su hombre, su marido, su amante, el padre de sus dos hijas. Los cronistas cuentan que la adolescente rubia y de ojos verdes y el morocho apuesto de ojos oscuros se enamoraron al primer golpe de vista. Ella tenía dieciséis años y él veintidós. Se casaron en La Paz, el 20 de abril de 1833. Se amaron con pasión, con rabia, con desesperación y tristeza. Los dos eran demasiado independientes para ser felices. Él era militar y ella pretendía ser escritora. Él pasaba largas temporadas en los campamentos; ella disfrutaba de su juventud en las reuniones sociales. Al poco tiempo de estar casados comenzaron a circular los rumores de que ella lo engañaba. Del Tata, también se hablaba de sus amantes, pero como en una sociedad machista eso era lo previsible, la novedad eran los amores de ella y no los de él.

Para ser militar y boliviano en aquellos años, Belzú era bastante amplio, aunque habría que decir que al lado de Juana Manuela no le quedó otra alternativa que esforzarse en ser más amplio todavía. La pareja tenía problemas que nunca pudieron ser resueltos, pero se amaban. Ella admiraba al soldado, al guerrero osado y temerario, al jinete elegante, al hombre que regresaba de las campañas militares y después de hacer el amor le contaba sus proyectos políticos. “El Tata no se baja del caballo cuando anda en campaña, porque cuando regresa a casa sigue montado”, le escribe ella a una amiga.

Vivieron juntos quince años, fueron años de amores arrebatados, peleas ruidosas, celos, furias y reconciliaciones. La separación no cumplió con el principio de “ninguna escena, ningún llanto, simplemente fue un adiós inteligente de los dos”. Por el contrario, hubo escenas, hubo llantos y hasta se escucharon algunos tiros. Belzú siempre supo que su mujer lo engañaba. Todo podría haberle perdonado o dejarle pasar, pero lo que no podrá disculpar es que lo engañara, nada más y nada menos, que con el general José Ballivian, entonces presidente de Bolivia y amigo personal, valga el detalle, de Bartolomé Mitre.

Sobre Ballivian siempre se discutieron muchas cosas, menos que fuera mujeriego. “El hombre puso a prueba la fidelidad de todas las mueres casadas”, escribirá Arguedas. Más ofensivo, otro historiador asegura que “Belzú es el árabe cornudo que traga el veneno que le sirve Ballivian”. La esposa de Ballivian talla con su resentimiento y dolor. Le entrega a Belzú una carta escrita por Juana Manuela, una carta que doña Mercedes Coll y Segurola de Ballivian encontró en el bolsillo de su marido.

Juana Manuela admite que la carta es de ella, pero se defiende diciendo que es el borrador de una de sus novelas y que “la perra de la esposa de Ballivian” adulteró para transformarla en una ardiente declaración de amor. Nadie le cree, mucho menos Belzú. Hubo explicaciones que no convencieron a nadie, hubo gritos, algunas zamarreadas; la criada de Juana Manuela intentó tranquilizarlo a él, hubo más gritos e insultos y en cierto momento se escapó un tiro de la pistola de Belzú qué hirió a la criada. “Nada hay más despiadado para una mujer que su sexo”, escribirá Juana Manuela unos años más tarde.

Juana Manuela no aguanta más. Está harta de Bolivia y de los bolivianos, de la violencia exhibicionista de sus hombres, de la tontería de sus mujeres, de las eternas conspiraciones, de las traiciones y las intrigas. ¿Se han separado para siempre? Parece que sí, aunque hay algunos intentos de retorno que no duran más de dos o tres días. En algunas de esas idas y venidas ella le escribe una carta: “En donde estés yo estaré contigo. Aunque la Parca nos separe, esta llamarada de amor no podrá apagarse”.

Juana Manuela va a vivir treinta años en Lima. Allí publicará sus primeras novelas. De uno de sus primeros textos: “La quena”, Ricardo Palma dirá que después de “María” de Jorge Isaac, ésta es la más bella novela que se ha escrito en América Latina. Tal vez haya exagerado; Juana Manuela no es una gran escritora pero, como el personaje de Wilde, bien podría decir “Puse todo mi genio en mi vida y sólo mi talento en mi obra”.

Mientras tanto en Bolivia, Belzú llegó a la presidencia de la Nación y luego permitió que su yerno, Jorge Córdova, lo sucediera en el cargo. Ahora, desde el llano, se propone algo distinto, algo que aparte a la política como oficio de militares ambiciosos y abogados tramposos. Los pobres, los indios, los más humillados adoran al Tata Belzú, admiran su porte, su simpatía, su sensibilidad popular. Para 1865 Belzú es un mito viviente y está decidido a ser otra vez presidente. Moviliza a sus hombres para derrocar al general Mariano Melgarejo quien, al decir de Juana Manuela, pasó de la taberna a la presidencia sin hacer ninguna pausa.

Edelmira, su hija, la llama para que la acompañe en esas jornadas en las que su padre recuperará el poder. Juana Manuela viaja a Bolivia dominada por los peores presentimientos. En La Paz, los cholos se movilizan junto con los militares leales a Belzú para derrocar a Melgarejo. El dictador está vencido y no le queda otra alternativa que presentarse en la casa de gobierno para rendirse y reconocer la nueva autoridad. Melgarejo llega acompañado de seis o siete hombres. Nunca se sabrá con precisión cómo sucedieron los hechos. Lo cierto es que en el momento en que el Tata -que le ha dado garantías a Melgarejo de respetar su vida- se dispone a abrazarse con su rival, éste saca una pistola y le descerraja un tiro en la cabeza que lo mata en el acto. Después se asoma al gran salón y anuncia que Belzú ha muerto…

En otros tiempos, jamás el Tata hubiera cometido ese descuido; en otros tiempos hubiera ordenado que a Melgarejo lo detengan en la calle y lo fusilen sin asco en el paredón más a mano. Pero el Tata no es el de antes. Él ha aprendido que matar o morir no es la única posibilidad para hacer política y mucho menos si se quiere fundar un país más justo. Belzú ha cambiado, pero los que no han cambiado son sus enemigos. Belzú cree en la reconciliación, pero sus enemigos siguen creyendo en la traición. Belzú ha cometido el error de practicar virtudes en un lugar en donde los hombres no saben o no creen en esos valores.

Un sobrino del Tata le da la noticia a Edelmira y a Juana Manuela. Hay dolor, miedo, confusión. Se habla de más ajustes de cuentas, que las tropas que hasta ayer eran leales al Tata ahora se han pasado con armas y bagajes al lado de Melgarejo. La propia Edelmira no sabe qué hacer además de llorar la muerte de su padre. Los más prudentes le aconsejan huir de la ciudad.

Juana Manuela dice que de ninguna manera va a escapar o esconderse. Ella no va a permitir que el cadáver de su marido quede en manos de sus asesinos. Como una Antígona del Altiplano, Juana Manuela está decidida a enterrar a su marido, a rescatarlo del Palacio que ahora está ocupado por sus asesinos y llevarlo a la tumba. Ella se ha separado del Tata hace veinte años pero no va permitir que el cuerpo del hombre que amó, el cuerpo del hombre que seis mil y una noches durmió a su lado, quede en manos de sus asesinos. -¡Te van a matar mamá! -le dice la hija. -No les tengo miedo Edelmira -responde Juana Manuela.

Es la medianoche del 27 de marzo de 1865. Dos mujeres caminan por las calles de La Paz en dirección al Palacio Presidencial. Juana Manuela le propone a su hija Edelmira ingresar por la puerta grande; no va a permitir que los enemigos de su esposo se den el lujo de hacerla entrar o salir por la puerta de servicio. Cuando llegan al Palacio los primeros que se sorprenden son los centinelas que no se atreven a impedirles el paso. Desde uno de los salones llega el estruendo de las voces y las risotadas. Los ganadores festejan sus hazañas y algunos ya están borrachos.

Juana Manuela camina por la galería central acompañada de un oficial que ha aceptado guiarla hasta el cuarto donde están los restos del Tata. Juana Manuela se ha separado de él hace casi veinte años, pero ella no va a permitir que el cuerpo del hombre que amó, el cuerpo del hombre que seis mil y una noches durmió a su lado quede en manos de sus asesinos.

Nunca las paredes de ese edificio envilecido por tantas traiciones y corruptelas vieron caminar con tanta dignidad a una mujer. Juana Manuela avanza; la mirada altiva, el gesto empecinado, el mantón negro que cubre una parte de su rostro. Juana Manuela va a buscar los restos de su hombre, del padre de sus hijas, del legítimo presidente de Bolivia. Sabe que ella es la hija del hombre que peleó con Belgrano en Salta y Tucumán, la sobrina del sacerdote que conversaba con Mariano Moreno; la niña que estuvo en los brazos de Güemes; la prima hermana de la mujer que apoyó la cabeza de Lavalle en su falda y lo besó en los labios un instante antes de morir. Sabe, en definitiva, que es una Gorriti y que ninguno de los que están en el palacio se atreverán a detenerla.

Belzú está tirado en un catre; el rostro manchado de sangre. “Por un hilito de sangre se le iba la vida a Manuel. Sabía que era mortal pero había establecido una secreta complicidad con la vida. Por un hilito de sangre se le iba la vida a ese apuesto, a ese noble capitán. Él sabía que no era inmortal; él sabía que a veces el triunfo y la muerte vienen juntos. Se mueren mis caballos que no saben que van a morir. Eso pensaba Manuel antes de la batalla. Hasta esa tardecita en que una bala penetró entre la parte media de la nariz y el pómulo izquierdo que yo tantas veces besé. Por un hilito de sangre se le iba la vida a Manuel…”.

Recogen el cadáver. De algún lado aparece una angarillas y Juana Manuela y su hija inician el viaje de regreso. A su alrededor todos hacen silencio. En algún momento, aparece el general Melgarejo; mira a Juana Manuela y desaparece detrás de una puerta. Las mujeres pasan a su lado, altivas, majestuosas, dignas; rodeadas de un triple silencio: “La noche, la muerte y el dolor”.

Diez mil mujeres vestidas de negro y más de veinte mil hombres acompañan al cortejo. Indios, cholos, campesinos, llevan en andas los restos del hombre que los hizo sentir personas. “¿Quién sino Tata Belzú los facultó para dejar la chaqueta corta y pantalón partido dejándolos usar saco y pantalón recto? ¿Quién sino Tata Belzú les permitió salir de las ferias y comerciar en cualquier parte? ¿Quién les dio derecho a ocupar cargos públicos, a estudiar en las escuelas de artes y en las universidades? ¿Quién se dolió de sus vicios y defectos? ¿Quién sino Tata Belzú? ¿Quién soñó un destino más maduro y respetable para todos los bolivianos? ¿Quién sino Tata Belzú extendió la mano al indio? ¿Quién sino él intentó sacarlos de su condición de bestia destinada a la mina? ¿Quién sino Tata Belzú quiso abolir el pongo?”.

Juana Manuela regresa a Lima, a las tertulias literarias, a las reuniones sociales, a su oficio de escribir, a sus amoríos con Julio Sandoval, mucho menor que ella, con el que va a tener dos hijas y con el que nunca se va a casar. Sus libros se publican en Lima, Buenos Aires, Santiago y más adelante en Europa. No vamos a decir que en algún momento fueron best sellers, pero llegó a ser una escritora reconocida.

La vida literaria no la va a eximir de cumplir con sus compromisos sociales. Cuando España bombardea el Callao ella se ofrecerá como colaboradora. Y por las tareas de solidaridad desplegadas en la retaguardia el gobierno de Perú la honrará con un reconocimiento oficial. Con los honores vienen las desgracias, las enfermedades y las muertes de los seres queridos. También llega la pobreza porque se hace muy difícil vivir con los recursos de la escuela y lo que ahora llamaríamos los derechos de autor.

Para mediados de los años setenta viaja a Buenos Aires. Existe la promesa de publicarle algunas novelas y ella está decidida a gestionar la pensión que le corresponde por ser hija de un guerrero de la independencia. En Buenos Aires, recibe reconocimientos, honras y una pensión de alrededor 200 pesos.

En esos días conoce a Juana Manso que está casi al borde de la tumba. Juana Manuela abraza a la mujer que admira: “Permítame pedirle su amistad y besar la mano de mi maestra y colega”.

Las relaciones con Eduarda Mansilla no van a ser tan amables. Eduarda está fastidiada por los escritos de Juana Manuela contra su tío don Juan Manuel de Rosas. Juana Manuela no es mujer de andar pidiendo disculpas, pero en homenaje al respeto que le tiene a Eduarda trata de explicarle que relatos, por ejemplo, como “La hija del mazorquero” (con el título “El puñal del mazorquero” será llevada al cine en 1923, película dirigida por Leopoldo Torres Ríos y sus principales actores serán Blanca Juncal y Víctor Quiroga) van más allá o más acá de la simple adhesión o rechazo a Rosas. Parece que en algún momento las dos mujeres conversaron en alguna reunión social, pero sería una exageración sentimental decir que fueron amigas.

Desde 1875 en adelante, Juana Manuela vive en Buenos Aires y en Lima. El gobierno la autoriza a viajar más seguido sin presionarla por el cobro de la pensión por la muerte de su hija Mercedes en 1879. Los años de la vejez no suelen ser felices, y mucho menos cuando a una madre le toca presenciar la muerte de sus hijas. Buenos Aires en esos años está creciendo a saltos, pero Juana Manuela mira con ojos desencantados lo que está sucediendo a su alrededor. Sospecha que ya es una reliquia del pasado y que lo más importante de su vida está en el pasado y no en el futuro. La vejez y la tristeza no la privan de ejercer la crítica. En Buenos Aires, todo parece ir sobre rieles, peor lo que ella observa es que “la gente de aquí sólo piensa en ganar dinero, el abogado cierra su estudio, el escritor tira su pluma…”.

Juana Manuela sabe que es la sobreviviente de una época, la hija del hombre que firmó la declaración de la independencia, la sobrina de Facundo Zuviría, la señora de un presidente, la amante de otro y la suegra de un tercero; la mujer que hablaba de igual a igual con Mitre en el exilio y la que nunca le perdonó a Felipe Varela su amistad con Mariano Melgarejo, el asesino de Belzú.

Sabe que su tiempo está llegando a su fin y escribe sobre esa nostalgia y melancolía. Recuerda que alguna vez Alberdi habló sobre esas mujeres que tratan de escapar del molde establecido y finalmente fracasan. “Son algo cuando ya no son nada; pueden disponer de sí cuando ya nadie quiere disponer de ellas”. Juana Manuela sospecha que ella ha logrado sortear esa trampa, del destino, pero tampoco esa modesta conclusión la conforma demasiado.

Juana Manuela Gorriti muere el 6 de noviembre de 1892. Ni los disparos de la revolución de 1890 ni las primeras manifestaciones obreras en las calles de Buenas Aires parecen haberla impresionado demasiado. Ella pertenece a otro tiempo, a otra época y ha aprendido en carne propia que más allá de los resultados ocasionales la vida siempre se encarga de derrotarnos.

La leyenda cuenta que antes de morir su amigo, publicista y admirador, Vicente Quesada, le dice que sus manos siguen siendo bellas y hermosas. Juana Manuela le contesta que los sueños pasaron y que la única realidad son los recuerdos. Quesada observa que el recuerdo también puede ser el amor. Podemos tomarnos la licencia de imaginar la mirada de ella, su sonrisa desteñida y desencantada y, la que tal vez haya sido su última frase: “Ya es muy tarde para pronunciar esa palabra”.

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