Embajada de Israel: impunidad y terrorismo

Se cumplieron veinticinco años del atentado terrorista contra la Embajada de Israel y, como suele ocurrir en estos pagos, de los responsables, y en particular de los responsables locales, ni noticias. La impunidad, el silencio o la ignorancia parece ser la constante de la Justicia argentina. ¿Habría que agregar a este rosario de imputaciones la complicidad? No lo sé, pero la pregunta es pertinente hacerla. Nos podemos equivocar una vez, nos podemos equivocar dos veces, pero ya cuando nos equivocamos tres veces hay motivos para pensar que más que a un error a lo que estamos asistiendo es a un horror.

Por lo pronto, queda claro que en temas como éstos somos lo más parecido que hay a una republiqueta bananera. En el caso que nos ocupa, Israel y EE.UU. han avanzado más en las investigaciones que la justicia criolla, con el agregado de que en el caso de la embajada fue la propia Corte Suprema de Justicia la que se hizo cargo de la investigación para arribar a la conclusión -luego de más de quince años- que el tema ya era cosa juzgada, una manera -¿elegante o procaz?- de admitir que a la embajada la voló el Espíritu Santo. O, como dijera el antiguo y leal abogado de Isabel Perón, Juan Gabriel Labaké: a la embajada la volaron los propios judíos.

Al respecto resulta notable el esfuerzo de Labaké por probar que los judíos gozan del morboso placer de matarse entre ellos con el objetivo de victimizarse. Labaké también ha dicho que a la Amia la volaron los judíos y, por supuesto, las Torres Gemelas de Nueva York también fueron derrumbadas por la infinita perfidia sionista. Como para completar la saga, el dirigente peronista se jacta de haber denunciado al fiscal Alberto Nisman por traidor a la patria. Continuando con esa astuta y lúcida línea de investigación, nada nos cuesta admitir que en este país los judíos ejercen el insólito oficio de matarse ellos mismos. Por ese camino, no nos debería llamar la atención que en algún momento se sostenga la hipótesis de que los directores de los campos de concentración de Auschwitz y Treblinka eran judíos. En ese terreno, la imaginación y las obsesiones de los judeofóbicos de todo pelaje son infinitas y absolutas.

NO FUE NADIE

Lo cierto es que el 17 de marzo de 1992 la Embajada de Israel fue destruida y veintidós personas murieron. Esto ocurrió un día de semana, alrededor de las quince horas y en pleno centro de la ciudad de Buenos Aires. En Suipacha y Arroyo, para ser más preciso. Junto con la embajada, fue destruida la parroquia Madre Admirable. La identidad de los muertos incluye argentinos, israelíes, paraguayos, bolivianos e italianos. ¿O a alguien no le quedó en claro que el terrorismo no discrimina?

De lo poco que se pudo saber, se admite que hubo un conductor suicida al mando de una camioneta F100. Hasta allí llegaron las indigentes certezas. Lo demás es oscuridad y sombras. Nunca se pudo saber la identidad de quienes compraron y vendieron la camioneta. El nombre de Ribeiro da Luz salió al aire pero pronto se supo que el personaje era trucho. A lo más que se llegó fue a insinuar que los terroristas podrían haber llegado de la Triple Frontera, de la que se rumorea que es un aguantadero de fanáticos, contrabandistas y narcotraficantes.

Todo se hizo mal. Supongo que si se lo hubieran propuesto no les habría salido mejor. Lo terrible es que con la Amia y con Nisman reiteraron el mismo libreto. Razones tienen para hacerlo. Un principio elemental de sentido común sostiene que aquello que sale bien una vez hay que repetirlo. Sobre todo, cuando se sabe que los que deben investigar llegan tarde, miran para otro lado, no ven, no escuchan, no huelen y jurídicamente se florean en gambetas.

La Corte Suprema en algún momento balbuceó que la organización terrorista islámica Hezbolá estaba detrás de todo esto. Campeones de lo obvio, hasta allí llegó toda su sabiduría. Veinticinco años, es decir, un cuarto de siglo después, y de la conexión local “naranja pal’ cantor”. Por lo que nos dan a entender nuestros sagaces investigadores, Hezbolá llegó en un plato volador y se fue con la misma nave. Ni a Philip Dick ni a Ray Bradbury se le hubiera ocurrido semejante trama. Nada para sorprenderse. En un país donde los servicios de inteligencia y las fuerzas de seguridad están infestadas de judeofóbicos, a nadie le debería llamar la atención que no se investigue, se investigue mal y que todo quede en la nada. En situaciones parecidas, en Francia, Reino Unido y España, los terroristas fueron detenidos a la semana. A ese “lujo”, está visto los argentinos estamos condenados a no disfrutarlo.

LA COMADREJA DE ANILLACO EN APUROS

Dos años más tarde, la Amia voló por los aires. Carlos Menem estaba demudado. Muchos tiempo después llegó a admitir que su visita a Israel pudo haber generado esa reacción en grupos terroristas. Verdad a medias. Admito además que en estos temas como en cualquier otro, la palabra de Menem no vale nada. Pero haciendo un poco de historia, registramos que el malestar de los “terroristas” se produjo antes, un par de años antes. Concretamente, se inició cuando el candidato peronista de poncho federal y patillas riojanas visitó Libia, Irán y Siria. En la ocasión, la “Comadreja de Anillaco” recorrió los países musulmanes para recaudar fondos, motivo por el cual se prodigó en promesas no muy diferentes en intención a las que hacía en la Argentina en temas como el salariazo y lindezas al estilo “Síganme que nos los voy a defraudar”. Todo ello matizado con un revuelo de ponchos federales y bombos peronistas.

El riojano habló con Kadafi, Assad y algún clérigo empinado de Irán y prometió el “oro y el moro”. Por supuesto, cuando llegó al poder hizo con sus paisanos de Medio Oriente lo mismo que hizo con sus paisanos de las pampas argentinas: estafarlos. Nosotros estamos más o menos acostumbrados a que nos paguen con esas monedas. Y hasta nos divierte que nos hagan el cuento del tío. Pero para nuestra desgracia pareciera que en Siria, Libia e Irán ese sentido bizarro del humor está ausente.

En 2009, la novedad provino del embajador de Israel, Daniel Gazit. En la ocasión, el funcionario dijo que le correspondía a los argentinos investigar la conexión interna, porque la externa no sólo que ya estaba investigada sino que sus principales autores habían sido eliminados. Palabras más palabras menos, Gazit dio a entender que el Mossad se había hecho cargo del tema y había mandado a mejor mundo -a disfrutar de sus míticas setenta vírgenes- a los jefes terroristas de Hezbolá.

¿Fue así? Es muy probable. Recordemos que el 12 de febrero de 2008, el jefe militar de Hezbolá, Imad Fayed Moughnieh, voló por los aires en Damasco, después de haber participado en una celebración del aniversario de la revolución islámica. Ya lo había dicho Ben Gurión mucho tiempo atrás: “Los judíos estamos liquidados si una vez más admitimos que nos puedan matar impunemente”.

¿Apoyo un acto terrorista? No apoyo, destaco, que no es lo mismo. Además, “terrorismo” en términos políticos contemporáneos es el operativo destinado a matar indiscriminadamente. Terrorismo es una bomba en un hotel, el ametrallamiento de los asistentes a un boliche bailable, la bomba en un colectivo, en una escuela. Lo sucedido en Damasco puede ser motivo de polémicas, pero está claro que más que un acto indiscriminado fue un operativo selectivo.

Volvamos a la Argentina. El atentado contra la embajada fue calificado con justicia como un crimen de lesa humanidad. Esto quiere decir que no prescribe, lo cual es un dato a tener en cuenta. Aunque al respecto, tan importante como insistir en que es imprescriptible, sería dar con los responsables locales. Un mínimo de voluntad política o de decencia personal permitiría obtener resultados más esperanzadores. No pretendo posar de Sherlock Holmes, pero se me ocurre que no estaría de más investigar a fondo en las abundantes cuevas y madrigueras donde pululan los judeofóbicos criollos siempre dispuestos a hacer realidad la consigna: “Haga patria, mate un judío”.

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