LA REFORMA UNIVERSITARIA: ¿QUÉ HACER CON ELLA?
Rogelio Alaniz*
RESUMEN
Este artículo se propone indagar acerca de las condiciones históricas en las que se produce el movimiento reformista de 1918. La reconstrucción histórica intenta incorporar algunos de los debates que estuvieron presentes en 1918 y los diferentes dilemas políticos y académicos que se les presentaron a los líderes reformistas. Interrogarse acerca de la actualidad del ideario reformista y sus perspectivas, incluye la necesidad de registrar cómo se fue desplegando el “reformismo” desde 1918 a la fecha, qué polémicas estuvieron presentes, qué relaciones sostuvo el reformismo con el campo político, cuáles son los desafíos que se avizoran hacia el futuro y si la cultura reformista tiene algo que decir o hacer al respecto.
PALABRAS:
Reforma. Revolución. Estudiantes. Rebelión. Manifiesto. Intelectual. Cogobierno. Autonomía. Tripartito. Córdoba.
I
ENTRE LA HISTORIA Y EL FOLKLORE
Para que la evocación de los acontecimientos históricos no se transformen en crónicas necrológicas o en inofensivas efemérides escolares es aconsejable poner en discusión los mitos y leyendas que suelen acompañarlos. La Reforma Universitaria no escapa, no debe escapar, a las generales de la ley. Se dice que en 1918, en Córdoba, en esa ciudad que conjugaba tradicionalismo y modernidad, resignación y rebeldía, devoción religiosa y laicismo, inmigración europea y migraciones norteñas, las señoras beatas se persignaban cuando oían hablar de los estudiantes revoltosos y aconsejaban a las autoridades religiosas que bendijeran con agua bendita las casas de altos estudios profanadas por una horda de demonios. Un siglo después, no sería deseable que los reformistas hicieran algo parecido cada vez que se hable con tono crítico de la rebelión estudiantil más trascendente del siglo veinte. Nunca olvidar que las idolatrías y las veneraciones, incluso de las causas más laicas y más nobles, suelen poseer inquietantes semejanzas.
En 1936, Deodoro Roca escribe en la revista «Flecha» que «para hablar de lo sucedido en 1918 es necesario despojarse de toda veneración supersticiosa del pasado». Seis años antes Julio V. González decía algo parecido: «Hay que desvincularse del pasado, vivir el presente y entregarse al porvenir». Quienes así se expresan están orgullosos de haber protagonizado la gesta de 1918, pero para ser fieles a ella convocan a seguir pensando, a correr el riesgo de afrontar nuevos desafíos, a mantener vivo ese espíritu transgresor que se gestó en Córdoba en 1918. Importa decirlo: la Reforma Universitaria reclamó desde sus inicios el ejercicio de la libertad y la rebeldía, pero por sobre todas las cosas instaló en el imaginario estudiantil los atributos del estudio, la inteligencia y el compromiso social. Y reivindicó el derecho de los estudiantes a comprometerse políticamente, a “hacer” política. Los códigos culturales e ideológicos fueron diversos, pero las certezas de que se estaban viviendo tiempos de cambio y que a los jóvenes les correspondía un lugar en ese temporal, eran fuertes. Cien años después los problemas son otros, las certezas son otras y los desencantos también son otros, pero el estudiante, esa relación -al decir de Jean Paúl Sartre- entre la edad y el saber, se mantiene
Ernesto Giúdice y Héctor Agosti, tal vez los intelectuales de izquierda más lúcidos que dio el movimiento reformista, advertían sobre los peligros de transformar a la Reforma Universitaria en un panteón y convocaban a pensar en una segunda reforma universitaria. Sobre los contenidos de ese “segunda reforma universitaria” no hubo -y me temo que no hay- coincidencias entre los reformistas. Y hasta el día de hoy se sigue discutiendo acerca de los alcances y los límites de una propuesta que se parece más a un deseo que a una realidad, aunque lo que está instalado en todas las circunstancias es algo que no por obvio merece destacarse: la Reforma Universitaria siempre será interpelada en nombre del cambio y la transformación. No es estatua, no es monumento, es inspiración, rebelión, reflexión e inteligencia. Es que como escribiera José Luis Romero, “Ser reformista es estar insatisfecho. Nadie quiere una universidad reformada, se quiere íntimamente una universidad reformista en trance de reforma. Yo diría que el más genuino significado de la Reforma radica en la dimensión de su perpetuidad. Una universidad en perpetua reforma es el anhelo del universitario inquieto y moderno de nuestros días”.
Benedetto Croce postulaba que toda historia es siempre historia contemporánea. Hablamos de la Reforma Universitaria de 1918 porque nos interesa el presente y el destino de la universidad en 2017. En ello reside la diferencia entre el folklore y la historia. En un caso el pasado se cristaliza; en el otro, se lo recupera. “Articular históricamente el pasado no significa conocerlo como verdaderamente ha sido; es adueñarse de un recuerdo tal como este relampaguea en un instante de peligro”, escribió Walter Benjamin.
La Reforma Universitaria merece la reflexión histórica, la evaluación crítica, la exigencia intelectual que incluya como ejercicio dialéctico su negación. Para viajar a Cosquín siempre hay tiempo. La diferencia es pertinente por varios motivos, pero al principal desafío que hay que responder es si aquello que sucedió en 1918 tiene algo para decirnos hoy; si de aquellas pasiones e ilusiones, si de aquellos tumultos y estrépitos que ocurrieron hace un siglo, aún persiste esa creativa amalgama entre conciencia e inconciencia; entre inspiración y voluntad de cambio; entre insolencia y lucidez.
Las instituciones forjadas en 1918 son las que hoy legitiman a la Universidad pública. La autonomía y el cogobierno, esas dos instituciones rechazadas y demonizadas por las dictaduras militares y los regímenes autoritarios que pulularon en la Argentina del siglo veinte. Y su consecuencia: el estudiante reformista, el intelectual reformista y el profesional reformista, hoy oficializados, tan oficializados que sus protagonistas a veces no advierten esa identidad.
La Reforma Universitaria se parecen el actualidad a un honorable monumento. Y sus principales lideres, destacados próceres que se esfuerzan por lidiar con los rigores del mármol ¿Fin de la historia? ¿No hay nada más que decir? ¡Un solo grito gobierno tripartito…¿y sans se acabó?! El interrogante no es retórico, porque si asumimos sus exigencias no se puede descartar de antemano la posibilidad de que efectivamente la Reforma Universitaria esté agotada como creadora de instituciones, como inspiradora de cambios, como productora de imaginarios juveniles y mitos convocantes. Quisiera creer que no, pero mis deseos poco cuentan a la hora de afrontar los rigores y desafíos de los tiempos.
ANTES DE 1918
La rebelión estudiantil estalló en Córdoba, pero sería un error suponer que fue un grito en la oscuridad y el silencio. Según se interpreten los hechos, podría decirse que la rebelión no se inició en Córdoba sino que concluyó en Córdoba. Los exhumadores de archivos registran turbulencias estudiantiles en 1902 y 1903, e incluso desde antes. Pero más allá de las vicisitudes y las anécdotas, al iniciarse el siglo XX lo que está en tela de juicio es la ley universitaria de 1885 conocida como “Ley Avellaneda”, normativa que, según Carlos Cossio, “consagró el régimen oligárquico en la constitución y gobierno de las universidades”. Que algo sucedía en los claustros lo prueban algunas consideraciones de Miguel Cané. Dice el autor de “Juvenilia”: “Hay en los claustros un ansia de acción indestructible, la sangre hirviente de la juventud irrita a la sangre, empuja, excita, enloquece. Se sueña con grandes hechos; la lucha enamora porque implica la libertad”.
Ya para 1906 existen en Buenos Aires tres centros de estudiantes que discuten con las autoridades los planes de estudios, las mesas examinadoras y la conformación de los consejos directivos. El 11 de septiembre de 1908 se crea en la ciudad de Buenos Aires la Federación de Estudiantes de Buenos Aires (FUBA), futuro paradigma del reformismo universitario y la bête noire del populismo en cualquiera de sus variantes. Su primer presidente fue Salvador Debenedetti, un apellido que permite sospechar que ya para entonces no eran los hijos de los patricios los exclusivos “pobladores” de las casas de estudios. En 1911 se organiza la Federación de Estudiantes de La Plata. Inquietudes estudiantiles semejantes se registran en Santa Fe y Tucumán. En todos los casos, lo que importa destacar es que los “estudiantes” y “el estudiante” empiezan a adquirir perfil propio, una identidad confusa, balbuceante, pero irreversible.
Los congresos estudiantiles internacionales se inician en esos años. El primero se celebra en 1908 en Montevideo. En 1910 y en 1912 las reuniones se hacen en Buenos Aires y en Lima. Para 1914 está previsto un congreso en Chile, pero se suspende por el inicio de la Primera Guerra Mundial. Estos congresos son antecedentes de un movimiento estudiantil que está naciendo, aunque a estos estudiantes se les imputa parecerse más a embajadores culturales de sus gobiernos que a los futuros militantes de las diversas causas reformistas y revolucionarias. En efecto, las delegaciones estudiantiles son financiadas por el poder político y los plenarios concluyen con la presencia de ministros y el propio presidente de la nación anfitriona. Así ocurre en Montevideo, en Buenos Aires y en Lima. El movimiento estudiantil aún no ha accedido a la mayoría de edad, pero como los hechos posteriores se encargarán de probarlo, cuando llegue ese momento no solicitará permiso para hacerlo.
En aquellas recatadas y a veces festivas y placenteras sesiones convocadas por las máximas autoridades políticas de la nación, hubo tímidas referencias al compromiso político. Sin embargo, la sospecha de que estos congresos eran reuniones sociales auspiciadas por los gobiernos conservadores pareció confirmarse cuando el diputado socialista Juan B. Justo se opuso a que se entregara un subsidio a los delegados estudiantiles para que viajaran a Chile. Según el líder socialista «ese dinero hay que dedicarlo a las clases trabajadoras». Como se podrá apreciar, la futura imputación populista de “isla democrática”, disponía de inesperados e ilustres antecesores.
Los congresos estudiantiles de aquellos años no tienen la envergadura militante de los que se celebrarán en el futuro, pero importa advertir que tampoco fueron bucólicas excursiones de boys scouts. Pueda que esas delegaciones se parezcan en más de un aspecto a embajadas culturales, pero sería injusto reducirlas a una variante juvenil del protocolo diplomático. Temas como la autonomía y el cogobierno, la independencia del poder político y religioso, llegan a plantearse con el previsible pudor del caso. Es que más allá de límites históricos visibles, importa insistir en que los estudiantes están empezando a ser protagonistas, a constituirse como actores legítimos del proceso educativo con sus propias reivindicaciones y necesidades. El tono de la voz aún es débil, las frases algo balbuceantes, pero esos sonidos ya prefiguran las notas afinadas, las cadencias rítmicas que los distinguirán en el futuro.
Que los estudiantes al iniciarse el siglo XX empezaban a ser tenidos en cuenta, era algo que estaba presente en el clima de época. La relación entre estudiantes y juventud y entre juventud e ideales es uno de los temas elaborados en diferentes registros por los pensadores de la época. Así lo pensaba Joaquín V. González, por ejemplo. En términos parecidos lo enfocaban Ernesto Quesada y Ramón Cárcano. Escritores como Gálvez, Rojas, Rodó, ya tienen presente la gravitación intelectual y espiritual de los estudiantes. En los ensayos, en la literatura, en algunas representaciones teatrales, en las crónicas diarias, el estudiante se está ganando un lugar.
A moción de Joaquín V. González, el Congreso de la Nación declara que el 21 de septiembre será el día del estudiante. Las consideraciones del autor de «Mis montañas» fueron sugestivas: «Fecha consagrada al culto de la solidaridad y los ideales». Importa detenerse en esas palabras. “Solidaridad e ideales”. Nada mejor que un liberal ilustrado y sensible para anticipar el futuro. El 21 de septiembre exhibe ese noble antecedente. Todavía los picnics no se habían puesto de moda.
No concluyen allí los aportes de González. En 1915 auspicia la creación de la Oficina de Cooperación Universitaria. La dirigirá Del Valle Ibarlucea, el primer senador socialista de América. Un dato merece mencionarse al pasar: en 1921 Del Valle Ibarlucea fue desaforado por haber manifestado sus simpatías con la Revolución Rusa. El único senador nacional que se opuso a esa moción de efectivo cumplimiento fue Joaquín V. González.
Las relaciones del movimiento estudiantil con uno de los más ilustres exponentes del pensamiento conservador-liberal son interesantes porque confirman la vitalidad del liberalismo de aquellos años. En 1920, la FUA homenajea a González y lo califica como «padre espiritual de varias generaciones de argentinos y el apóstol más eminente de la cultura nacional». Tal vez exageraban, pero no demasiado. El otro aporte que González hizo a la Reforma Universitaria fue su propio hijo: Julio V. González. Se dice con justicia que la Reforma Universitaria tuvo un numen intelectual que se llamó Deodoro Roca y un político atrevido y brillante que fue Julio V. González. Podemos invertir los atributos y arribar a las mismas conclusiones. O podemos sumar a estos nombres los de Barros, Bermann, Valdés, Sayago y Bordabehere, porque en 1918 se verificó una vez más aquella premisa histórica que destaca que los grandes acontecimientos produzcan protagonistas que están a su altura.
La rebelión estudiantil con sus manifestaciones callejeras, sus conflictos ruidosos con las autoridades, su rebeldía iracunda, no estalló, por ejemplo, en Buenos Aires o en La Plata por la sencilla razón de que algunas de las conquistas reformistas ya habían sido reconocidas por las autoridades universitarias. Pruebas al canto. En 1906, el rector de la Universidad de Buenos Aires es Eufemio Uballes. En 1920 Uballes sigue en el mismo cargo. No es un déspota, no está atornillado al sillón, es un liberal avanzado que supo negociar los reclamos estudiantiles. Algo parecido ocurrirá en La Plata.
¿REFORMA O REVOLUCIÓN?
Sin exageraciones, puede decirse que en Buenos Aires y en La Plata la reforma universitaria estuvo más signada por la continuidad que por el cambio. Hubo conflictos y tensiones, pero lo que predominó fue el entendimiento. No sucedió lo mismo en Córdoba. Si fuéramos exigentes con los significados de las palabras podríamos tomarnos la licencia de decir que “Reforma” hubo en Buenos Aires y La Plata, mientras que en Córdoba, la palabra “Revolución” es la que mejor designará los cambios.
Al respecto, tal vez no sea casualidad que en el Manifiesto Liminar la palabra “Revolución” presida todas las consideraciones políticas y sea de alguna manera la clave que permita interpretar ese texto. Por el contrario, el término “Reforma” está asociado a maniobra, trampa, o lo que hoy denominaríamos “gatopardismo. Importa detenerse en la lectura del Manifiesto Liminar del 21 de junio, seguramente escrito por Deodoro Roca, aunque no es su firmante por la sencilla razón de que para esa fecha ya hacía unos años que Roca se había recibido de abogado. El texto hasta el día de hoy cautiva y seduce. No solo soporta el paso del tiempo, la exigente y a veces despiadada prueba del tiempo, sino que sigue siendo literariamente impecable y, como la buena poesía, su fraseo continúa invitando a leerlo en voz alta.
Carlos Mangone y Jorge Werley sostienen en su libro “El manifiesto”, algunas consideraciones dignas de tenerse en cuenta en este singular género literario que incluye desde el “Manifiesto Comunista” al “Yo acuso”. “Es literatura de combate. Al tiempo que se da a conocer enjuicia sin matices un estado de cosas presente; fingiendo describir, prescribe; aparentando enunciar, denuncia. Es literatura, en tanto presupone la utilización de recursos formales; es de combate, porque se construye a partir de su necesidad de intervención pública”.
En el primer párrafo del Manifiesto Liminar se establece una suerte de declaración de principios: “Creemos no equivocarnos, las resonancias del corazón nos lo advierten: estamos pisando sobre una revolución, estamos viviendo una hora americana”. Como contrapunto, la palabra “Reforma” se emplea para aludir a las iniciativas del interventor José Nicolás Matienzo: “La reforma Matienzo no ha inaugurado una democracia universitaria, ha sancionado el predominio de una casta de profesores”. Y acto seguido escriben: “Se nos acusa ahora de insurrectos en nombre de un orden que no discutimos pero que nada tiene que ver con nosotros. Si ello es así, si en nombre del orden se nos quiere seguir burlando y embruteciendo, proclamamos bien alto el sagrado derecho a la insurrección”. Como para disipar cualquier duda, se dice unos párrafos más adelante; “En la Universidad Nacional de Córdoba … se ha contemplado y se contempla el nacimiento de una verdadera revolución que ha de agrupar bien pronto bajo su bandera a todos los hombres libres del continente”.
Por supuesto, la crítica al clericalismo y a los jesuitas está presente con su carga de irreverencia y transgresión. “En la sombra de los jesuitas habían preparado el triunfo de una profunda inmoralidad. Consentirla habría comportado una traición. A la burla, respondimos con la revolución”. El tono anticlerical de los estudiantes de Córdoba es duro, intransigente, burlón y atrevido. Responde a los ideales ilustrados de su tiempo y es la respuesta, si se quiere previsible, a una iglesia cerrada, dogmática y ultramontana. Liberales, socialistas, anarquistas y comunistas sostienen entre ellos duras diferencias, pero el único punto en el que parecen estar de acuerdo, la única certeza que parecen compartir, es evaluar a la Iglesia Católica como un factor de atraso e ignorancia, de oscuridad y culpa.
Con los años estas posiciones se matizarán, sobre todo porque desde la propia Iglesia surgirán discursos más abiertos, pero para 1918 el anticlericalismo es la contraseña distintiva. Cuarenta años después, Enrique Barros -uno de los líderes de la gesta- agobiado por los problemas de salud se jacta de llevar en el bolsillo del pantalón una carta escrita de su puño en letra en la que advierte a quienes lo pudieran asistir en caso de un deceso súbito lo siguiente: “Yo, Enrique Barros, en pleno uso de mis facultades mentales y sabiéndome aquejado de una dolencia que en cualquier momento me puede hacer crisis, prohíbo que en tal caso, ni vivo ni muerto, llamen hasta mí un sacerdote de la religión católica apostólica y romana a la que considero la negación de la doctrina de Cristo”.
La palabra “Revolución”, adquirirá en ese clima de confrontaciones matices diversos y contradictorios. Habría que preguntarse qué entendían los estudiantes de 1918 por “Revolución”. No está de más recordar que para esa fecha los ecos de la revolución rusa y la revolución mexicana, una en clave marxista y la otra en clave de rebelión campesina, eran conocidas por los principales líderes reformistas. Si bien no se debería descartar en la redacción del texto cierta tendencia a dejarse seducir por un lenguaje maximalista muy al estilo de la época, importa tener presente que ese clima de ideas, esa apasionada subjetividad, estaba presente y la autopercepción que muchos dirigentes estudiantiles tenían de sus actos, era la de “revolucionarios”, con toda la carga retórica e inflamable que arrastraba esa palabra.
¿Fue la Reforma Universitaria una “Revolución” o una “Reforma”? El debate estuvo planteado desde los inicios mismos de la jornadas de 1918 y un capítulo interesante de la historia del movimiento reformista es precisamente esa discusión tenaz y apasionada entre reformistas y revolucionarios, ambos invocando como fuente de legitimidad el mismo origen. Una observación es pertinente: el concepto e incluso el mito de “Revolución” en los años veinte no es el que irrumpirá en el movimiento estudiantil después de la revolución cubana con el culto a la lucha armada, el sacrificio personal y el rechazo a los principios del liberalismo democrático.
Ocurre que para 1918 el impacto de la revolución rusa aún está liberado de la carga del stalinismo y los horrores del régimen totalitario con sus masacres en masa y sus campos de trabajos forzados. Socialistas, liberales, anarquistas, miran con curiosidad y simpatía esta experiencia que se presenta como el nuevo amanecer de la humanidad. De todos modos, no exageramos: los jóvenes que se movilizan en Córdoba no pierden el sueño por lo que sucede en Moscú o Petrogrado. Hay una referencia intelectual a “Rusia”, pero no está presente en los discursos y consignas, como por ejemplo, va a estar la revolución cubana en el campo intelectual universitario de los años sesenta. El mismo concepto de revolución si bien está marcado por el marxismo admite otras interpretaciones. Incluso los conceptos de socialismo y liberalismo no eran aún percibidos como antagónicos por intelectuales como Ingenieros y Palacios, Roca y González.
Polémicas acerca de si es posible una revolución en los claustros al margen o aislada de lo que ocurre en al sociedad, comienzan a darse en los inicios mismos del movimiento reformista. En América latina, dirigentes como Julio Mella no vacilan en afirmar que no es posible una revolución en las universidades si no está precedida de una revolución social. En Argentina, Aníbal Ponce sostiene que “no se es defensor legítimo de la Reforma Universitaria cuando no se ocupa al mismo tiempo un lugar de combate en las izquierdas de la política mundial”. En términos semejantes se expresa José Mariátegui en Perú.
Se trata de posiciones que dan lugar a ricos y ásperos debates, debates que incluyen la función social de la universidad, el rol de los estudiantes, sus alcances y sus limites, su tentación a pensarse como vanguardia, la función de los intelectuales en los proceso de transformación cultural, temas que diversas generaciones discutirán hasta el hartazgo, polémicas que incluirán en más de un caso la negación misma del proceso reformista de 1918.
LAS VÍSPERAS DE LA REFORMA
Para 1912, los cambios políticos en la Argentina son cada vez más visibles. La ley Sáenz Peña constituye la expresión jurídica de esos cambios. La gran aldea descripta por Lucio V. López ya es una ciudad cosmopolita con una notable movilidad social. El consumo de diarios, libros y revistas es el más alto de América Latina y uno de los más importantes de Europa. Esta hazaña sólo es posible en una sociedad que ha reducido casi al mínimo el analfabetismo y ha instalado el “saber” como una virtud. Los cambios económicos y sociales se expresan también en el crecimiento de la matricula universitaria que está dejando de estar configurada exclusivamente por los retoños del patriciado oligárquico. El Centenario de 1910 celebrado en Buenos Aires despierta la admiración y el asombro de políticos, intelectuales y reyes de Europa. Más tarde se dirá que Buenos Aires es la capital de un imperio que no fue, pero eso se dirá después y la frase pertenece a André Malraux.
Por lo pronto, para la primera década del siglo, un siglo que se inicia con los mejores auspicios, el “mundo” se admira de los logros obtenidos por un país que cumple cien años y que para mediados del siglo XIX era considerado un desierto. Por supuesto, no todo es armonía y felicidad. El lujo de las clases altas se contrasta con la miseria de los conventillos. Las reuniones en el Jockey Club, las funciones de gala en el Colón, los paseos por Florida y Palermo, las visitas a los cascos de las estancias, tienen su contrapunto en las huelgas obreras, los atentados anarquistas y la acechanza inquietante de las “revoluciones radicales. La Argentina de 1910 desborda prosperidad, pero la fiesta se realiza bajo el estado de sitio.
Los sectores más lúcidos del régimen comprenden que los cambios son inevitables y que es mejor acompañarlos para ponerles límites que dejarse dominar por ellos. La ley Sáenz Peña nace inspirada por esa elemental noción de gatopardismo. Después, los conservadores más ortodoxos les reprocharán a sus correligionarios esas liberalidades, pero eso será después, no en 1912.
Lo cierto es que con sus luces y sombras, la Argentina cambia al ritmo de una acelerado proceso de modernización. La llegada del radicalismo al poder en 1916 confirmará desde el campo de la política esta tendencia al cambio, tendencia tal vez confusa, vacilante, a veces contradictoria, pero inevitable. Algunas de estas transformaciones se resolverán en el marco de las instituciones existentes y como consecuencias de iniciativas de la clase dirigente; otras, escaparán a su control y darán origen a conflictos con desenlaces más o menos violentos.
El concepto de “crisis”, pensado como la tensión entre lo que nace y lo que muere, entre lo que aspira a cambiar y lo que se empecina en permanecer es el que mejor permite abordar los acontecimientos que se precipitan en la segunda década del siglo y que incluye a la Reforma Universitaria de 1918 como una de sus manifestaciones más representativas y audaces. Precisamente, Halperín Donghi al referirse a este tema, lo concebirá como la manifestación de una crisis. Y en uno de sus habituales y clásicos “pantallazos”, observa que “la universidad de hoy no se parece a ese ideal de 1918, pero es una expresión más real de los grupos sociales existentes”.
Para 1918 funcionan en la Argentina dos universidades nacionales: Buenos Aires y Córdoba. Y tres universidades provinciales: La Plata, Santa Fe y Tucumán. La matrícula universitaria crece, pero la población estudiantil aún es reducida. Para 1910, el número de estudiantes en todo el país no supera los seis mil y en 1918, la cifra no llega a los diez mil. Los integrantes de los consejos directivos y académicos son vitalicios. Su otro rasgo distintivo es el autoreclutamiento. Los cargos y las cátedras se heredan o se transfieren como bienes inmuebles. En todos los casos, el poder de los claustros está en manos de la élite que más allá del algunos representantes que asombran por su clarividencia, es cada vez menos liberal y más conservadora.
Luis Alberto Sánchez, uno de los grandes dirigentes reformistas de América Latina, el colaborador más apreciado de ese otro hijo de la reforma que fue Víctor Raúl Haya de la Torre, describió ese régimen con palabras certeras: «Los profesores lo eran casi por derecho divino. No había apellidos heterodoxos. La colonia presidía vigilante las ubicaciones. Los hijos solían heredar las cátedras de sus padres. Un profesor lo era de por vida. Nadie turbaba sus derechos. Ni siquiera repetir un texto de memoria año tras año».
La Reforma Universitaria ocurrió durante el gobierno radical de Hipólito Yrigoyen. No fue un invento de Yrigoyen, pero fue el dirigente radical que la defendió con más entusiasmo. A decir verdad, no fueron muchos los radicales que apoyaron la Reforma en su momento. En Córdoba, para ser más preciso, fue una minoría, por la sencilla razón de que en la ciudad el control del partido lo tenía el sector clerical y conservador. Por esas paradojas de la vida, en Córdoba había más conservadores que radicales militando en la Reforma. Conservadores fueron Horacio Valdés, Carlos Suárez Pintos, Elizear Mouret y Carlos Vocos. Es que para esos años, el gobierno radical de la provincia de Córdoba estaba cómodo a la derecha del Partido Demócrata liderado por Ramón Cárcano. Los radicales Eufrasio Loza, Carlos Argañaraz, Arturo Bas y el ministro Gregorio Martínez tenían más afinidades con Antonio Nores y el obispo Zenón Bustos que con el movimiento reformista. Cuando los estudiantes tomaron la Universidad el 9 de setiembre de 1918, la intervención militar, el desalojo y las detenciones las ordenó el gobernador radical Julio Castro Borda. Las cesantías de Gumersindo Sayago e Ismael Bordabehere, dos firmantes del Manifiesto Liminar, fueron promovidas por Martínez, ministro de Gobierno de Castro Borda.
Los radicales reformistas eran minoría dentro del partido. Los anticlericales y progresistas, militaban en el sector «Rojo”, en el que van a intervenir más adelante, entre otros, Amadeo Sabattini y Arturo IIlia. No, no había muchos radicales militando a favor de la Reforma en 1918. A decir verdad, fueron pocos, pero se hicieron notar. Uno de ellos se llamó Hipólito Yrigoyen. El otro, Elpidio González. Pero en un nivel más estrictamente universitario no se puede desconocer la presencia de, por ejemplo, Medina Allende, uno de los firmantes del Manifiesto Liminar.
¿POR QUÉ EN CÓRDOBA?
La Reforma Universitaria estalló en Córdoba. No podría haberlo hecho en otro lado. De la ciudad de Córdoba decía Sarmiento: «Es un claustro encerrado entre barrancas. El paseo es un claustro con verjas de fierro; cada manzana tiene un claustro con monjes y frailes; los colegios son claustros; toda la ciencia escolástica de la Edad Media es un claustro en que se encierra y parapeta la inteligencia contra todo lo que salga del texto. Córdoba no sabe que existe en la Tierra otra cosa que no sea Córdoba». Sarmiento escribió este texto en 1845. El ritmo, el tono, incluso la musicalidad de estas frases parecen ser un eco del Manifiesto Liminar.
La rebelión estudiantil se radicaliza por la resistencia clerical. Un rector vocifera que está dispuesto a ejercer su autoridad sobre un tendal de cadáveres si es necesario. Lo que se dice, un candoroso manifiesto de piedad cristiana. El obispo Zenón Bustos y Ferreyra no puede disimular su santa indignación: “Córdoba ha contemplado azorada y sin creer que fuera realidad las manifestaciones desordenadas y sacrílegas que veía. No advirtió que había llegado el momento de cosechar los frutos indigestos del doloroso descuido de dejar a sus hijos sin disciplina, ni cultura ni instrucción cristiana”. La respuesta de Horacio Valdés no se hace esperar: “Los viejos dioses cristianos han perecido en el corazón de los hombres y el fantasma crucificado no se reitera para redimir al pueblo de tanta injusticia”.
Se sabe que los grandes cambios se inician a partir de reivindicaciones menores. Las reivindicaciones en estos casos son pretextos de los que se vale la historia para poner en escena un drama mayor. No toda discusión por la guardia en los hospitales da lugar a un estallido estudiantil de alcance continental cuyos efectos se prolongarán hasta el siglo XXI. Para que ello ocurra, deben darse condiciones sociales, culturales, políticas en los que procesos de larga duración se entrelazan con fenómenos coyunturales. La Reforma Universitaria se entiende en ese contexto.
Todo empezó a fines de 1917 con la huelga de los practicantes del Hospital de Clínicas. Los reclamos son modestos, mas las autoridades reaccionan suspendiendo a los sediciosos por dos años. En diciembre, coronaron el año suprimiendo el régimen de internado del Hospital de Clínicas. Los muchachos a fines de diciembre se van de vacaciones. El año 1918 parece iniciarse con inquietantes auspicios.
Las crónicas registran que el 12 de marzo los estudiantes se reúnen con el rector Julio Deheza. Para los interesados en curiosidades, conviene recordar que Deheza es el suegro de Deodoro Roca, un detalle que trasciende el chisme y pone en evidencia los vínculos y las contradicciones en el interior de la clase dirigente. Los reformistas de 1918 no son trabajadores. Tampoco son estudiantes pobres. No podrían haberlo sido, aunque quisieran. Curiosamente muchos de ellos no son de Córdoba: Sayago es santiagueño; Valdés, de Catamarca; Barros, de La Rioja; Bordabehere, sobrino y ahijado (¿o hermano?) de Enzo el dirigente demoprogresista asesinado en el Senado de la Nación, santafesino. Córdoba ciudad de frontera, como sostenía Pancho Aricó.
El 15 de marzo se constituye el Comité Pro Reforma. La palabra “Reforma” empieza a ser usada, pero alude a los estatutos. El presidente del Comité es Horacio Valdés. Y lo acompañan Gumersindo Sayago y Ernesto Garzón. A Valdés hay que tenerlo presente porque en estos meses su protagonismo será intenso. Sin ir más lejos, junto con Enrique Barros dirigirán el periódico que editarán los reformistas a partir del mes de junio: Gaceta Universitaria, donde se publicará, entre otras iniciativas el Manifiesto Liminar.
Respecto de Valdés, lo que se sabe es que está relacionado con el Partido Demócrata liderado por Ramón Cárcano que apoyará, con discreción y algunas reservas la gesta reformista. Sobre este tema y para evitar confusiones conviene –con algún toque de humor- disipar algunas dudas. En la provincia mediterránea, dicen hasta el día de hoy los viejos cordobeses, los dos grandes partidos que recorren su historia son los clericales y los liberales. En Córdoba se puede ser radical, conservador, socialista, pero para la clase dirigente ésos son detalles menores, porque lo que importa es si se está a favor o en contra del obispo. Tal vez hoy esta división sea algo exagerada, pero en 1918 parece haber tenido rigurosa vigencia.
HACIA LOS IDUS DE JUNIO
El Comité Pro Reforma lanza la huelga general para el 1º de abril. El objetivo es impedir el inicio de las clases. La huelga es un éxito total. El 4 de abril los estudiantes reclaman la intervención del Ejecutivo. Aquí es prudente detenerse un momento. En la segunda semana de abril, los estudiantes se reúnen con Hipólito Yrigoyen. Con semejante respaldo, los muchachos consideran que la partida merece jugarse. El 11 de abril, Yrigoyen designa interventor de la Universidad de Córdoba a José Nicolás Matienzo. Ese mismo día se crea la FUA. Su presidente es el estudiante de la UBA, Osvaldo Loudet. Como secretario general se desempeña Julio González en representación de la Universidad de La Plata; por Córdoba, está Gumersindo
Sayago. Y Humberto Gambino se llama el estudiante que representa a Santa Fe.
A mediados de mayo, el Comité Pro Reforma se disuelve y da lugar a la Federación Universitaria de Córdoba (FUC). Como respuesta, la coalición clerical crea el Comité Pro Defensa de la Universidad (CPDU). Lo preside un muchacho que cuarenta años después será un funcionario conocido: Atilio Dell’Oro Maini. Y si en 1918 fue la cabeza visible de la reacción clerical, en 1956 será el artífice de la denominada enseñanza libre. Lo que se dice, una trayectoria consecuente. El Comité Pro Defensa está sostenido por la Corda Frates, definida por sus propios integrantes como “una tertulia de doce caballeros católicos”.
En Córdoba, las clases se reanudan el 19 de abril. Matienzo declara vacantes los cargos de rector, decanos y profesores con más de dos años de antigüedad. Levanta las sanciones y restablece el internado de Clínicas A fines de mayo, los docentes votan a los nuevos decanos. También se elige el vicerrector. Se llamaba Belisario Caraffa y parece ser un aliado de los estudiantes.
Para el 15 de junio se convoca a la asamblea de profesores. Los estudiantes suponen que todo está preparado para que su candidato, Enrique Martínez Paz, sea elegido rector. Error. La asamblea docente, después de algunas vacilaciones que incluyen pactos y componendas entre los seguidores de Nores y Alejando Centeno, el tercer candidato, decide elegir rector a Antonio Nores, el hombre fuerte de la Corda Frates. Los resultados de la votación son más que elocuentes: 24 votos a 13 Allí se inicia el escándalo. Los muchachos interrumpen el acto con insultos y silbatinas. Hay empujones y salivazos; también se reparten algunas trompadas. El tumulto desborda a las autoridades. Se clausuran las sesiones, pero el escándalo ya está en la calle. La Reforma Universitaria, como acontecimiento histórico, ya tiene su día.
¿Fue justa la ira estudiantil? La pregunta es pertinente, porque con los años no faltaron voces que dijeran que los estudiantes rompieron las reglas de jugo acordadas. Es decir, su candidato perdió la votación y ellos no admitieron ese desenlace. La observación en este caso prescinde del acuerdo al que habían arribado los dirigentes estudiantiles con los profesores y el compromiso de muchos de ellos de votar por Martínez Paz. Habrá que tener presente, además, que ya se había elegido a un vicerrector identificado con las posiciones estudiantiles. Negociaciones de último momento rompieron con este acuerdo. La pregunta se impone una vez más: ¿Fue justa la rebelión estudiantil, esa decisión de recurrir a la violencia para imponer su voluntad? No hay, no puede haber, una respuesta concluyente a este interrogante, pero para quienes en la actualidad insisten acerca del respeto a las reglas de juego, importa preguntarse si los operadores de Nores y Centeno, con sus acuerdos no rompían también reglas de juego que, dicho sea de paso, recién se estaban constituyendo como tales.
Enrique Barros, presidente de la FUC, envía un telegrama a las autoridades de la FUA: «Hemos sido víctimas de la traición y la felonía. Ante la afrenta hemos declarado la revolución universitaria». La FUA responde con otro telegrama: «Estamos con ustedes en espíritu y corazón». El 21 de junio, se publica el célebre Manifiesto Liminar. Ese mismo día, los dirigentes de la FUC se entrevistan con Yrigoyen y reciben su tácito respaldo. Mientras tanto, Nores decide cerrar la universidad.
Las manifestaciones estudiantiles ganan la calle. El diario La Voz del Interior asegura que más de diez mil personas se expresan públicamente a favor de los estudiantes. La ¿leyenda? menciona el apoyo del movimiento obrero a través del dirigente de izquierda, Miguel Contreras. Si esto ocurrió no fue en 1918 sino al año siguiente y en el contexto de la denominada “Semana Trágica”. Importa saber que en 1917 se había constituido en esta ciudad de no más de 150.000 habitantes la Federación Obrera Local (FOL) y que sus dirigentes habrían tenido contactos con algunos reformistas, una relación que parece haber estado presente, pero sobre la que conviene, en homenaje a la verdad, no exagerar. De todos modos, la referencia a la cuestión social está presente en algunos dirigentes, aunque hay que decir que un dirigente de peso como Loudet, presidente de la FUA, insiste en la especificidad de los cambios universitarios. Loudet no rechaza la dimensión política, pero expresa su recelo a un movimiento estudiantil subordinado a los gobiernos de turno o a una politización facciosa. Cien años después este debate no está agotado.
REBELIÓN, REFORMA Y POLÍTICA
El 20 de julio, sesiona en el teatro Rivera Indarte de la la ciudad de Córdoba, el primer congreso nacional de estudiantes. Las sesiones se extienden durante once días. Se presentan 47 proyectos y se constituyen las comisiones para elaborar las conclusiones del caso. Allí se define el programa político de la Reforma Universitaria: participación de docentes, estudiantes y graduados, asistencia y docencia libre, extensión universitaria y periodicidad de la cátedra. Pero es en este primer congreso de la FUA cuando comienza a imponerse la certeza de que para avanzar en las transformaciones institucionales y políticas de la universidad es necesario que los estudiantes integren los consejos directivos junto con los profesores y graduados. Estamos hablando de la constitución del célebre tripartito, esa institución trascedente de la Reforma Universitaria. Fueron las decepciones sufridas en las jornadas del 15 de junio las que convencieron a los estudiantes de que son ellos la principal garantía de los cambios que se proponen
El 2 de agosto, los reformistas intentan imponer en el rectorado a Telémaco Susini. La Corda Frates pone el grito en el cielo. Para esos días, el 15 de agosto, se produce un hecho que a la distancia puede ser evaluado con toda la carga simbólica del caso: los estudiantes derriban la estatua del profesor Rafael García considerado la antítesis de los ideales reformistas. García contaba entre sus “hazañas” académicas haber rechazado en 1885 la tesis doctoral del joven Ramón Cárcano a favor de una educación laica liberada de represiones religiosas y dogmáticas. La estatua, levantada en la plazoleta de la compañía de Jesús, fue “pialada” por lazos nocturnos probablemente manejados por Bordabehere y Valdés. Al costado de la estatua derribada los estudiantes dejaron una consigna: “En Córdoba sobran ídolos y faltan pedestales”.
El escándalo de los sectores católicos al enterarse de lo que calificaron como “un acto de barbarie” llegó hasta la ciudad de Buenos Aires. Para mediados de agosto liberales y católicos ya llevaban dos meses de abiertos enfrentamientos. La ruptura se produce como consecuencia de los disturbios del 15 de junio. Esa misma noche la FUC expulsa a los centros de estudiantes católicos. La respuesta es la creación del CPDU. La movilización católica cuenta con el respaldo del arzobispo Zenón Bustos y el diario católico Los Principios. Para los primeros días de julio gana la calle el semanario, El Heraldo Universitario.
I
Importa tener presente que hasta el 15 de junio, y con las disidencias del caso, el movimiento estudiantil estaba unido. La creación del CPDU es la consecuencia de esa ruptura. Allí confluyen católicos conservadores con sectores independientes que no comparten lo que califican como el liberalismo extremo, antireligioso y sectario de los reformistas nucleados en la FUC. Según el CPDU, dirigentes como Barrios, Bermann o Valdés rompieron los acuerdos y agraviaron a un “hombre de bien” como Antonio Nores, quien en su momento se había manifestado a favor de reformar los estatutos universitarios. Para consumar sus objetivos -acusan- no vacilaron en recurrir a elementos ajenos a la universidad para intimidar a docentes, funcionarios y estudiantes. Los actos del CPDU y su movilización es otro de los capítulos que merecen desarrollarse, porque ponen en evidencia que en el movimiento estudiantil había diferentes voces a “derecha” e “izquierda” .
El 7 de agosto, y con su autoridad política y académica muy disminuida, Antonio Nores renuncia a su cargo de rector. Su amenaza de que gobernaría si es necesario sobre un tendal de cadáveres adquirió, el tono de leyenda como la que sesenta años después adquiriría el úkase del gobernador Uriburu vociferando que cortaría con la espada la cabeza de la serpiente de la subversión. El 23 de agosto, Yrigoyen designa al segundo interventor: José Salinas, uno de sus ministros más leales y capaces. Para esa fecha, nombra a Elpidio González como interventor de la UCR. González es leal a Yrigoyen y a la Reforma Universitaria.
El 9 de setiembre, los estudiantes protagonizan una de las jornadas más interesantes de un proceso riquísimo en acontecimientos y novedades: toman la universidad y se hacen cargo del poder político y administrativo. Pero no concluyen allí las noticias. Los principales dirigentes de la FUC constituyen tribunales examinadores y designan profesores y funcionarios: Horacio Valdés será el decano de Derecho; Enrique Barros, de Medicina e Ismael Bordabehere, de Ingeniería. Estudiantes constituyen tribunales examinadores. Y, para sorpresa de los más escépticos que suponen que esos exámenes serán algo así como una orgía de licencias y complicidades, abundan los aplazos. La consigna: “Estudiantes al poder”, se hace realidad. Cincuenta años después, en París, los estudiantes franceses no se atreven o no se les ocurre dar ese paso. La insólita experiencia dura tres días. El 11 de setiembre, el ejército desaloja a los revoltosos y encarcela a los principales dirigentes.
El 12 de setiembre, el interventor Salinas llega a Córdoba a las apuradas. Con esta intervención, el programa de la Reforma Universitaria intenta perfeccionarse. No todas son rosas para Salinas. Los profesores han sido designados por decreto y ahora se pone en tela de juicio su legitimidad. Abundan las presiones políticas y sociales. La FUC se divide porque un sector se pone del lado de Yrigoyen y el otro reclama independencia política. Bordabehere, Barros, Garzón Maceda, cierran filas -con la prudencia del caso- detrás del gobierno de Yrigoyen. Los Demócratas, Valdés, Vocos y Suárez Pintos se oponen y reclaman independencia del poder político. No es ni una diferencia ni una cuestión menor. Las discusiones entre los dirigentes reformistas alrededor de las relaciones entre política y política partidaria -un tema de rigurosa actualidad- es otro los capítulos no escritos.
Cuando todo parece precipitarse en una dura refriega ideológica entre reformistas, en la noche del 26 de octubre una banda de matones de la Corda Frates atenta contra la vida de Enrique Barros. La maniobra criminal provoca como consecuencia que los reformistas olviden sus diferencias y cierren filas contra el partido clerical. Barros esa noche se halla de guardia en el hospital Clínicas, cuando ingresa una patota de católicos rabiosos que la emprende a golpes contra el dirigente estudiantil. Los cruzados están provistos de manoplas de hierro y no escatiman golpes contra el infortunado estudiante. Como consecuencia de esa feroz paliza, Barros queda con secuelas para toda la vida. En su momento le hicieron 16 operaciones que alcanzaron para restaurarle la movilidad del lado derecho del cuerpo; también le colocaron una placa de platino en el cráneo. Hasta el fin de sus días, Barros sufrió de recaídas, dolores y recurrentes crisis cardíacas. Uno de los agresores afligido por las consecuencias de la paliza se acercó a la sala donde estaba internado para disculparse. La compasión de quienes invocaban el nombre de Cristo no tuvieron con él, Barros la tuvo con el atribulado joven que se acercó a su cama: “No te hagás problemas…son cosas de muchachos…” le dijo.
Para fines de 1918, la Reforma Universitaria ya no es una bandera y una causa de Córdoba, es una bandera de todos los estudiantes de América Latina. La batalla por las ideas ha sido ganada. Hipólito Yrigoyen lo expresó con su particular lenguaje: «Asistimos a una hora de grandes reparaciones y renovación de todos los valores. Hemos satisfecho uno de los más palpitantes anhelos nacionales».
II
La Reforma Universitaria no pude encasillarse en un exclusivo registro ideológico. Si bien ideología de los reformistas es diversa, con la prudencia del caso y advirtiendo sobre los “deslizamientos” de las palabras, podría calificarse como liberal de izquierda o liberal reformista. Ése es su alcance y tal vez su límite. Los muchachos no escapan del clima ideológico de la época. Leen a Rodó, Ingenieros, Marx y, tal vez, Bakunin. Vasconcelos y Ortega y Gasset son sin duda autores que gravitan. El positivismo se confunde con el liberalismo y el liberalismo con el socialismo. La Revolución Rusa de 1917 está presente, pero sería una exageración decir que su influencia fue decisiva en la conciencia de los jóvenes. En la Argentina de aquellos años los estudiantes de “izquierda” sabían más de Justo y Kautsky que de Lenin y Trotsky. Y para más de uno, el libro de cabecera es Ariel de Rodó, los poemas de Rubén Darío y los textos de Eugenio D’Ors, Georg Nicola y Ortega y Gasset, autores considerados de vanguardia o promotores de cambios, pero insospechados de marxismo o parecidos afanes revolucionarios.
Anticlerical en Córdoba, el “reformismo” será antipositivista en La Plata. Precisamente en 1919 es en esta universidad donde se produce un enfrentamiento con armas de fuego entre estudiantes reformistas y grupos de choque de extrema derecha nucleados en la Concentración Disidente Universitaria (CDU). Como consecuencia de esa balacera hay varios heridos y un estudiante muerto: David Vieira de la CDU.
Inútil pretender anclar al movimiento reformista en una única versión o en un exclusivo canon ideológico. El pluralismo de todos modos no se extiende hasta el infinito. Roca leía a Marx y a Nietszche; admiraba a Marx, pero consideraba que el autor de “Así habló Zaratustra” estaban “los gérmenes de la rebeldía actual”. Julio V. González no disimulaba su admiración por Ortega y Gasset, sus conceptos acerca de la rebelión de las masas y el rol de las generaciones. Sus reflexiones acerca del movimiento reformista merecen leerse: “Así se fue haciendo la Reforma Universitaria. No respondía ella a una conciencia teórica en abstracto; no fue un movimiento programado con anticipación ni el resultado de elucubraciones trasnochadas. Lo fuimos haciendo desde el primer día sobre los hechos, como se gestan los movimientos revolucionarios. La Reforma Universitaria es en ese sentido una filosofía de la acción”.
El concepto de “Generación” en su momento fue importante. Algunos de los principales líderes reformistas se percibían como representantes de una nueva generación, herederos críticos de la del Ochenta y la del 37. Así lo expresan en su momento: “No venimos a negar la obra realizada precedentemente. Venimos a cerrar un ciclo, a liquidar hombres y hechos de una época, a proclamar la extinción de una generación que ha cumplido su labor. A la inversa de la Generación del Ochenta, no venimos a desarrollar una labor de inspiración personal, sino a interpretar las necesidades, aspiraciones y sentimientos colectivos propios de una conciencia nacional en formación”.
Gregorio Bermann menciona las diversas posiciones que estuvieron presentes, posiciones que van desde la académica cuyos principales mentores pueden ser Sebastián Soler y German Arciniegas, a las interpretaciones de izquierda formuladas en la década del treinta y cuyos referentes más destacados son Agosti, Giúdice y González Alberdi. Bermann menciona las influencias del “idealismo” de Rodó, Cossio y Korn y las singulares y trascendentes lecturas que de la Reforma Universitaria hace Víctor Raúl Haya de la Torre respecto de las relaciones entre clases medias, movimiento estudiantil, antimperialismo y transformaciones agrarias. El caso del APRA peruano merece destacarse, porque es la expresión mejor formulada de un partido político de dimensión nacional nacido al calor de los ideales reformistas de 1918. El impacto que la Reforma Universitaria tuvo en América latina sigue siendo motivo de estudio y reflexión. Lideres políticos como Julio Mella, Rómulo Betancourt y José Figueres se reconocieron deudores de esa tradición.
En nuestro país la relación del reformismo con la política se dio a través del radicalismo, los socialistas, el Partido Demócrata Progresista y el Partido Comunista. En el caso de la UCR y el socialismo, la renovación política partidaria se forjó con los tonos visibles y manifiestos de la Reforma Universitaria. El MNR, liderado por Guillermo Estévez Boero, y la Coordinadora Radical, son el testimonio elocuente de esa realidad inspirada en el reformismo universitario. Seria interesante en ese sentido evaluar estas experiencias en las que la práctica política universitaria objetivamente renovó elites partidarias que llegaron a gravitar en la política nacional, provincial y municipal.
Desde una perspectiva más histórica, no deja de ser sugestivo que destacados lideres del reformismo: Deodoro Roca, Gregorio Bermann y Arturo Orgaz, hayan sido en la provincia de Córdoba candidatos de la Alianza Civil, el acuerdo entre socialistas de Repetto y demoprogresistas de Lisandro de la Torre, para enfrentar a la fórmula conservadora en las elecciones de noviembre de 1931. Algo parecido podría decirse de Julio V. González y su relación con el Partido Socialista. Y de Gabriel del Mazo, dirigente de una UCR, quien desde Forja y luego desde la Intransigencia, reivindica su origen reformista.
No hay una exclusiva lectura política de la Reforma Universitaria. No la hubo en 1918 y mucho menos la habrá luego. Héctor Agosti asegura que fue la conquista más avanzada de la pequeña burguesía liberal. No termina de quedar en claro hacia dónde apunta Agosti con esta afirmación. Es probable que en clima izquierdista del los treinta esta haya sido la posición dominante en el Partido Comunista, aunque pocos años después este mismo partido defenderá a la Reforma Universitaria de los ataques políticos e ideológicos de una ultraizquierda que precisamente sostenía que el “reformismo” no era revolucionario, con toda la carga de descalificación política y cultural que en aquellos años incluía este imputación.
Algunos historiadores y sociólogos la conciben como un producto de la modernización y la crisis. Tulio Halperín Donghi, por ejemplo, estima que el contexto que hace posible la Reforma Universitaria se caracteriza por las tensiones existentes entre movilidad social cambios políticos e innovaciones científicas. “”La tenacidad –escribe- de unos esfuerzos de renovación científica y cultural siempre renacientes es frecuentemente contrarrestada por las consecuencias de una crisis que al abarcar la totalidad de las estructuras nacionales afectan también a la Universidad”. Por su parte, José Luis Romero sostiene que “los movimientos reformistas universitarios como expresión de una disidencia o de una crisis generacional dentro de las elites, renuevan las perspectivas de los problemas tradicionales y anticipan la presencia de problemas nuevos”.
Intelectuales de la denominada izquierda nacional consideran que la Reforma Universitaria expresa la demanda de participación de los sectores medios alentados por la nueva coyuntura política. Pensadores como Manuel Ugarte y, décadas más tarde, Jorge Abelardo Ramos, Rodolfo Puiggrós, Hernández Arregui e incluso los ensayos filosos y controvertidos de Arturo Jauretche, reivindican desde diferentes perspectivas la vocación latinoamericana del reformismo, aunque serán críticos severos de lo que calificarán como sus tentaciones liberales, su ideología “ilustrada” y su indisimulado “gorilismo”.
Para muchos radicales, la Reforma Universitaria fue una creación de Hipólito Yrigoyen; lo cual no fue exactamente así, aunque tampoco están del todo equivocados. A lo largo de un proceso complejo, la UCR se irá identificando en plenitud con el ideario reformista, sobre todo a partir de los años treinta, continuará durante la resistencia al régimen peronista y se consolidará después de 1955. El reformismo radical estará presente en los grandes episodios universitarios de aquellos años: la laica y la libre, la noche de los bastones largos y la resistencia a la dictadura de la autodenominada Revolución Argentina. Ya para esa la fecha, las agrupaciones reformistas del radicalismo ganan centros de estudiantes, federaciones y a partir de 1983 conducirán la FUA hasta la actualidad.
Importa insistir en que la relación entre Radicales y Reforma Universitaria no siempre fue lineal y en en algunos tramos de la historia ni siquiera cordial. Al respecto, bien podría sostenerse que esa relación se fue construyendo y que el devenir histórico fue cambiando, modificando las perspectivas acerca de la Reforma Universitaria. De todos modos, a la hora de pensar una suerte de “paternidad” política de ella, habría que tener presente las opiniones de Julio V. González que no por antiguas dejan de mantener rigurosa actualidad: “Ningún mandatario argentino, pasado o presente, podrá adjudicarse jamás la paternidad del gran movimiento”.
Raúl Orgaz insiste en que “el contenido entrañable de la Reforma Universitaria es el de Mayo, el de un liberalismo y progresismo democrático tendiente a estructurar una auténtica república social y socialista en la que no se contradigan la justicia social y la libertad”. Que la relación entre reformismo, socialismo y liberalismo es evidente lo confirman los hechos y las conductas. La Reforma Universitaria expresa con nitidez la relación entre socialismo y liberalismo, la síntesis de estas dos grandes expresiones históricas y culturales. El desarrollo de estas experiencias expresan un logro y al mismo tiempo un fracaso: el logro de haber intentado hacer posible una propuesta política que reivindique los valores de la libertad y la igualdad; el fracaso de no consumar políticamente estos objetivos.
Todas estas apreciaciones pueden ser justas, pero cada una de ellas es, en sí misma, incompleta. La Reforma Universitaria pudo haber sido todo eso, pero fue siempre algo más y, tal vez, algo menos. Como siempre, Deodoro Roca fue quien mejor habló de sus alcances y sus límites: «La Reforma Universitaria fue todo lo que fue. No pudo ser más de lo que pudo. Dio de sí todo. Dio pronto con sus límites infranqueables…». Para después agregar: “Y realicé un magnífico descubrimiento. Eso solo la salvaría: al descubrir la raíz de su vaciedad e infecundidad notorias, di con ese hallazgo: reforma universitaria es lo mismo que reforma social”. Germán Arciniegas dirá por su parte: “La universidad después de 1918 no fue lo que ha de ser, pero dejó de ser lo que venía siendo”.
Cien años después de aquella gesta, es válido preguntarse sobre la identidad de esta rebelión estudiantil. En el siglo veinte, hubo muchas rebeliones universitarias. Antes y después de 1918 hubo movilizaciones, algunas incluso más combativas o más extendidas que la de los reformistas del ’18. Sin embargo, la que trascendió en la historia fue la estalló en Córdoba. Interrogarse sobre las causas de esa trascendencia es un buen punto de partida para pensar los acontecimientos.
Postularía en principio que aquello que diferencia a la Reforma Universitaria de cualquier otra estudiantina fue su capacidad para fundar instituciones. La Reforma Universitaria fue una rebelión, pero no rehuyó los acuerdos políticos de más alto nivel. Ése será uno de sus rasgos distintivos. La creación de instituciones académicas perdurables será el otro. Con la Reforma Universitaria comienza a consolidarse la carrera académica y la investigación científica. La rebelión destruye pero construye. Es una jornada de lucha, pero es también un programa. Sin esas dos condiciones no hay Reforma Universitaria.
Desde marzo de 1918 hasta octubre, hubo manifestaciones estudiantiles en las calles de Córdoba. Los muchachos salieron a la calle, derribaron estatuas, insultaron a milicos, cachetearon frailes y se abrazaron con los trabajadores. En seis meses se dieron todos los gustos y no se privaron de nada. Hasta allí, nada diferente de lo que había ocurrido en las universidades de Lima y La Habana, por ejemplo. Lo nuevo no fue, por lo tanto, el alboroto callejero, sino las instituciones que se fundaron. La Reforma Universitaria se distinguió por instaurar la autonomía y el cogobierno, la cátedra libre y la extensión universitaria. Nadie hizo algo parecido antes; nadie hará algo parecido después.
No concluyeron allí las novedades. La Reforma Universitaria produjo tres grandes actores culturales: el movimiento reformista, el intelectual reformista y el ciudadano reformista. El movimiento reformista, que da lugar a diferentes lecturas e interpretaciones acerca de un proceso que convoca a liberales, socialistas, conservadores y libertarios. El intelectual reformista, que se construye en la república universitaria, que reivindica los fueros de la inteligencia y el derecho a la rebelión ante todo tipo de injusticia. Y el ciudadano reformista, formado en los ideales del que hoy calificaríamos como progresismo político en clave liberal democrática.
Sus límites y sus asignaturas pendientes también son visibles. Temas como el ingreso irrestricto son debatidos y las opiniones a favor del examen de ingreso son sostenidas por destacados dirigentes estudiantiles. La polémica se extiende a cuestiones como la gratuidad de los estudios y el otorgamiento de títulos profesionales. En la década del veinte se levantan voces afirmando que la Reforma Universitaria ha sido derrotada. En 1928 Gregorio Bermann se queja amargamente porque las universidades están controladas por la contrareforma. Exageraciones o desmesuras al margen, lo cierto es que la contrareforma como tal ingresará oficialmente del brazo del fascismo con el golpe de Estado del 6 de septiembre de 1930.
Desde 1930 en adelante el “reformismo” expresará la resistencia cultural al orden conservador y fraudulento, mientras se identificará con la causa del antifascismo y, muy en particular, la causa de la república española durante la guerra civil. En los tiempos del gran consenso liberal, el reformismo universitario será una credencial distintiva. A partir de 1945, se manifestará como una identidad política diferenciada del régimen peronista, alineado con las versiones mas conservadoras y reaccionarias del antireformismo. Como respuesta a un reclamo opositor para honrar la gesta del 18, el peronismo se opone y el legislador Manuel Quero Matos expresa el pensamiento de esta fuerza política: “La Reforma Universitaria traduce un sentido irreligioso de la vida y trasunta una total irreverencia a los principios más puros de la jerarquía y la nacionalidad. Dios, patria, familia”. Antonio Nores y monseñor Zenón Bustos no se habían animado a tanto.
En los agitados años sesenta y setenta el reformismo se diferenciará de un ultraizquierdismo que antepone al reformismo universitario las virtudes liberadoras y expiatorias de la revolución social. “Revolución o reforma”, será consigna de los izquierdistas, convencidos de que existía una contradicción insalvable entre ambos términos. Para esta visión de la política, las reivindicaciones universitarias son apenas “pretextos” para la agitación política revolucionaria. Incluso, la militancia política se preocupa por diferenciarse de la especificidad universitaria reivindicando para ella las categorías del revolucionario profesional postulado por Lenin o la del guerrillero heroico que da la vida por una causa noble y cuyo paradigma será el Che Guevara.
Cambiar la universidad, cambiar el mundo, es una consigna que seduce a los dirigentes reformistas del 18. Por lo menos a algunos de los más destacados. Deodoro Roca, sin ir más lejos, comparte el principio de que la reforma universitaria debe completarse con la gran reforma social. Sus predicciones hacia el futuro se confunden con la utopía. Halperín Donghi al respecto anota que “…con la visión de Deodoro Roca el futuro irradia una luminosidad tan intensa que resulta imposible alumbrar las líneas de su perfil”.
A estas versiones “reformistas” de la política estudiantil, se suman desde otros lugares las del populismo en sus versiones religiosos y nacionalistas. A la clásica reivindicación a favor de una educación científica anteponen un humanismo en clave cristiana; a los reclamos presupuestarios critican el supuesto “privilegio” social y de clase de estudiantes calificados de burgueses cuando no de “gorilas”; al ciudadano y al profesional reformista contraponen el compromiso “nacional” o el testimonio místico con los pobres. En ese universo de creencias, prácticas políticas y tradiciones hay diversidad de registros e incluso contradicciones, pero lo que importa destacar es que en todos los casos estas políticas y culturas no han hecho más que probar que la única política posible y real para la universidad y para los estudiantes es la que desde 1918 en adelante supo construir con sus tensiones y diferenciaciones el reformismo universitario.
Cien años después, esta identidad reformista se sostiene. Con problemas, pero sobrevive. Es, si se quiere, la única práctica política posible capaz de articular el quehacer universitario con el compromiso social y con una ética ciudadana. Pensar la Reforma Universitaria en el siglo XXI es un buen pretexto para destacar algunas obviedades que en los tiempos que corren algunos han olvidado. Los estudiantes de Córdoba hicieron la Reforma para estudiar más y mejor. Sus enemigos eran los profesores ignorantes y oscurantistas. Aspiran a acceder al saber más avanzado de su tiempo. Contra Santo Tomás de Aquino no tienen nada personal, pero quieren leer a Marx y Darwin. E incursionar en los textos de Freud: “En un mundo cargado de sombras, la lámpara de Freud ilumina como la de un minero los laberintos del inconsciente”, escribe Deodoro Roca.
La Reforma Universitaria jamás concibió a la Universidad como una isla, pero tampoco subestimó la especificidad de la labor universitaria. Entre la
reforma en los claustros y los imperativos de la reforma social, siempre hubo una tensión interesante que, además, estuvo presente desde sus inicios. Gumersindo Sayago, uno de los líderes de aquellas jornadas de Córdoba dice en un acto de la FUC celebrado en el teatro Rivera Indarte: “…No nos arrojemos por la pendiente de una rebelión estéril contra las gratas disciplinas del trabajo y el estudio. Aspiramos a vivir en las aulas del saber la vida plena del intelecto en el ambiente de verdadero liberalismo científico profesado en las cátedras modernas exentos de prejuicios dogmáticos, desbrozados de arcaicos convencionalismos mentales…”. Reivindicación de lo académico, sí, pero advirtiendo acerca de los riesgos de la “isla democrática” o del “exclusivo espacio del privilegio”. José Luis Romero advirtió al respecto con palabras terminantes: “La universidad debe combatir todo espíritu de casta que surja en su seno, porque no hay nada más inmoral y degradante”.
Pero tampoco la Universidad debía disolverse en lo social. La Reforma Universitaria no alentó ni la proletarización del estudiante ni el testimonio místico, la dos tentaciones del ultraizquierdismo setentista. A su manera constituyó el único programa político, cultural y existencial capaz de integrar al estudiante con las ideas más avanzadas de su tiempo sin renunciar a su condición de tal. En esa singular capacidad -que se fue constituyendo a lo largo de los años- para expresar las necesidades de la edad, las exigencias de la política y las perspectivas profesionales, explica el amplio consenso “reformista”.
Para el reformismo, la Universidad sirve a la nación si cumple con sus objetivos: investigar y construir saberes. Desde allí se proyecta hacia lo social y lo latinoamericano; pero desde allí, desde el saber y el estudio. Los dirigentes reformistas fueron intelectuales destacados. Ortega y Gasset calificó a Deodoro Roca como el argentino más eminente. Enrique Barros estuvo a punto de obtener el Premio Nobel de Medicina por sus investigaciones sobre la psitacosis. Conceptos parecidos pueden decirse de Saúl Alejandro Taborda, Gregorio Berman, Ismael Bordabehere, Gabriel del Mazo, Horacio Valdés y Julio V. González.
La Reforma Universitaria honró a la inteligencia y al estudio. No hay motivos para que no siga haciéndolo. En los alborotos de junio de 1918, un grupo de exaltados intentaba derribar la estatua del obispo Hernando de Trejo y Sanabria. Saúl Alejandro Taborda los detuvo con palabras que nunca deberían haberse olvidado y merecen tenerse presente para todos los tiempos: «No sean bárbaros. Ésta es una obra de arte. Déjenlo tranquilo al pobre fraile».
Las discusiones sobre el rol de la Universidad en la sociedad, la calidad intelectual de los docentes, la renovación de los programas de estudios se expresaron en actos públicos, en libros y manifiestos. La participación de los estudiantes fue siempre un derecho, pero también una responsabilidad, una exigencia. La cátedra paralela y la asistencia libre eran conquistas para un estudiante fascinado por el saber y movilizado por inquietudes solidarias, no alienado por la obtención del título.
Desde antes de 1918, y durante las jornadas de Córdoba, los reformistas discutieron acerca de las virtudes de la investigación y los peligros de una universidad limitada a extender títulos. Una vez más Deodoro Roca opina con palabras precisas: «La Universidad debe trascender sus fines profesionalistas. Una formación profesionalista limita el proceso educativo”. Julio V. González se expresa en términos parecidos y propone que la universidad no entregue títulos profesionales. José Luis Romero escribe en su momento: “La universidad no debe ser exclusivamente profesional; no debe ser el profesionalismo lo que la identifique y caracterice, pero en la medida que sea profesional es necesario que lo sea eficazmente”. Tal vez ésta haya sido la discusión de fondo que los reformistas perdieron. Hoy este reclamo continúa siendo una asignatura pendiente.
MÁS DUDAS QUE CONCLUSIONES
¿Tiene algo que decirnos la Reforma Universitaria cien años después? O para preguntar con más precisión: ¿Tiene algo que decir que ya no haya dicho? Sinceramente no lo sé. Y no ignoro que la duda también puede ser una respuesta. Para mi generación hay con respecto a la Reforma Universitaria una emotividad, un vinculo histórico, una suma de tradiciones de la me resulta muy difícil prescindir. Pero sinceramente tengo mis dudas que a los problemas que se le presentan hoy a la educación universitaria y a los jóvenes, la Reforma pueda brindarle respuestas satisfactorias. Sospecho que lo que la Reforma Universitaria de 1918 tenía para dar ya lo dio. Su institucionalidad a partir de 1983 podría pensarse como su último victoria. La respuesta a los problemas actuales, es muy difícil encontrar en 1918. Las preocupaciones de los reformistas de entonces no son las mismas que las nuestras. No podrían serlo. Ellos se sabían contemporáneos y actuaron en consecuencia. Nuestra obligación si pretendemos ser leales con ellos es ser contemporáneos e interrogarnos sobre los dilemas del presente y las inquietudes del futuro con los instrumentos teóricos actuales y atendiendo los requerimientos del mundo que vivimos.
La Reforma Universitaria, como dijera Deodoro Roca quince años después de producida, “fue todo lo que pudo ser…”. Que no fue poco. Cien años después no se discute la participación de los estudiantes en el cogobierno, o el concepto de una universidad inserta en la vida nacional, preocupada por los más débiles y debatiendo los grandes problemas del país. Tampoco se pone en discusión el derecho de todo ciudadano a acceder a la educación universitaria. Si una exigencia hay, si una calificación se permite, es la del conocimiento. El reformismo enseñó que no se discrimina ni poro raza, religión o condición económica. ¿Corresponde hacerlo por el saber? Se supone que sí, pero en este punto, las disidencias en lugar de disminuir han crecido.
Relacionado con ello, lo que hoy merece debatirse es el rol de las universidades, porque si se acepta que su tarea es preservar, transmitir y crear el conocimiento, corresponde preguntarse qué es lo que se está haciendo al respecto. Y sobre este punto tal vez sea importante recordar una vez mas que los principales líderes reformistas de 1918 tuvieron presente algo que a veces por obvio no se tiene en cuenta o se subestima: que sus luchas incluían el derecho a acceder al conocimiento más elaborado y complejo de su tiempo. La crítica al oscurantismo religioso era ideológico pero también atendía a cuestiones práctica en la medida que ello impedía leer a los grandes autores que en aquellos años conmovían al mundo con sus revelaciones.
Cuando las universidades argentinas retroceden en su calificación de rendimiento en el mundo e incluso en América latina, habría que plantearse si la tarea que hoy se les presenta a la comunidad universitaria y a los estudiantes en particular no es precisamente la de contribuir a revertir esa realidad. Casas de estudios de excelente calidad académica es lo que necesitan los estudiantes, pero es también lo que reclama la sociedad, la misma que con sus impuestos financia la educación pública. Esta exigencia no desconoce la política, por el contrario la convoca. La política como preocupación por lo público, como el esfuerzo por hallar soluciones concretas a problemas concretos; un compromiso que tal vez no incluya la fascinación a veces alienada de la utopía, pero sí deja abierta hacia el futuro la posibilidad, siempre acogedora, siempre inquietante, de la esperanza.
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*Rogelio Alaniz: Docente de la Universidad Nacional del Litoral: Facultad de Ciencias Jurídicas y Sociales y Humanidades. Columnista y editorialista del diario El Litoral y conductor del programa de análisis político “Hoy y mañana” de LT10 radio Universidad. Colaborador del diario La Nación. Socio del Club Político Argentino. Libros publicados: “La década menemista”. Editorial UNL. “Hombres y mujeres en tiempo de revolución”, “Hombres y mujeres en tiempos de orden”, “Hombres y mujeres en tiempos de progreso” en ediciones B. Ficción: “Aquellos fueron los días” Ediciones UNL y “¿Quién mató al Bebe Uriarte? Ediciones B.