Julieta Lanteri y la dignidad de ser mujer

Como Simone de Beauvoir podría haber dicho: “No se nace mujer, se deviene mujer”. La autora de “El segundo sexo” escribió este libro a fines de los años cuarenta, cuatro décadas después de que Julieta Lanteri escandalizara a los hombres y a las mujeres de su tiempo, defendiendo los derechos de las mujeres. En esa tarea no estuvo sola, pero tampoco fueron muchas las que la acompañaron. Es muy probable que en algún momento Julieta haya sufrido la soledad y es probable que esa soledad para ella haya sido más amarga y más dura que la de sus compañeras de causa. Sin embargo, si el dolor, las penas o la sensación de que peleaba contra molinos de viento la dominaron, sólo ella lo supo, porque nunca nadie la oyó quejarse de su destino, que no fue precisamente el de una mujer feliz.

Supongo que no debe de haber sido fácil defender los derechos de las mujeres hace más de cien años. En la actualidad tampoco lo es, pero admitamos que ahora la batalla política y la batalla por las ideas están ganadas. Cien años atrás, la situación era muy diferente. En Europa, en la avanzada y culta Europa, las mujeres recién se estaban empezando a movilizar para obtener el derecho al voto. La lucha iniciada por una minoría había ido creciendo en capacidad de convocatoria y en violencia. En la muy conservadora y flemática Inglaterra las sufragistas salían a la calle, insultaban a los políticos, se ataban con cadenas en los edificios públicos y si podían interrumpían las sesiones de la muy almidonada Cámara de los Lores.

Para principios de siglo, las mujeres en nuestro país seguían siendo consideradas menores de edad, según el Código Civil. Vélez Sarsfield era muy liberal y su hija Aurelia muy progresista; pero en ese tema a la hora de escribir el Código pensaron y actuaron como conservadores recalcitrantes. No los condenemos. Entonces la inmensa mayoría de la clase dirigente consideraba que la mujer era una incapaz jurídica, una incapaz moral y, por supuesto, una incapaz política.

Si para el poder político la mujer era una incompetente, para la Iglesia Católica su lugar era la casa y la crianza de los hijos. La única salida autorizada era en dirección al templo más cercano. A las fiestas y reuniones sociales, las “niñas” asistían acompañadas de un regimiento de tías, primas y abuelas. El consenso a favor de la postergación de la mujer era muy amplio, abrumadoramente amplio. Pero lo más grave no era que los hombres pensaran como machistas; lo más grave era que la inmensa mayoría de las mujeres compartían esos criterios. En algunos casos por conformismo, en otros por miedo, pero lo cierto es que a señoras y señoritas les parecía muy bien -y probablemente les resultaba muy cómodo- que la mujer fuera considerada al mismo nivel que los menores y dementes.

No escapaba a la percepción de Julieta Lanteri esta paradoja. Mejor que nadie ella sabía que quienes más resistían a su programa emancipador eran las propias mujeres y que sin ese conformismo a los hombres, o al sistema machista, les resultaría imposible sostener sus privilegios. En una entrevista que le hizo la revista El Hogar, se despacha con las siguientes consideraciones: “¿Saben ustedes quiénes son las verdaderas enemigas del Partido Feminista Nacional? Las mujeres. ¿Curioso verdad? ¡Las mujeres son las peores enemigas de la mujer! Ellas, que deberían ser las más interesadas en que nosotras triunfemos, se burlan de mí. ¡Ellas son las que influyen a sus maridos, hijos y hermanos para que no nos voten!”.

Sin embargo, Julieta advierte que esa conducta de las mujeres obedecen a causas sociales y culturales. El derecho al voto expresa una reivindicación política -dice-, pero el objetivo apunta a liberar a la mujer de la esclavitud de las costumbres y del despotismo de la cultura machista. Sacar a la mujer de la casa, arrancarla de la opresión del hogar, del dormitorio, de la cocina, de los prejuicios que la ataban de pies y manos con hilos invisibles pero más eficaces que las cadenas más resistentes, significa obligarla a pensar por su cuenta.

El destino de la mujer entonces era el casamiento y los hijos. La mujer que no cumplía con esas metas se quedaba a vestir santos. La solterona era una carga, una culpa, un error y, para muchos, una falta. Tanta represión producía sus consecuencias: histéricas, neuróticas, frígidas, sus desequilibrios a nadie le importaban demasiado porque, en definitiva, la mujer no importaba a nadie.

Decía que en las clases altas y medias, las mujeres podían ser consideradas, en el mejor de los casos, un delicado objeto estético. Victoria Ocampo relata en sus memorias la tragedia cotidiana de esa educación represora. Simone de Beauvoir habla en uno de sus primeros libros de su amiga Zaza, que encuentra en el suicidio una salida a los remordimientos y la angustia. “A Zaza la mató su educación”, escribe.

En esos años de incomprensión y prejuicios, Julieta Lanteri será una de las principales protagonistas en la lucha por afirmar los derechos de las mujeres. Ella será la más audaz, la más escandalosa, también la más solitaria y, como se demostrará después, la más indefensa.

En 1912 se discute en el Congreso las modalidades de la futura Ley 8.871, conocida como Ley Sáenz Peña. Pulcros, atildados y formales, los legisladores de ese parlamento hacen uso de la palabra, polemizan con la mayor corrección posible. Sin embargo, en ese ambiente correcto, mesurado, las crónicas van a registrar un incidente que es particularmente escandaloso, porque lo protagoniza una mujer: Julieta Lanteri.

En el silencio de la augusta sala, de pronto se escuchan gritos desde la barra a favor del voto femenino. Más sorprendidos que fastidiados, los diputados levantan la vista y tratan de identificar a la responsable de ese acto inaudito. Julieta sigue hablando a los gritos y su voz se confunde con los silbidos, risas e insultos. A Julieta el escándalo no la intimida. Está acostumbrada a protagonizar escenas parecidas, a soportar las groserías de algunos hombres, la mirada reprobadora de mujeres tontas y sumisas, incluso a lidiar con la policía. Un fotógrafo registra la escena. Seguramente Julieta se felicitará por lo que acaba de hacer porque el escándalo saldrá en los diarios y una vez más su nombre, asociado a la lucha por los derechos de la mujer, estará en boca de la gente.

Para 1912 Julieta lleva más de seis años de militancia ininterrumpida a favor de los derechos de las mujeres. Siempre vestida de blanco, como las sufragistas inglesas, sostiene que en la Argentina no es necesario alentar acciones violentas como sus compañeras europeas. El objetivo político está claro: el voto de la mujer; la táctica: valerse de todos los resquicios legales para obligar al sistema a reconocer a la mujer como una persona titular de todos los derechos civiles y políticos.

En 1911 se presentará ante la Justicia para que la reconozcan como ciudadana argentina, porque había nacido en un pueblo de Piamonte. Pretende nacionalizarse para luego dar el paso siguiente: si es argentina, si tiene domicilio legal, si trabaja y paga impuestos, no le pueden negar su condición de ciudadana y, mucho menos, el derecho a votar.

Nunca se sabrá con precisión si los jueces fueron sorprendidos en su buena fe, si secretamente eran solidarios con Julieta, o si eran ignorantes y se dejaron enredar por la habilidad de esa mujer “terrible”, pero lo cierto es que el 15 de julio de 1911 le permitieron incorporarse al padrón, y en octubre de ese año votó en elecciones para concejales capitalinos en la parroquia de San Juan. El presidente de la mesa, Adolfo Saldías, la felicitó. Algunos hombres la aplaudieron, otros le sacaron el cuero, pero lo cierto es que por primera vez en la historia argentina una mujer, Julieta Lanteri, había votado.

Julieta Magdalena Ángela Lanteri nació en un pueblo del Piamonte italiano el 22 de marzo de 1873. A los seis años llegó con su familia a Buenos Aires. Después, los Lanteri se trasladaron a La Plata. Desde jovencita la chica tuvo la rara virtud de meterse en problemas. Quiere estudiar por ejemplo. Una mujer podía, con suerte y viento a favor, terminar la primaria y a partir de allí el matrimonio y los hijos. Julieta se empecinó en cursar el secundario. Por supuesto todos se conjuraron para hacerle la vida imposible. Concluye rindiendo libre. Tiene veintidós años y se supone que ya debería considerarse satisfecha en sus pretensiones intelectuales. Error. Decide estudiar Medicina para escándalo de comadres y compadres. De farmacéutica se recibe en 1898, pero recién en 1907 puede presentar su tesis doctoral apadrinada por el doctor Mariano Paunero. El diploma va a contar con el aval de los profesores Luis Agote, Gregorio Aráoz Alfaro, Telémaco Susini, Carlos Malbrán, Jorge Penna, José Ramos Mejía, Ángel Gallardo y Miguel Puiggari. No es un aval modesto para quien por sus pretensiones de estudiar Medicina fuera descalificada con los términos más vulgares.

Julieta Lanteri es la sexta mujer en la Argentina (la primera es Cecilia Grierson) en obtener el título de médica. Para ese momento tiene más de treinta años y ya es reconocida por su militancia sufragista. Estima que el derecho de las mujeres a estudiar está relacionado con el derecho a ejercer su libertad civil y política.

En 1906 se realiza en la ciudad de Buenos Aires el Congreso Internacional de Libre Pensamiento. Por primera vez en una tribuna pública se habla de patria potestad compartida, del divorcio, de la tenencia de los hijos, e incluso una oradora se atreve a mencionar el tema tabú del aborto. En 1910 se constituye el Primer Congreso Feminista Internacional. Para esa fecha, Julieta conoce a Alberto Renshaw, el hombre con el que se habrá de casar y se habrá de divorciar antes del año. No se sabe dónde y cómo Julieta conoció a ese hombre, hijo de norteamericanos y nacido en Canarias quien, además, era catorce años menor que ella. Tampoco se sabe por qué una mujer inteligente, culta y, en algunos temas, brillante, decide casarse con un personaje gris, sin distinción y sin fortuna, un personaje al cual la historia lo recordará por haberse casado con Julieta.

Después viene la lucha por gestionar su carta de ciudadanía. Lanteri no da puntada sin hilo. Cuando luego de largos y trabajosos trámites logra ser reconocida como argentina, se inscribe en el padrón municipal y el 23 de noviembre de 1911 se presenta en el atrio de la iglesia de San Juan y vota. Cuarenta años antes de que la Ley 13.010 le reconozca este derecho a las mujeres, Julieta Lanteri se da el gustazo de votar.

Hay que decir que en realidad lo que Julieta hizo fue burlar las disposiciones legales aprovechando algunas lagunas de la ley. Cuando quiso hacer lo mismo para que le reconocieran el derecho a enseñar en la Facultad de Medicina, la respuesta de los jueces fue negativa. ¿Oyeron? Una mujer no podía dar clases. Previsible si se quiere, en la medida en que es considerada menor de edad e incapaz. Previsible pero espantoso.

Ese mismo año, 1911, funda con Raquel Camaña la Liga para los Derechos de la Mujer y el Niño. Y en 1919 se da el gusto y funda el Partido Feminista Nacional. La mujer no puede votar, pero la ley no prohíbe que sea candidata, sostiene Julieta, experta a esta altura del partido en trabajar las hendijas de la ley.

Julieta será la candidata del flamante partido. La campaña electoral hará mucho ruido, aunque obtendrá pocos votos. En el emprendimiento la acompañan algunas mujeres y se suman algunos hombres. Julieta habla en las improvisadas tribunas y no se priva de decir lo que piensa. “¡Oh los hombres! Siempre serán los mismos. Almas ingenuas que se creen imprescindibles. Suponer que la mujer intenta quitarles sus derechos, cuando, en realidad, aspiramos solamente a colaborar con ellos en la marcha del mundo. Somos partidarias de la ciencia como ellos. Y como ellos somos liberales, despreciando a las mujeres que salen del hogar para refugiarse en los conventos e inutilizarse en el claustro como piedras inútiles”.

Más o menos para 1920 se presenta en el Registro Militar y pide enrolarse. La rechazan y fiel a su estilo, inicia su militancia para que la reconozcan como ciudadana. Discute, se pelea, llora, insulta. Finalmente el ministro la recibe y no da lugar a su pretensión. Inicia un juicio que durará diez años, hasta 1930. Y le fallan en contra. Conclusión: las mujeres no pueden enrolarse y, por lo tanto, no son ciudadanas y, por lo tanto, no pueden ni deben votar.

Volvamos a 1919. El Partido Feminista Nacional obtiene 1.730 votos. El resultado no está a la altura de los esfuerzos desplegados pero tampoco es para avergonzarse. Son 1.730 votos conquistados a pulmón. El escritor Manuel Gálvez va a confesar en sus “Recuerdos de vida literaria” que votó por ella. “Como no quería votar ni por los conservadores ni por los radicales, decidí apoyar a la intrépida doctora Lanteri”.

Julieta no es complaciente con la conducta de ciertas mujeres cómplices con el machismo dominante, pero se esfuerza por entenderlas. “Los hombres tienen la culpa; las quieren muñecas y así se vuelven ellas. Sí señor. Muñecas que guiñan los ojos y juegan a los amoríos sin preocuparse más que de los trapos y los bombones que le puede dar el novio. Muñecas sin corazón…”. Desde entonces, han pasado casi cien años, los tiempos sin duda que han cambiado, las mujeres disponen de derechos muy bien ganados, pero ciertas conductas que describe Julieta se mantienen intactas y, en algunos casos, se han agravado.

Julieta mientras tanto no da el brazo a torcer. Continúa presentándose en las elecciones con resultados siempre adversos. No era fácil. Julieta era la candidata de una causa donde las beneficiarias no votaban. Honra a los hombres que la acompañaron en las peores circunstancias. Honra, pero eran pocos. El 2 de marzo de 1930 se presenta otra vez como candidata y el diario Crítica la bautiza como “Miss Constancia”. Cada vez obtiene menos votos, pero la convicción acerca de la justicia de su causa se mantiene intacta. “Mi proyecto es seguir marchando sin cesar -dice en una entrevista- y estoy convencida de que antes de tres años se habrá realizado nuestro ideal. La mujer poseerá derechos cívicos y estará respetada de acuerdo con ello en los organismos de gobierno”. Como se podrá apreciar, a veces Julieta se permitía ser optimista, demasiado optimista. Para que sus deseos se cumplan no faltan tres años, sino veinte. Y no verá hecha realidad la causa por la que dedicó su vida.

El 23 de febrero de 1932, a las tres de la tarde, un auto la atropelló en la esquina de Diagonal Norte y Suipacha. Trasladada al Hospital Rawson, murió dos días después sin haber recuperado el conocimiento. Tenía 59 años. La crónica policial habló de un accidente, pero del conductor del auto nunca se supo nada. Una de sus íntimas amigas fue la que instaló la sospecha de que había sido un crimen. Sugestivamente, las actas policiales que registran el hecho no son legibles, cuando todos los otros escritos que están en el Libro de Actas pueden leerse perfectamente. En el Juzgado el expediente desapareció y nadie dio una explicación satisfactoria acerca de esa curiosa casualidad. Otra amiga de Julieta denunció que el conductor del auto era un militante de la Legión Cívica, una banda fascista constituida durante la dictadura de Uriburu dedicada a apalear estudiantes, dirigentes populares y a atentar contra locales anarquistas, socialistas y radicales..

En la necrológica escrita en Caras y Caretas, de marzo de 1932, la periodista y militante feminista Adela di Carlo, señala: “Hace más dolorosa la circunstancia que ha provocado su muerte, el hecho de que ella temía ese trágico fin”.

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