La Revolución del Noventa

El sábado 26 de julio a la madrugada se inició la llamada “Revolución del Parque”. La refriega militar duró casi dos días e incluyó el bombardeo sobre la ciudad de Buenos Aires. La fecha adquirió con el tiempo resonancias míticas y, como todo mito, el impacto emocional de la leyenda fue muy superior a la realidad. Si vamos a respetar el lenguaje, la “Revolución del Parque” no fue una revolución y tampoco se la podría calificar como un golpe de Estado. Episodios militares como éste eran habituales entre una elite política que recurría a estos medios para imponer sus proyectos o ambiciones en un tiempo en que el ejército no era profesional y “fragotear” era una de las maneras clásicas de hacer política.

La revolución mitrista de 1874 y los enfrentamientos armados que en 1880 culminaron con la federalización de la ciudad de Buenos Aires se inscriben, más allá de sus diferencias y consecuencias, en este contexto. Objetivamente la crisis política más trascendente, la que alineó contradicciones reales de fondo en la Argentina de entonces, fue la que tuvo lugar con motivo de la federalización de Buenos Aires, al punto que muy bien podría decirse que, como consecuencias de esas refriegas que arrojaron un saldo de más de tres mil muertos, 1880 fue el año de la definitiva consolidación del Estado nacional.

En el caso de 1890 la crisis económica internacional, la quiebra de la banca inglesa Baring Brothers y los desbordes económicos de los “niños irresponsables ” en el poder, provocaron esta reacción cívico-militar. Como se sabe la revolución fue derrotada, pero al decir del senador cordobés, Manuel Pizarro, el gobierno de Juárez Celman se vino abajo.

Hoy se sabe con más precisión que el gran piloto de tormentas, el artífice de una salida política equilibrada y de signo conservador fue Julio Argentina Roca, quien ya para entonces era conocido con el apodo de “Zorro” por su insólita y sorprendente capacidad de maniobras. La estrategia del roquismo consistió en desbancar a Juárez Celman impidiendo que el poder cayera en manos de los revolucionarios y, muy en particular, del sector liderado por Leandro Alem.

Cuando a Roca le preguntaron en una entrevista qué opinión le merecía Alem dijo: “Es totalmente honrado, pero está totalmente equivocado y, por ello, es totalmente peligroso”. Alem, años después, haciendo un balance pesimista acerca de los errores cometidos por él y sus compañeros de ruta, concluirá sus reflexiones con esta frase lapidaria: “Nos merecemos a Roca”.

Como los hechos luego se encargarán de demostrarlo, Roca acordará con Bartolomé Mitre y mantendrá alejado del poder a la vieja guardia alsinista integrada por Leandro Alem e Hipólito Yrigoyen entre otros. La exclusión de los radicales del poder se mantendrá hasta 1912, pero al certificado de nacimiento de este partido político lo extenderá la “Revolución del Parque”.

La revolución del noventa es la consecuencia de la crisis del noventa y no a la inversa. Crisis económica y financiera que se despliega en el contexto de una nación que está creciendo como nunca. En efecto, para más de un economista en 1890 lo que hay es un desfasaje provocado como consecuencia de los créditos tomados para modernizar la estructura productiva y el relativo retraso para saldar esa deuda. Es que a lo largo de la década del ochenta se produce el desarrollo económico, la modernización y el aluvión inmigratorio. Las inversiones en ferrocarriles y bienes inmobiliarios se multiplican junto con los negociados y los escándalos financieros, tal como lo describe con desprolija elocuencia Julio Martel en “La Bolsa”.

El capitalismo ochentista crece a saltos y de la única manera que sabe hacerlo: con inversiones, corrupción y optimismo, mucho optimismo. Un país que se transforma con tanta celeridad produce fracturas políticas y emergencias de nuevos actores económicos. La Argentina “ochentista” cambia y se hace cada vez más difícil gobernarla con los criterios de la gran aldea. Para 1890 el índice inmigratorio es el más alto de la década, comienzan las exportaciones de trigo y la carne de vaca reemplaza a las lanas. En el orden político se constituye primero la Unión Cívica y luego la Unión Cívica Radical. Su bautismo de fuego será la “Revolución del Parque”. Allí se escriben las primeras letras del abecedario radical; se fundan sus grandes mitos: las boinas blancas. Y se levantan los grandes monumentos: el panteón de los héroes en la Recoleta, donde hoy reposan los restos de Alem, Yrigoyen, lllía y Alfonsín.

Algunos historiadores, Abelardo Ramos entre otros, consideran que la “revolución del noventa” fue una suerte de asonada porteña entre facciones rivales de la elite. Para Ramos lo sucedido no fue más que un ajuste de cuentas promovido por los derrotados de 1880. El enemigo de los “revolucionarios” es Juárez Celman, un exponente provinciano resistido por la oligarquía porteña. La oligarquía -según Ramos- tiene una base territorial fija: la ciudad de Buenos Aires, con sus tenderos egoístas y rapaces. Y una base territorial móvil: las tierras del pampa húmeda. Como se podrá apreciar Forster y los muchachos de “Carta Abierta” no inventaron nada.

Un seguidor de Ramos manifiesta su curiosidad por la naturaleza de un movimiento supuestamente antioligárquico integrado por los retoños de las familias patricias más tradicionales y conservadoras de Buenos Aires. Y al dato lo contrasta señalando que esta curiosa revolución se hizo para impedir que asumiera el poder el sucesor de Juárez Celman: Ramón Cárcano, hijo de italianos.

La otra posición histórica clásica es la de Milcíades Peña, quien sostiene que lo sucedido fue un movimiento “defensista” de la gran burguesía porteña contra los avances desmesurados del capital extranjero. Peña instala el concepto de “oligarquía subgestora” conformada por un grupo voraz de políticos y empresarios liderados por Juárez Celman. A esa oligarquía subgestora que arrastraba al país a la quiebra, se opone Roca como la expresión más fuerte y conciente del régimen oligárquico.

La “Revolución del Parque” no tuvo alcances nacionales e incluso su escenario porteño estuvo reducido al centro de la ciudad. De hecho se peleó en un territorio de diez cuadras. Allí se levantaron los cantones, por allí desfilaron las tropas y allí murieron los combatientes. No hay un solo reclamo de esta revolución que se pueda decir de carácter nacional. Para ese año los obreros se reunían en la clandestinidad para editar sus primeros periódicos, dar a conocer sus reclamos y organizar sus primeros mitines. Pues bien, no hay noticias de que estos reclamos obreros hayan sido tenidos en cuenta por los organizadores de esta “revolución”.

No obstante, sería un error reducir lo sucedido a una rústica chirinada entre facciones de poder. En principio, sería aconsejable descartar para el análisis las perspectivas reduccionistas que pretenden encasillar los sucesos en el rigor de la lucha de clases. De todos modos, no deja de ser sintomático que en estas jornadas de julio estuvieran en las barricadas jóvenes como Juan B. Justo, Lisandro de la Torre, Félix Uriburu o Marcelo T. de Alvear. Digamos que los principales protagonistas de la política moderna del siglo veinte estarán en estas jornadas jugándose la vida. ¿Casualidad? No lo creo. Si hasta 1890 la contradicción política se da entre liberales y autonomistas, a partir de la “Revolución del Parque” empezará a ser entre radicales y conservadores, o entre los partidos modernos de la democracia y el “régimen falaz y descreído”.

Desde una perspectiva histórica más puntual, dijimos que la “revolución” provoca la renuncia de Juárez Celman, quien será reemplazado por su vicepresidente Carlos Pellegrini. El “Gringo” designa como ministro del Interior a Roca y como Ministro de Economía a Vicente Fidel López. El régimen recupera el poder con sus mejores muñecas y sus cerebros más destacados.

“El rey ha muerto, viva el rey” podría haber dicho Roca. O para ser mós riguroso con las palabras, debería haber dicho: “El gobierno conservador ha caído, viva el nuevo gobierno conservador”. Pellegrini, Roca y López lograrán reencauzar la economía y asegurarán por veinticinco años la estabilidad del sistema. Por su parte, los revolucionarios no tomaron el poder, pero sus retoños hicieron sus primeras armas en la barricada. En la década siguiente estos jóvenes fundarán los grandes partidos de la democracia: el radicalismo, el socialismo, la Liga del Sur. También de esta revolución saldrán los dos presidentes radicales: Yrigoyen y Alvear y, como para que ninguna contradicción falte, el primer golpista del siglo veinte, José Félix Uriburu, estará convencido de que el 6 de septiembre de 1930 estaba reeditando los mismos episodios que cuarenta años antes lo habían tenido en el Parque con un fusil en la mano.

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