La bomba que mató al comisario Cesáreo Cardozo

El 18 de junio de 1976 fue asesinado el jefe de la Policía Federal, Cesáreo Ángel Cardozo. El militar vivía en el barrio porteño de Belgrano con su hija, su madre y su esposa. La bomba que lo mató estaba colocada en el colchón de la cama matrimonial, a la altura de su cabeza. Cuando Cardozo se fue a dormir, su esposa se quedó mirando televisión en el living. La bomba estalló apenas se acostó. Murió en el acto y sus familiares sufrieron heridas de diferente consideración.

Esto ocurrió tres meses después del golpe de Estado perpetrado por los militares. El crimen se lo atribuyó a través de un comunicado la organización peronista Montoneros. El comunicado se expresó en los siguientes términos: “La operación tanto en la fase de inteligencia e infiltración, como de ejecución final se desarrolló conforme a lo planificado, lográndose el objetivo de ejecución del represor Cardozo”. Chicos encantadores. Como le gusta decir a los uruguayos: cortito y al pie.

UNA AMIGA DEL ALMA

Efectivamente hubo un operativo de inteligencia e infiltración. Vaya si lo hubo. La “combatiente” destinada a esta heroica tarea se llamaba Ana María González, una chica de dieciocho años hija de un médico, Abel Roberto González, y una psicóloga, Ana María Corbijin, residentes en San Fernando.

González estudiaba en el Instituto de Lenguas Vivas. Allí conoció a la hija del comisario Cardozo, María Graciela. Como se dice en estos casos, se hicieron amigas. No fue una amistad casual o espontánea. González se dedicó a ganarse la confianza y el afecto de su compañera de estudios. No le fue fácil pero lo hizo. Según se cuenta, la relación no empezó bien porque discutieron de política y se enojaron. La reconciliación se produjo cuando González, respaldada por sus jefes militares, decidió iniciar el operativo de seducción. Lo hizo con deliberada y perversa eficacia. Se reconcilió con María Graciela contándole sus supuestos dramas familiares. Le habló de la persecución a la que la sometían sus padres malvados y hasta le mostró su diario personal en donde relataba su drama cotidiano. El paso siguiente fue ingresar a su domicilio. Parece que la primera vez que lo hizo fue el 1º de mayo de 1976. A partir de allí, González fue una visitante cotidiana en la casa. Alguna vez almorzó con la familia y en más de una ocasión se quedó conversando con Susana Beatriz Rivas Espora, la esposa de Cesáreo Cardozo, también sensibilizada por esa chica de ojos tristes.

El 17 de junio las amigas estuvieron estudiando en la casa. Desde el Instituto las trasladó un auto de la policía manejado por el chofer. Estaban solas. Tomaron un café con leche y conversaron. Dos tiernas adolescentes hablando de ropa, novios y bailes. En algún momento la militante montonera pidió permiso para ir al baño. Absolutamente normal. Ana María salió del baño y se dirigió al dormitorio de los padres de su amiga. Llevaba en la cartera una caja con la marca de un perfume, pero en lugar de perfume había una bomba con 300 gramos de trotyl y un mecanismo de ingeniería destinado a activarse apenas recibiera una determinada presión. Colocó el artefacto debajo del colchón y salió. Enseguida retornó al dormitorio para correr la bomba unos centímetros, cosa de asegurar el operativo. Después sonriente y dulce continuó hablando pavadas con su amiga. Encantadora criatura. Eso sí, una forma militante de la causa nacional y popular. Ni una vacilación, ni un remordimiento. Jamás permitirse el beneficio de la duda.

A la 1.40 Cardozo fue al dormitorio, se acostó y ocurrió lo que ya sabemos. Los servicios de inteligencia criollos no son los más despiertos del mundo, pero no hacía falta ser James Bond para saber cómo ocurrieron las cosas. Esa misma madrugada ya sabían que la responsable del operativo criminal era la dulce niña amiga de la hija del comisario.

¿LA REVOLUCIÓN JUSTIFICA TODO?

No es necesario abundar en consideraciones sensibleras para destacar el rechazo, el repudio e incluso el asco moral que produjo la noticia. Lo que Montoneros calificaba como un operativo liberador y justiciero, no era más que un macabro y siniestro operativo de traición. Realmente hay que padecer de un nivel de alienación y fanatismo muy elevado para ganarse el afecto de una persona con el objetivo de asesinar a su padre. Todo ello en nombre de los trabajadores y la lucha por la liberación nacional y social.

Habrá quienes digan que hay que entender el contexto de la época. Linda frase para lavarse las manos o justificar lo injustificable. Ante un caso concreto hay que hablar en términos concretos: no hay contexto que justifique la perversión en esos niveles. La señorita criada en un hogar de clase media alta, que nunca trabajó y siempre tuvo un auto a su disposición en la puerta, una burguesita en el más procaz sentido de la palabra, no puede justificar en nombre de ningún ideal esa canallada criminal. Si alguna referencia se puede hacer al contexto de la época, es acerca de los grados de delirio en la que estaba sumergido un sector de los argentinos. “La revolución y la causa de los trabajadores lo justifica todo”, suelen decir los fanáticos. Algo parecido repetía Firmenich para justificar la masacre de la denominada contraofensiva. Matamos porque somos justos, es el razonamiento. Seguramente el mismo razonamiento hubieran empleado si conquistaban el poder. Pol Pot no es un invento exclusivo de Camboya.

El crimen concitó en su momento el repudio de todos. La UCR, los socialistas, el MID, la Democracia Progresista, el Partido Intransigente y el Partido Comunista condenaron lo sucedido. Se condenaba la muerte, pero sobre todo se condenaba la manera de matar, el recurso del que se valieron los criminales para cometer el asesinato. Que luego Montoneros se haya jactado del operativo no hacía más que confirmar el grado de perversidad de esta organización que mataba en nombre del pueblo e invocando la causa de Perón y Evita.

DETALLES

Después se conocieron más detalles. La propia González se encargó, con un cinismo que estremece, en darlos a conocer. Según sus palabras, a fines de marzo de 1976 ella fue detenida en uno de esas habituales razzias organizadas por las fuerzas armadas. Para defenderse invocó su amistad con la hija del comisario Cardozo. Los policías consultaron, y efectivamente el comisario confirmó que la señorita González era amiga de su hija, motivo por el cual ordenaba que la dejasen inmediatamente en libertad. “Gracias, gracias a los que me largaron”, dijo esta encantadora niña, para después agregar: “Eran tan buenos que me pidieron disculpas y me regalaron chocolatines”. Qué dulce y tierna.

Ana María González murió seis meses después como consecuencia de las heridas recibidas en un enfrentamiento en el que murió el conscripto Guillermo Félix Dimitri. González se desplazaba en auto con su novio, Roberto Santi. Cuando fueron sorprendidos por un operativo militar de rutina dispararon contra el conscripto que les pedía documentos. Malherido, Dimitri respondió e hirió de muerte a la González, que falleció horas después en un aguantadero de la organización. Los jefes montoneros la consideraron una heroína y hasta ponderaron su coraje de negarse a ser sometida a una operación para no caer en manos de los militares. Según el relato de Montoneros, se despidió con un beso de su novio y convocó a los compañeros a continuar la lucha. Una heroína. Seguramente lo mismo no pensó su amiga, María Graciela, la chica que creyó en ella, la chica a la que le abrió la puerta de su casa, confianza que ella retribuyó asesinando a su padre. Y no sigo, para no ser acusado por los revolucionarios de pequeño burgués sentimental.

Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *