Evita

Seguimos hablando de ella. Tal vez la pasión no sea la de antes, pero hoy hasta quienes fueron sus adversarios políticos -en realidad, los herederos de ese encono- la reconocen como una protagonista de la historia. Desde la farándula y desde la política, desde el cine al teatro, desde la música a la literatura, todos se han ocupado de ella. Aún hoy, el llamado peronismo de izquierda insiste en la lectura de una Evita rebelde y revolucionaria, algo así como una socialista intuitiva, una suerte de Rosa de Luxemburgo, iletrada, católica y antidivorcista.

La diversidad de interpretaciones confirma la rigurosa actualidad de una mujer que a más de sesenta años de su muerte continúa vigente en el imaginario popular. En los miserables ranchitos de las orillas, en los arrabales amargos de las grandes ciudades, la estampita que los olvidados siguen reverenciando con religiosa monotonía es la que dibuja el óvalo perfecto de su rostro, sus ojos oscuros y la sonrisa dulce. Para los pobres sin ilusiones y esperanzas, para aquellos que sólo conocen privaciones, desgracias y miserias, sigue palpitando en el pasado con empecinado vigor un tiempo identificado con una mujer con la que se sintieron felices como jamás lo habían sido y a la que lloraron hasta secar los ojos el día de su muerte.

Debemos admitirlo de una vez por todas. Evita constituye uno de los imaginarios populares más formidables que hemos sido capaces de crear los argentinos en el siglo veinte. Más allá del mito, todo es opinable. Evita pudo haber sido una mujer extraordinaria, pero su actividad política no está exenta de los inevitables juicios críticos. El tiempo enfría pasiones y supera odios. Historiadores y ensayistas tienen el derecho de juzgar su actuación pública con prudente objetividad. Ni hada ni demonio. Fue una mujer que creyó en ciertos valores y supo ejercer el poder. Sin embargo, hay algo en ella que sorprende, conmueve y seduce. El paso de Evita en la vida pública fue breve y fugaz como un relámpago o un sueño. Cuando murió apenas tenía treinta y tres años. Joven y hermosa, ganó el corazón de los pobres con sus arrebatos generosos, el encanto de su sonrisa, los cabellos rubios, las joyas ostentosas y los tapados caros. Todo junto. Y así la aceptaron las multitudes que la amaron.

Quienes la conocieron la recuerdan en el balcón, la voz algo histérica, desafinada al principio, luego enronquecida, rencorosa, las frases cortas golpeando implacables en el aire, el movimiento nervioso de las manos… y abajo, en la plaza, la multitud fascinada.

Hasta sus amigos aceptan que sus furias eran terribles. Le gustaba que la adularan y no perdonaba la disidencia y mucho menos la traición. Era fanática, sectaria y despótica. Sus defectos eran tan visibles como sus encantos, pero para el pobrerío no había tiempo, ganas, ni lugar para disquisiciones semejantes. La amaron sin beneficio de inventario, admiraron su coraje, su gracia, el sonido fresco de su risa, sus iras antológicas; y se sintieron seducidos por su extraña belleza que se fue haciendo cada vez más transparente hasta casi desvanecerse en el aire. Es verdad, odiaba con fuerza, era la mujer del látigo, sus iras intimidaban, pero, y esto se lo admiten sus críticos, a diferencia de Perón, era capaz de querer.

Ni la crítica ni la objetividad pueden mantenerse indiferentes ante el espectáculo de las multitudes que aquel 26 de julio de 1952 desfilaron bajo la lluvia y la bruma… y así lo siguieron haciendo durante trece días alucinados. Es verdad que mientras esto ocurría en otras partes de la ciudad y de la Argentina se celebraba su muerte. No me alegra decirlo, pero debo admitir que aquellas manifestaciones de dolor y congoja fueron más humanas y nobles que las muecas de alegría que se dibujaban en el rostro de los que la odiaban.

Conste que no pertenezco al universo político y afectivo de Evita. Sin ánimo de exagerar, diría que todo me distancia de ella. No comparto ni sus ideas, ni su manera de relacionarse con los pobres, ni sus arrebatos de fanatismo, ni el lugar que le asignaba a la mujer, ni su visión de la democracia, ni -sobre todo- su concepción del poder. Pertenezco por decisión propia al universo que ella rechazaba y en algún punto odiaba. Desde el punto de vista racional, las imágenes que la legión de sus seguidores aprueban no me dicen nada y, en más de un caso, las rechazo.

Debo admitir, sin embargo, que empobrecería mi visión de las cosas si ignorara esa personalidad increíble o si desconociera la consistencia del vínculo que fue capaz de elaborar con las clases populares. Sería necio, y algo más que necio, decir que todo fue producto de la manipulación y el engaño. Nos guste o no, fue única. Muchas mujeres intentaron imitarla, pero el fracaso fue tan estrepitoso que en algunos casos llegó a confundirse con el ridículo y, en otros, con el grotesco.

Es que más allá de todo, Evita pudo darse el lujo exclusivo de ser adorada por multitudes que identificaban su imagen con confusos sentimientos de justicia y redención. No es casualidad que sean preferentemente los pobres los destinatarios de un romance que se reconstruye diariamente. Son los despojados, los que no saben o no tienen qué creer quienes vuelven la mirada vacilante al pasado para idealizar un tiempo de felicidad con escuelas, hospitales, casas, colonias de vacaciones, campeonatos de fútbol, máquinas de coser y juguetes entregados por una mujer que se parecía a una princesa, pero que hablaba y sentía como ellos; que lucía joyas preciosas y tapados de piel, pero que los escuchaba y los amparaba; que vivía rodeada de gente importante, pero era capaz de pasarse horas conversando con cada uno de ellos; que no entendía de economía y de finanzas, pero a ellos los entendía como nadie nunca los había entendido.

—Fue una trepadora social, una alucinada por el poder, una manipuladora de sentimientos -le decía, de esto hace una ponchada de años, a un viejo militante peronista que ya no está, pero con el que fuimos amigos a pesar de todas las diferencias.

—Lo que decís no me consta, pero si fuera cierto… yo a Evita se lo perdono -me respondió aquella noche ese viejo peronista.

El hombre que así hablaba, la vio a Evita una sola vez en su vida. Fue cuando visitó Santa Fe en julio de 1946. De esa tarde soleada recordaba la multitud en la tribuna de Colón y en la cancha, en el centro de la cancha, Evita… el vestido a lunares, los zapatos blancos y el pañuelo celeste en el cuello apenas agitado por el viento.

Ese hombre curtido por los años, pobre, digno, generoso, rebelde, quería a Evita con un amor ciego, incondicional, absoluto. Había conocido cárceles, plenarios clandestinos, caños estallando en madrugadas subversivas, jornadas de luchas agitadas con panfletos, miguelitos contra carneros, tizones caseros decididos a pintar paredes con consignas peronistas; despreciaba a los burócratas y alcahuetes del peronismo y en los últimos años ni el propio Perón lo conformaba del todo, aunque ésa era una crítica que solo él se permitía hacer, porque cuando yo insinuaba alguna crítica al líder, también lo defendía a cara de perro.

Mi amigo era un laburante honrado y valiente, que había sufrido mucho y que en los últimos años había perdido todas las esperanzas; sin embargo, cuando le hablaban de Evita, su rostro se iluminaba, y cuando la criticaban, como yo acostumbraba hacerlo, se le oscurecía.

“A Evita se lo perdono…”, me dijo esa noche apoyando con fuerza el puño cerrado en la mesa de madera con botellas, vasos y ceniceros, mientras miraba la pared descascarada y húmeda de aquella vieja pensión de estudiantes, en donde justamente en el centro colgaba un póster. Allí estaba ella. Ni de trajecito sastre, ni de reina, ni de señora pacata. Esa Evita se parecía mucho a la mujer que mi amigo amaba: los cabellos rubios sueltos, la camisa abierta, la mirada desafiante, la sonrisa atrevida y fresca… eterna y frágil… adorable y peligrosa…

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