Juan José Castelli

Se llamaba Juan José Castelli. Pudo haber sido el primer abogado del virreinato, pero prefirió ser el primer revolucionario de la nueva república. Estudió en Córdoba y después en Chuquisaca. Los curas le enseñaron a respetar la Corona y los mismos curas le dieron los libros que lo decidieron a luchar contra la Corona. En Córdoba y Alto Perú aprendió teología y Derecho, pero quienes lo conocieron aseguran que su libro preferido fue el Contrato Social de Jean Jacques Rousseau. Hoy, ese libro parece un tanto inocente, pero en aquellas época era tan subversivo como una novela del marqués de Sade en la biblioteca de un convento de monjas de clausura.

Cuando llegó a Buenos Aires ya estaba muriendo el siglo XVIII y con él la ilusión de una España reformada por el despotismo ilustrado de los borbones. Empezó a ganarse la vida como abogado, pero sin duda que prefería las intrigas políticas y las sesiones con sus hermanos masones, que lidiar con expedientes farragosos y aburridos.

Sus amiguitos o sus amigotes de entonces se llamaban Nicolás y Saturnino Rodríguez Peña, Hipólito Vieytes, Domingo French, Antonio Berutti, Juan José Paso y Mariano Moreno. También disfrutaba de la amistad de un primo hermano al que consideraba su mejor compinche: Manuel Belgrano.

En 1794, se casó con María Rosa Lynch. La pobre era linda, crédula y sumisa, y durante seis o siete años se dedicó a darle hijos. Dos de ellos, después se harán famosos como mártires: Pedro será ejecutado en 1839 por orden de Juan Manuel de Rosas; Francisco perderá la vida en la batalla de Cepeda peleando al lado de Mitre. Luciano no tuvo una muerte violenta pero peleó bajo las órdenes de San Martín y Guillermo Brown. Con su hija Ángela, las relaciones no fueron tan cordiales. Castelli era muy liberal y progresista, pero cuando se enteró que la chica se había puesto de novia con un candidato que a él no le gustaba, se portó como un padre celoso, posesivo y autoritario.

Pero regresemos a los “felices años de la colonia”. No hay documentos que lo prueben, pero hay motivos para suponer que para 1805 Castelli y sus amigos estaban hartos de los burócratas españoles del virreinato. Los muchachos eran muy jóvenes para aguantar la compostura cortesana de Álzaga y demasiado atrevidos para soportar la mediocridad del virrey Sobremonte.

Cuando llegaron los ingleses a estas playas, pensaron como muchos que había llegado la hora de la libertad. Ya para entonces estos chicos se carteaban con Miranda y suponían que era muy inteligente y muy práctico apoyarse en los ingleses para sacarse de encima a los maturrangos. La ilusión no les duró mucho. Después de conversar con Beresford advirtieron que los ingleses estaban más interesados en hacer buenos negocios que en promocionar aventuras libertarias.

La fantasía no terminó de la noche a la mañana. Cuando la princesa Carlota llegó con su marido y toda la corte portuguesa a lo que años después sería Brasil, Castelli y sus amigos insistirán en el proyecto de una monarquía constitucional encabezada por Carlota, hermanita de Fernando. Volvieron a equivocarse. Carlota no tenía muchas luces pero no era tonta. Cuando se enteró que los porteños querían ponerla de mascarón de proa les dijo que ella era reina de una monarquía absoluta o nada.

En 1808, Napoleón ocupó España y con su acto puso en evidencia la descomposición moral y política de la monarquía. Los acontecimientos se precipitaron y empujaron a los protagonistas. Castelli para entonces era uno de los políticos que tenía la certeza de que lo que se avecinaba era una revolución y no un simple cambio burocrático.

Cuando de España llegan noticias de que el amo absoluto es Napoleón, los patriotas ahora sí creen que “las brevas están maduras”. Razones tenían para enojarse. Desde hacía rato los criollos venían soportando humillaciones y postergaciones por parte de una burocracia virreinal codiciosa, santurrona y prepotente.

Ha llegado la hora de poner las cosas en su lugar. Lo primero, solicitar un Cabildo Abierto. Hay que ponerle el cascabel al gato, es decir, pedir la autorización de Cisneros. Castelli se ofrece a cumplir con esa misión.

Los libros dicen que la revolución se inició el 25 de mayo. Puede que sea así, pero me animaría a postular que la tortilla se dio vuelta la tarde del 18 de mayo, una semana antes.

Según dicen los cronistas, Cisneros se encontraba en el Fuerte jugando al ajedrez con un colaborador. Rompiendo con todas las normas del protocolo, Castelli empujó a los guardias, abrió la puerta y entró a la sala como Pancho por su casa. Su acompañante, Martín Rodríguez va a decir después, que creyó que ahí nomás los liquidaban.

Cisneros no quería creer lo que estaba viendo. Se levantó indignado, pero Castelli le dijo que controlara su enojo porque le iba a hacer falta para más adelante. Hubo miradas, silencios y seguramente el aire debe haberse cortado con un cuchillo, como se dice en estos casos. Finalmente, el que cedió fue Cisneros. “Si el pueblo no me quiere y las tropas me abandonan, hagan lo que ustedes quieren”, dijo resignado. Castelli lo miró con aires de Humphrey Bogart, le hizo un gesto a Rodríguez y los dos se retiraron con la certeza de que una de las manos más importantes de la gesta revolucionaria se había ganado.

El Cabildo del 22 de mayo fue un paseo. Los patriotas se encargaron de “convencer” a algunos españoles miedosos de que ese día “por razones climáticas” no era prudente salir de la casa. Los más testarudos fueron “persuadidos” por los chisperos de French y Berutti.

Uno de los principales oradores de la jornada fue Castelli. Él expondrá los argumentos jurídicos y políticos que justifican la elección de una nueva Junta. El obispo Lué se comportará como un elefante en el bazar. Sus palabras fueron tan irritativas y torpes que hay buenos motivos para pensar que si no hubiera existido, habría que haberlo inventado.

Más sutil, el fiscal Manuel Vilota defenderá la causa de los españoles invocando el derecho de las ciudades del interior. Sin saberlo, Vilota se estaba transformando en el primer militante de la futura causa federal.

El 25 de mayo se constituye la Primera Junta, Castelli es uno de los vocales, pero Mariano Moreno sabe que este abogado de 46 años es algo más que un vocal. Porque lo sabe es que un mes más tarde lo manda para que le diga a Cisneros y a Lué que lo mejor que podían hacer era mandarse a mudar de Buenos Aires. Más o menos para esa fecha llegan las noticias de Córdoba: Liniers está detenido, pero nadie se anima a cumplir la orden de fusilarlo. La Junta se reúne y con la firma de casi todos -el cura Alberti se excluye por motivos religiosos- confirman la sentencia. “Vaya usted Castelli”, le dice Moreno. Completan la partida Domingo French y el “hermano” Diego Parossien.

Ni a Castelli ni a French les resultó agradable ordenar la muerte de quien había sido casi un amigo. La decisión hoy nos parece chocante, pero hay que entenderla en el contexto de la revolución. Está claro que si Liniers se hubiera impuesto habría hecho lo mismo. Por lo menos, las cartas de Nieto desde el Alto Perú así lo sugieren.

Los conspiradores serán arcabuceados por orden de Castelli. Domingo French le dará el tiro de gracia al héroe de la resistencia. Castelli tiene los ojos húmedos pero no vacila. Sabe que no está jugando a los soldaditos sino que es el protagonista de una revolución. Un gobernador, un ex virrey y un funcionario de la Corona fueron ejecutados en Cabeza del Tigre. El obispo Orellana se va a salvar entre los indios.

Después de ese acto, hasta los patriotas más vacilantes saben que la revolución va en serio y que no hay posibilidad de retorno. La acción será justificada para las generaciones futuras con las siguientes palabras: “¿Que fuimos crueles? ¡Vaya con el cargo! Mientras tanto ahí tienen ustedes una patria que no está ya en el compromiso de serlo. La salvamos como creíamos que debíamos salvarla. ¿Había otros medios? Así sería. Pero nosotros no los vimos, ni creímos que con otros medios fuéramos capaces de hacer lo que hicimos. Arrójenos la culpa al rostro y gocen de los resultados. Nosotros seremos los verdugos. Sean ustedes hombres libres”.

A Santiago de Liniers, lo fusilan en agosto de 1810. De aquí en más, el vértigo de los hechos sobrecoge. Castelli sale de Córdoba, pasa por Tucumán, organiza las tropas criollas en Salta y en diciembre de 1810 derrota a los españoles en la batalla de Suipacha, la primera victoria militar de las armas patrias. Como consecuencia de ello, todo el Alto Perú queda en mano de los patriotas.

La actividad política y militar liderada por Castelli en esos meses es intensa y trascendente. Con él, la revolución de mayo adquiere entidad propia. A principios de 1811, son fusilados Vicente Nieto, Paula Sanz y José de Córdoba. Los héroes de Chuquisaca y la Paz están vengados. Goyeneche y el obispo cruzan presurosos el río Desaguadero. Castelli recibe orden de no perseguirlos, aunque quienes lo conocen afirman que se salía de la vaina para hacerlo. No se equivocaba. Pocas semanas después, quienes recomendaron “prudencia” con los godos, se iban a arrepentir de su “compasión”, pero ésa es otra historia.

Curiosa relación la de Castelli con los obispos. En Buenos Aires, es el que ordena la expulsión de Benito Lué y Riego; en Córdoba, destierra a Orellana y en Alto Perú intenta perseguir a monseñor Remigio la Santa. Lo destacable no es la buena o la mala voluntad de Castelli con los religiosos, sino la posición mayoritariamente contrarrevolucionaria de la alta jerarquía católica.

De todos modos y en homenaje a la verdad, una excepción merece destacarse. Se trata del arzobispo de Charcas, Benito María de Moxó que no sólo ofició una misa en homenaje a la Junta de Mayo, sino que donó en nombre suyo y de los curas de la diócesis la suma de seis mil pesos para el Ejército y la biblioteca de Buenos Aires.

Más allá de estas variaciones, propias de procesos históricos ricos en alternativas y alineamientos, la imagen de jacobino de Castelli es un atributo en el que por razones opuestas coinciden en reconocerle sus amigos y sus enemigos. Expresar al sector más radical de la revolución no le saldrá gratis. A las adhesiones entusiastas, se le suman como contrapunto los odios y resentimientos irreconciliables.

En mayo de 1811, proclama en Tiahuanaco el fin de la servidumbre indígena en Alto Perú y convoca a la unidad por la libertad de todo el continente. Con Castelli, la revolución adquiere tono social y americano. Sus decisiones le permiten conquistar nuevos aliados, pero gana enemigos poderosos y temibles.

De todos modos, no todas son flores. Castelli, como otros patriotas, tiene claro por convicción política y por estrategia militar que debe ganar a los indios para la causa de la revolución. Esto es verdad, pero lo que se conoce menos es que los indios en muchos casos hacían su propio juego y, según la conveniencia del momento se aliaban con los españoles o con los criollos. Es más, los ejércitos realistas de Tristán y Goyeneche estaban poblados por indios. El hecho merece mencionarse porque existen versiones edulcoradas acerca de la disposición de los indios para sumarse a la causa revolucionaria. No fue así. O, por lo menos, no fue tan así.

Castelli moviliza multitudes con sus decisiones audaces y sus discursos impecables. Como contrapartida, las disputas internas y aquello que los vecinos de las diferentes ciudades del Alto Perú califican como “pedanterías porteñas” habrán de restarle popularidad no sólo entre las castas dominantes sino en las clases populares, muy sensibles a las denuncias acerca de la impiedad de los patriotas.

En junio, las tropas criollas son derrotadas en Huaqui. Al respecto, muy bien podría decirse que los patriotas se derrotaron solos. Las fricciones internas, los celos y las rivalidades, entre oficiales, las disputas salvajes por el poder en Buenos Aires, crean las las condiciones favorables para la victoria española. Una batalla les alcanza y les sobra a éstos para recuperar el Alto Perú, iniciándose en la región ese ciclo histórico de idas y venidas, de avances y retrocesos, de victorias y derrotas, ciclo que se habrá de prolongar por lo menos hasta 1816, cuando los realistas derrotan a los criollos en Sipe Sipe y por unos cuantos años se quedan con el control del Alto Perú, aunque sin la posibilidad de avanzar desde allí hacia Buenos Aires.

Para el primer aniversario del fusilamiento de Liniers, Castelli recibe la orden de marchar hacia Buenos Aires para ser juzgado por sus faltas, imputaciones que incluían la causa por “traición”. A poco más de un año de su inicio, la revolución comienza a devorarse a sus principales hijos. Mariano Moreno descansa su sueño eterno en altamar; French, Berutti y Rodríguez Peña militan en la oposición y su libertad está amenazada; Antonio Balcarce también está en el banquillo de los acusados; al cura Alberti un disgusto político le provoca un infarto y la muerte; Manuel Belgrano debe rendir cuentas por su campaña en Paraguay; y, para esa fecha, el propio Cornelio Saavedra, en su momento cabecilla de la fracción considerada conservadora, va a ser confinado en San Juan.

Los últimos meses de Castelli en Buenos Aires son terribles. Ninguna humillación ni ningún sufrimiento le van a ser negados. Al bochorno de ser juzgado por traidor se le suma la desgracia del cáncer en la lengua. Increíble: al orador de la revolución, al autor de los alegatos verbales más duros, más irónicos y más lúcidos contra el poder colonial le van a cortar la lengua. La realidad es macabra, pero el símbolo es siniestro. Un cura festejará lo ocurrido diciendo que es un castigo de Dios por sus blasfemias. Ese otro cura intrigante y sinuoso que fue el deán Gregorio Funes, le escribe a su hermano Ambrosio una carta rebosante de alegría por la enfermedad del ex vocal de la Primera Junta. Los que en 1951 -según la leyenda- escribían en las paredes “Viva el cáncer” para celebrar la agonía de Evita, contaban con ilustres antecesores.

A las desgracias políticas, a Castelli se le suman las penurias económicas y las disidencias familiares. Su hija Ángela, se pone de novia con el coronel saavedrista, Francisco Igarzábal. Castelli en la ocasión se comporta como un padre tradicional, celoso y posesivo. Un señor llamado Carlos Marx muchos años después tendrá una reacción parecida con su hija, con lo que se demuestra que se puede ser muy revolucionario políticamente, pero esa voluntad de cambio y transformación no necesariamente alcanza a otros aspectos de la vida. Finalmente, la pareja cuyos amoríos cuentan con la aprobación de María Rosa Lynch, esposa de Castelli, se escapa de Buenos Aires con el previsible escándalo en una sociedad que vive tiempos revolucionarios, pero en estos temas es prejuiciosa y conservadora.

Castelli muere el 12 de octubre de 1812. A su entierro no asisten más de quince personas. No hay discursos de despedida ni honras oficiales, sólo el saludo laico y austero de algunos leales hermanos de la masonería. Algo parecido va a ocurrir ocho años más tarde en el sepelio de su primo Manuel Belgrano.

Las leyendas acerca de las últimas palabras de los patriotas han hecho las delicias de las efemérides escolares. Castelli no escapó a las generales de la ley, aunque en su casa sus últimas palabras fueron escritas porque el habla la había perdido. Se dice que sintiéndose morir, Castelli le hizo señas a su médico para que le acercara una hoja de papel y una pluma. Con las previsibles dificultades del caso escribe una frase que más allá de su existencia real hará historia porque expresa con tremendo patetismo la realidad de Castelli, pero también la tragedia de los revolucionarios que entregan su vida en nombre de esa causa. “Si ves el futuro, dile que no venga”.

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