Tomás Borge y su venganza personal

A esta historia la recuerdo así. En julio de 1979 el Frente Sandinista de Liberación Nacional (FSLN) derrotó al dictador Anastasio Somoza y tomó el poder. El ministro del Interior, es decir, el jefe político del ejército, la policía y los servicios de inteligencia fue Tomás Borge, el guerrillero más viejo, un jefe político y militar que para ese entonces andaba por cerca de los cincuenta años, muchos de los cuales los había pasado en la cárcel y el exilio.

Cuando Borge preguntó a sus compañeros de armas por qué lo designaban ministro del Interior, le respondieron que lo hacían porque había sido un perseguido de toda la vida. Aceptó la responsabilidad y fue el autor de la consigna: “Ministerio del Interior, centinela de la alegría del pueblo”. Tengo mis dudas acerca de las “bondades” de una institución que se atribuye la titularidad de la alegría, pero por ahora no viene al caso ventilar esas dudas.

Con Borge hablé dos veces. Charlas breves, con un hombre que tenía cosas más importantes que hacer que conversar con un argentino curioso. Sin embargo, las dos veces hablamos de literatura. Cortázar y Borges fueron nuestros temas. Sabía de lo que hablaba. Su formación literaria se hacía visible en sus discursos, salpicados de imágenes poéticas sobrias, bellas, limpias, muy en el tono con una revolución que se proponía al decir de Rimbaud, cambiar el mundo y cambiar la vida.

Es raro. Con Borge, que era un guerrillero de armas tomar, hablé de literatura, mientras que con el poeta y sacerdote Ernesto Cardenal me fue imposible tratar ese tema. Irascible, impaciente, sus atuendos blancos, su barba algodonada, su boina de guerrillero, su testimonio místico en Solentiname y su magnífica poesía “exteriorista”, eran un desolador contrapunto con ese funcionario al que parecía que todo le fastidiaba. Conversando con él, me acordé de un viejo amigo que siempre me decía que a los escritores que amamos es mejor no conocerlos porque el desencanto suele ser avasallador.

Una de las disposiciones de los sandinistas fue la de no aplicar la pena de muerte, decisión tomada tal vez para diferenciarse de los fusilamientos de la revolución cubana. Decisión paradójica si se quiere, porque el modelo revolucionario de los sandinistas era el cubano, matizado por veinte años de diferencia y, tal vez, por la presencia política de los cristianos, gravitación que habría que verificar, ya que algunos de esos cristianos fueron verdaderos cruzados a la hora de inmolarse o matar por la revolución.

En septiembre de 1979 Borge visita la Cárcel Modelo y exige que todos los presos formen en el patio. Un asistente le dice que uno de ellos se ha negado a salir. Borge ordena que lo saquen. Cuando este Guardia Nacional se hace presente -un hombre alto, corpulento, relativamente joven- Borge lo mira, apoya su dedo en el mentón de este hombre y le dice: “Vos me torturaste”.

El tipo calla. Baja la vista. Posiblemente está muerto de miedo. O tal vez se resigna a la celada que le tendió el destino. Borge vuelva a repetir para que oigan todos: “Vos me torturaste”. Podemos tomarnos la licencia de imaginar que un silencio absoluto, sepulcral, helado, ha caído en ese patio enorme de la Cárcel Modelo.

Borge es muy bajo. Un metro sesenta a lo sumo, tal vez menos. Pero su personalidad es avasallante: esa manera de mirar, las pestañas espesas, los ojos entrecerrados, la expresión de los labios, algo burlona, algo dolorosa, como dominada por una oscura tensión o un remoto dolor. Está parado al lado del preso. Apenas le llega al hombro, pero la sensación relatada por algunos de los testigos de la escena, es que en ese momento el gigante es Borge. Observación interesante, porque pone en relieve la gravitación de las relaciones de autoridad y poder en situaciones límites, dramáticas o trágicas.

“Vos me torturaste”, le ha dicho Borge a su torturador. La imputación es tan evidente que el hombre no la niega. Borge sin dejar de mirarlo le dice a continuación: “Vos me torturaste, pero mi venganza personal será perdonarte”. Fin de la historia. No conozco las alternativas siguientes. Lo que sé es que cuando estuve en Nicaragua poco tiempo después, la anécdota se contaba como verdadera y se la presentaba como un rasgo distintivo del humanismo sandinista.

No me consta que con todos los presos hayan hecho lo mismo. Sí sé que Borge al principio de la revolución ensayó un sistema de cárcel abierta que habría hecho las delicias de Zaffaroni, aunque tengo para mí que, conociendo el paño, el mencionado juez hubiera estado más cerca de Somoza que de los sandinistas, aunque me atrevería a pronosticar que al otro día de la revolución se habría esforzado para presentarse como un sandinista de la primera hora.

Para el caso que nos ocupa, Borge perdonó a su torturador y el episodio no se presentó como una decisión individual sino como un acto generoso fundado en una ética del perdón. Poco tiempo después el cantautor Luis Mejía Godoy se inspiró para escribir un poema cuyas frases más destacadas dicen: “Mi venganza personal será el derecho/ de tus hijos a la escuela y a las flores…/mi venganza personal será decirte/ buenos días sin mendigos en las calles/ cuando en vez de encarcelarte te proponga/ te sacudas la tristeza de los ojos/ Cuando vos aplicador de la tortura/ no me puedas levantar ni la mirada/ Mi venganza personal será entregarte/ estas manos que una vez tú maltrataste/ sin lograr que abandonaran la ternura…”.

Este acto de perdón de Borge merece pensarse. No era un ingenuo ni mucho menos un pacifista. Guerrillero desde su primera juventud, uno de los fundadores históricos del FSLN junto con Carlos Fonseca, integró la corriente interna denominada Guerra Popular Prolongada y se distinguió -por lo menos en los primeros años del poder- por sostener las posiciones más intransigentes del sandinismo.

Sin embargo perdonó a su torturador. Quizás supuso que ese perdón dolería más que cualquier castigo. La frase “mi venganza personal”, tiene un tono algo irónico, pero no puede disimular su piedad y su voluntad de fundar una nueva ética. Me consta que algunos sandinistas no estuvieron de acuerdo. Por lo menos así lo comentaban en voz baja. Un joven sandinista con el que conversaba con frecuencia me dijo: “Yo lo agarro al tipo que me torturó y lo cuelgo de las pelotas”. Borge no hizo eso. ¿Maniobra publicitaria? ¿Acto de fe? No tengo manera de saberlo. Pero así fue la historia.

Si el titular de esta anécdota no fuera Borge, tal vez se lo acusara de claudicante o negacionista o de cómplice del somocismo. Nada de ello ocurrió con Tomás. Y si alguno estuvo en contra se cuidó muy bien de quedarse callado la boca. El prestigio de Borge en esos años era muy alto, sus años de combatiente, sus cárceles, sus habituales discursos en las multitudinarias asambleas sandinistas, lo transformaron en el líder más popular del una revolución en la que abundaban los líderes populares.

Una observación es necesaria. Borge se atribuye el derecho de perdonar, como podría haberse atribuido el derecho de fusilar. Mala cosa. En una democracia, el titular del poder no perdona ni castiga. El orden legal existe precisamente para impedir que el gobernante dicte su propia ley, aunque sea generosa. Pero más allá de esta observación, en el contexto de la revolución sandinista este gesto resulta interesante, sobre todo para una izquierda que asocia perdón con traición.

Tomás Borge cometió muchos errores. Y vaya si los cometió. Pero no es motivo de esta nota evaluarlos. Importa detenerse en ese momento de la historia, en ese instante que quedó registrado para siempre, en ese acto en el que poder, ética y política se entreveran. No estoy seguro de que lo sucedido nos diga algo a los argentinos treinta años después. De todos modos, meditar sobre este episodio me parece un ejercicio intelectual y espiritual interesante.

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