Los hermanos Kennedy

 

 

Para quienes disfrutamos rastreando el pasado, la casualidad suele ser una buena noticia. Adelanto este principio, para decir a continuación que siguiendo el rastro de Atahualpa Yupanqui fue que oí hablar por primera vez de los hermanos Kennedy. En Rosario Tala fue la cosa. Un personaje amigo de Cipriano Vila y Climaco Acosta -mentados por don Atahualpa en su poema “Sin caballo y en Montiel”- me contó que el joven Chavero -todavía no se llamaba Atahualpa y mucho menos Yupanqui- había vivido un tiempo en esos pagos, pero a fines de 1931 decidió marchar hacia La Paz para sumarse a lo que calificó como la revolución radical de los hermanos Kennedy.

El hombre que me contaba esas historias era un señor mayor, hospitalario, ceremonioso, nostálgico de un tiempo de hombres a caballo, certeros y habilidosos con el lazo, el cuchillo y el rifle; hombres de pocas palabras pero decididos a cumplirlas; hombres valientes dispuestos a matar o morir por lo que consideraban el honor, un concepto que podía incluir la defensa de su buen nombre, hasta la defensa de una causa o una fe política.

De esa madera -me fui enterando- estaban hechos los Kennedy, un apellido que me evocó en el acto a los hermanos de Boston, asociación que se me ocurrió caprichosa hasta que don Mario Crespo, hijo de Amalia Kennedy y sobrino de los héroes, sugirió que no está descartado algún vínculo familiar originado no en EE.UU. sino en Irlanda. Parientes o no, los Kennedy entrerrianos no necesitaron de esa ilustre relación para ganarse un lugar en el panteón de los héroes.

Henry Kennedy -el abuelo- llegó al Río de la Plata en 1836 y para 1844 ya estaba instalado en Paraná. Uno de sus hijos, Carlos Duval, nacido en esos años, se instaló en  la ciudad de La Paz y se dedicó a negocios de hacienda. Antes de fin de siglo se casó con Rufina Cárdenas, emparentada con Berón de Astrada. La estancia, Los Algarrobos se la compraron a una familia inglesa, aunque otros biógrafos afirman que fue a los Ortiz. Se trataba de una propiedad de alrededor de seis mil hectáreas dedicada a la ganadería y que en poco tiempo se habrá de constituir en un establecimiento modelo. En esa estancia, ubicada en el paraje conocido como El Quebrachal en el departamento La Paz, nacieron los hermanos Kennedy, cinco varones y cinco mujeres, aunque para la historia o para la leyenda, los recordados serán tres:  Eduardo, Roberto y Mario.

Para 1914, muere don Carlos Duval. Y en 1922, doña Rufina, de quien según se dice, manejaba la estancia con mano de hierro. De todos modos, para esa fecha los Kennedy ya eran reconocidos en la región como eficientes ganaderos, excelentes domadores de potros y tiradores certeros, de esos que, como se dice en estos casos, donde ponen el ojo ponen la bala, una destreza que cuando la historia les presente una cita habrán de demostrar con creces.

Los Kennedy son radicales desde siempre. Radicales yrigoyenistas “envenenados”, como dirán con orgullo sus parientes. Como buenos radicales están peleados a muerte con los conservadores, pero también con los radicales antipersonalistas, a quienes no vacilan en calificar -en homenaje a la retórica yrigoyenista de entonces- de cajetillas, pechos fríos y contubernistas. Sus diferencias con los radicales alvearistas proseguirán a lo largo de los años. Enojados con los “traidores” fundarán el Partido Liberal Independiente, un error, reconocerán años más tarde, un error que de todos modos no les impedirá mantener excelentes relaciones con ese otro joven exponente del radicalismo yrigoyenista de aquellos años: Arturo Jauretche.

Muchos años después, una nieta dirá que los muchachos eran unos dandies: elegantes, excelentes bailarines, tal vez mujeriegos, mundanos y devotos de Chopin y Mozart. Pintones y valientes, los Kennedy son, además, estancieros. Estancieros y radicales. Nada novedoso en esos tiempos, porque, como le dijera alguna vez don Alberto Barceló a un diplomático francés: “No se confunda mi amigo, en provincia de Buenos Aires, Entre Ríos y Santa Fe, las vacas son radicales”.

El 6 de septiembre de 1930 -o alrededor de ese día- reciben la noticia de que Hipólito Yrigoyen fue derrocado por los militares. Los hermanos están en una feria ganadera organizada por la Sociedad Rural, institución de la que Enrique Kennedy fuera uno de sus socios fundadores. La cita con la historia empieza a confirmarse. A la otra semana ya se están movilizando para librar la lucha contra el retorno del régimen falaz y descreído. En esos meses, Eduardo viaja a Europa para presentar una denuncia contra los golpistas en la Sociedad de Naciones. Como la leyenda ya lo acompaña como una sombra, se cuenta que en París conoció a Carlos Gardel.

De regreso, pasa unos días en Montevideo. Y otra vez en La Paz. Para esos meses ya están conectados con militares decididos a alzarse en armas contra los usurpadores. El nombre que nos interesa en este caso es el del teniente general Gregorio Pomar. (Hoy, sabemos que todas esas revoluciones radicales están condenadas al fracaso, que el ejército nacional es una institución poderosa y que el Estado maneja recursos muy superiores a los de los revolucionarios cuyas exclusivas virtudes son la indignación y el coraje).

Citándolo a Borges, bien podría decirse que a Eduardo, Roberto y Mario, una noche los está aguardando, la noche en que probarán -por si hacía falta o alguien todavía no lo ha advertido- que son valientes. Es la noche o la madrugada del 3 de enero de 1932, el momento en que debe estallar la revolución radical en Entre Ríos, Corrientes y, según afirman los más entusiastas, en todo el país. Importa poco saber que la revolución fracasará en toda la línea, que los levantamientos no se producirán como estaban previstos y que incluso Pomar enviará un mensaje a La Paz para decir que el levantamiento debe cancelarse, mensaje que por las dificultades de las comunicaciones de la época -o porque algún traidor se interpuso en el camino- nunca llegará o llegará demasiado tarde.

Esa calurosa noche de verano los conspiradores se preparan para tomar la ciudad. Se reúnen en la casa de uno de los Kennedy. Los hombres llegan a caballo. Un asado en el patio los está esperando. Todos dejan sus chambergos en las perchas de la casa y en una de las camas de un improvisado dormitorio. Las armas las llevan encima. Importan los detalles. Una revolución radical en esos tiempos no era broma. Sabían con certeza que podían morir en el intento, pero sin embargo antes de marchar al combate se despiden con un asado. La ceremonia, el mito antes de la tragedia. A Homero, el detalle le hubiera encantado.

La hora señalada es alrededor de las tres de la mañana. No hay información precisa acerca de los motivos por los cuales en lugar de sesenta hombres, los que van a participar en el combate son catorce, entre los que están Eduardo, Roberto y Mario, pero también el sastre Héctor Papaleo, José Maldonado, Luis Franco, Bernabé Menchaca, Cayetano Romero, Lorenzo Bosch, Paco Sánchez, Lucas Duclós, Fortunato Alegre, Francisco Zoffala y Pedro Oterio.

El objetivo es tomar la comisaría, la oficina de teléfono y los bancos. ¿Por qué los bancos? Para que nadie se aproveche de las circunstancias y saquee los recursos públicos. Son revolucionarios radicales, no delincuentes. La consigna de los conjurados es clara: “No lamemos las botas de la dictadura. ¡Viva la patria!”. Los hombres avanzan agazapados entre las sombras en dirección a la comisaría. No actúan a traición, respetan los códigos hasta en las situaciones límite. No son saqueadores. Tampoco carniceros. Son hombres de honor: radicales de Alem e Yrigoyen. No tiran emboscados. Antes de iniciar la balacera avisan, pero el aviso incluye las reglas de juego: “Entréguense, porque el que tira, muere”.

En la comisaría los aguardan veinticinco o treinta hombres armados hasta los dientes. Escuchan la advertencia, pero ellos también son hombres valientes y no están dispuestos a entregarse. Pronto sabrán que las palabras de los Kennedy no se las llevaba el viento. Y que su puntería certera era algo más que una leyenda.

A los hermanos Kennedy, sus paisanos les reconocían dos o tres virtudes distintivas: radicales de toda la vida, radicales para quienes el golpe de Estado del 6 de septiembre de 1930 significaba una afrenta que ningún hombre que se preciara como tal podía dejar pasar por alto; domadores, domadores de potros y de toros, domadores capaces de montar a pelo, pero también dueños de una habilidad proverbial para domar a los caballos de abajo, sin necesidad de montarlos, de palabra nomás, como debe ser; tiradores certeros, de una puntería infalible, con el revolver o con el rifle, lo mismo da. Todos en la región saben que los Kennedy donde ponen el ojo ponen la bala. Sus exhibiciones en las fiestas celebradas en la estancia son proverbiales: pueden apagar un fósforo desde veinte metros. Disparan parados, sentados o acostados… y dan en el blanco.

Los paisanos comentan en voz baja: “El que se mete contra los Kennedy, muere”. Una exageración porque hasta las jornadas de enero de 1931, los Kennedy están limpios de sangre, como se decía entonces. No han matado a nadie y, si alguna vez pelearon, lo hicieron con los puños o con el rebenque, pero nunca dispararon contra nadie. Son radicales, estancieros y argentinos, no pistoleros. Son amigos de los amigos. Les gusta compartir copas con los paisanos, de vez en cuando se entusiasman con alguna partida de póker. Sus carneadas en las estancias son reconocidas en toda la región. Les gusta bailar, cortejar mujeres y disfrutar de la buena música. Por esas virtudes los respetan y los quieren. “Los Kennedy no conocen el miedo”, comentan los paisanos con admiración. Pero, como dicen quienes lo conocen, Mario sencillamente no cree que el miedo exista.

Esa madrugada avanzan en grupo hacia la comisaría de La Paz. Los están esperando. Todos son hombres valientes; los de un lado y los del otro. Los milicos son criollos guapos, preparados para matar o morir; convencidos de que están cumpliendo con su deber y gauchos decididos a tomar la causa que defienden como una causa personal. Los Kennedy exigen que se rindan y, por supuesto, no lo van hacer. Además, son más de veinte hombres bien armados y parapetados.

El llamado Combate de la comisaría de La Paz, se desarrolló en tres tiempos: con los centinelas, con el comisario y su asistente que los esperan en el escritorio, y con los veinte hombres agazapados en las galerías, entre las recovas y en los rincones del patio de la comisaría. El centinela dispara al bulto y es el primero en caer. Un tiro en la frente, el tiro que será la marca en el orillo de los Kennedy. Entre ceja y ceja y a mejor vida. Poco importa que sea de noche y que en algún momento se apague la luz. Cada disparo de los Kennedy es un muerto.

Desde el escritorio de la comisaría, intentan resistir. Todo en vano. El comisario cae con un tiro en la frente y su asistente es herido en la mano y no le queda otra alternativa que rendirse. Desde los patios, empiezan a llover las balas. Un gendarme es el que lidera la balacera. Dispara y se esconde. Dispara y alienta a sus hombres. “Bajalo a ése, Mario”, le dice Roberto. Luis Franco alumbra con una linterna. Es apenas la fracción de un segundo pero alcanza y sobra. El policía cae muerto con el consabido tiro en la frente. Dos policías más son abatidos por Eduardo y Roberto. Los otros comprenden que ya es suficiente; que no tiene más sentido resistir. “El que se enfrenta a los Kennedy, muere”, decían los paisanos. Y estaba visto que no exageraban. Tomaron la comisaría a lo guapo. Revólveres contra máuser. Cinco o seis   hombres contra más de veinte. Pero claro, son los Kennedy.

Después, la hidalguía de los vencedores. Hablan al hospital para que asistan a los heridos. El policía que peleó de frente y fue desarmado está en un rincón tratando de no desangrarse. No se queja y no pide ayuda. Es guapo en serio. Y los Kennedy respetan el coraje, incluso el de sus enemigos. Eduardo ordena al enfermero que lo atienda. El policía no abre la boca y no baja los ojos. “Sos valiente hermano -le dice Roberto- deberías ser de los nuestros”. Mario no es tan sentimental: “¡Qué ocurrencia, resistir tan bravamente para defender a la tiranía!”.

La revolución en La Paz triunfó en toda la línea. La ciudad fue tomada por los revolucionarios. Pero allí concluyen las buenas noticias. Desde Concordia, informan que la revolución directamente no empezó; lo mismo dicen desde Curuzú Cuatiá y Goya. El balance es desolador: están solos. Controlan La Paz, pero el levantamiento armado contra la dictadura ha fracasado. Eduardo se comunica con el gobernador de la provincia de Entre Ríos, Luis Etchevehere, también radical, pero de los antipersonalistas. Se conocen, incluso son parientes. Amparo Kennedy, su hermana, está casada con Sebastián Etchevehere, hermando del gobernador.

El gobernador les exige que se rindan. Les promete un juicio justo y que no habrá represalias económicas. Eduardo le responde que no se van a entregar. Etchevehere insiste. Les dice que fueron traicionados, que los dejaron en la estacada, que fueron usados. Eduardo no da el brazo a torcer. El gobernador pierde la paciencia y amenaza: “Mando veinte hombres armados para que los capture”. La respuesta de Eduardo es inmediata: “Será si pueden”. La guerrea está declarada. Los Kennedy no se entregan. Van a pelear hasta el último cartucho.

Convocan a sus seguidores e informan cómo está la situación. La revolución ha fracasado, pero ellos no se van a entregar. Los paisanos los escuchan y vacilan. Eduardo retoma la palabra y tranquiliza a todos. “Ustedes váyanse, vuelvan a sus casas, a sus campos, a sus trabajos; nosotros nos hacemos cargo de todo”. Mario agrega: “Si los aprietan digan que nosotros los amenazamos y los obligamos a pelear”. No hace falta decir más. Los hombres se desparraman. Ahora, los tres hermanos están solos. Lo acompaña el sastre Papaleo que insiste en huir con ellos.

Mientras tanto, el gobierno nacional ha tomado cartas en el asunto. La orden es traer a los Kennedy vivos o muertos. Etchevehere habló de veinte hombres, pero son más de cien los que salen de Paraná con rumbo a La Paz, cien hombres armados hasta los dientes y seleccionados por su agresividad y su destreza. Desde la provincia de Corrientes, el interventor Atilio dell’Oro Maini se suma a la faena represiva y moviliza a las tropas correntinas. Dell’Oro Maini… caudillo de la Corda Frates en Córdoba durante los acontecimientos de la reforma universitaria. Clerical y conservador. Veinticinco años después, su nombre adquirirá relevancia nacional por ser uno de los voceros del proyecto de enseñanza libre auspiciada por una de las corrientes de la denominada Revolución Libertadora.

Los Kennedy mientras tanto marchan hacia el monte buscando los bañados y la ruta a Corrientes y el camino a Uruguay. Van armados hasta los dientes, pero están solos, solos contra el ejército, la gendarmería, la aviación y la prefectura. En el camino, nos vamos a cruzar con amigos que nos van a dar una mano, dicen. “Un Ave María Purísima y las puertas de los ranchos se abrirán”. “Eso nos diferencia de la dictadura -agrega Mario- nosotros tenemos amigos, ellos tienen sirvientes”.

“Nosotros nos hacemos cargo de todo”, le han dicho a sus seguidores. Son los jefes, pero son también los primeros en jugarse el cuero. Conviene detenerse en ese detalle. Yo lo siento por mis escrúpulos de historiador, pero me resulta imposible no hacer las comparaciones del caso. Pienso por ejemplo en Firmenich, el jefe de los Montoneros, mandando a sus seguidores a morir en la llamada contraofensiva mientras él se quedaba en Europa disfrutando de las mieles del exilio. Los Kennedy hacen exactamente lo inverso: “Nosotros nos hacemos cargo de todo”.

Y saben que no están hablando por hablar. Sus cabezas tienen precio pero sus bienes, sus campos, sus casas también lo tienen. Sin embargo, ninguna de esas consideraciones los detienen. Marchan hacia el monte, hacia el quebrachal, hacia los bañados, hacia los palmerales y las malezas. “Dejalos nomás que vengan -le dijo Eduardo a Bosch- acá en el monte vamos a ver quién es más guapo”.

“Nosotros nos hacemos cargo de todo”, les dice Eduardo a los paisanos. Y no habla por hablar. Se hacen cargo y se las aguantan. Los tres hermanos y Héctor Papaleo marchan hacia el monte con armas y provisiones. No se entregan. Van a resistir, pero su objetivo es llegar a Uruguay. No es fácil. Hay que atravesar montes, ríos, cañadas y arroyos, algunos poblados de yacarés. Confían en su estrella, pero sobre todo confían a en su coraje y en su puntería certera.

Sus enemigos son poderosos. Y muchos. Los quieren vivos o muertos. No se puede permitir que se hayan alzado en armas. El gobierno se va a movilizar por cielo, tierra y agua. Sabe que los Kennedy son bravos, que no erran tiro, que al monte lo conocen tanto que se pueden orientar con los ojos cerrados, que montan el caballo como baqueanos y que disponen de amigos decididos a protegerlos. Atahualpa Yupanqui muchos años después recordará que los Kennedy eran capaces de lanzarse al vacío montados en el caballo y caer al río sin perder la línea. No faltaba a la verdad.

Ahora se internan en la espesura y esperan. Más de cien hombres los persiguen. No son nenes de pecho. Se trata de milicos guapos, con experiencia en perseguir cuatreros y maleantes. Buenos con el revólver y el cuchillo. Los Kennedy no tienen ninguna posibilidad, piensan.

Pronto comienza la balacera. Se dice que en la espesura del monte casi no entra la luz del sol, por lo que los hombres se movilizan casi a oscuras. Ciento veinte hombres contra tres o cuatro. No tienen escapatoria. Sin embargo, se van a escapar. Y no solo se van a escapar, sino que quienes van a retroceder serán los milicos.

La denominada Batalla del Monte Quebrachal ofrecerá un resultado asombroso. El escritor oriental Yamandú Rodríguez lo expresará con su habitual elocuencia: “Ni un ademán excesivo. Ni una palabra de más. Ni un disparo inútil. Ponen para morir la misma dignidad con que vivieron. No combaten al dictador sino a la dictadura”.

Según la información disponible los policías dispararon más de doscientos tiros, pero ninguno dio en el blanco. Del otro lado, los Kennedy se limitaron a disparar siete veces y seis milicos murieron, cinco con el ya clásico tiro en la frente y el sexto con dos disparos mortales en el cuerpo. Siete tiros y seis muertos. Es demasiado. Los milicos son guapos pero no suicidas. Y mucho menos tontos. Retroceden. Son muchas bajas en tan poco tiempo. Las balas llegan certeras. Muchos ya conocen la fama de los Kennedy: “El que se enfrenta a ellos, muere”. Y no exageran.

Los Kennedy aprovechan el respiro para perderse entre la espesura buscando la provincia de Corrientes donde tienen contactos para continuar huyendo. El gobierno nacional moviliza aviones que bombardean el monte, lanchas con policías armados que recorren los arroyos y soldados del 10° Regimiento de Infantería orientados por baqueanos.

Los Kennedy logran burlar los controles. Caminan de noche y algunas veces se refugian en ranchos de amigos que les abren las puertas. “Tenemos amigos, ellos, sirvientes”, dijeron. Pasan por los arroyos Tacuaras, Yacaré, Paso de Cejas, el Huaiquiraró. A veces en canoas, a veces a nado. Arriesgando siempre. No es un paseo. Alimañas, víboras, mosquitos. Cargan con armas, balas y provisiones. Eduardo pisa mal y se lesiona el pie. No dice una palabra. Lleva más de cuarenta kilos, pero calla. El dolor es intenso y persistente, pero no se lamenta. Cada pisada es un martirio, pero no se queja. Sus hermanos se van a enterar mucho más tarde de que estaba seriamente lesionado.

En la estancia La Amalia descansan algunas horas. Allí vive su hermana Amanda casada con don Florencia Crespo. Un paisano luego los refugia en su rancho. La condición es que si los policías llegan se entreguen sin resistir, porque en la casa hay mujeres y niños. Los Kennedy dan su palabra de honor que cumplirán con lo pactado. Y la palabra de ellos vale más que una firma.

Ya en Corrientes se van a refugiar en la estancia Los Algarrobos, cuyo dueño es Sebastián Etchevehere casado con Amparo Kennedy. El comisario de la zona se entera de que están allí y sale a buscarlos. Amparo los espera en un claro del monte. Conversan. El comisario en cierto momento le dice que son catorce hombres decididos a prenderlos. La respuesta de Amparo no se hace esperar. “No alcanza comisario; con catorce hombres no tiene ni para empezar; vaya busque más hombres y más ametralladoras y vuelva”. No vuelve.

Los Kennedy llegan a Monte Caseros. Allí otro amigo los traslada hasta la frontera con Uruguay en un Chevrolet modelo 28. El 16 de febrero de 1932 están en tierra oriental. Más de un mes duró la travesía, pero escaparon. Dejan de ser historia para transformarse en leyenda. Poetas, payadores, cantores evocarán sus hazañas. El gobierno militar no puede disimular su impotencia y fastidio. Escaparon.

La historia que sigue no es tan heroica. Los Kennedy se jugaron por lo que creyeron era justo, pero no todos los radicales están de acuerdo con ellos. Poco importa que además de jugarse la vida hayan perdido sus campos y sus bienes. O que un año después Mario Kennedy haya estado junto con Arturo Jauretche en Paso de los Libres. La lucha interna en el radicalismo es impiadosa. Paradojas de la política. Cuando regresen a la Argentina unos años después, quien les advierte que un puñado de radicales los esperan para liquidarlos es el presidente Roberto Ortiz, antipersonalista y de alguna manera personero del régimen que ellos combatieron. “Yo quizás soy más radicales que ustedes –les dice Ortiz- pero no puedo permitir que se perpetre una infamia como la que se trama contra ustedes”. Eluden la emboscada, pero su relación con el partido se hace cada vez más difícil, entre otras cosas porque ellos mismos no son de arrear fácil.

Mario se instala en Corrientes, Roberto regresará a La Paz y Eduardo se quedará en Buenos Aires. El tiempo los irá tragando. Tuvieron su momento de gloria y se retiraron enteros del escenario. Enteros y pobres. Para los honores oficiales pasará mucho tiempo. Recién en estos últimos quince años llegaron los reconocimientos. Hoy la ruta de ingreso a La Paz lleva su nombre, resolución aprobada por el Concejo Deliberante de la ciudad el 23 de septiembre de 2009. A la biografía de Yamandú Rodríguez se sumaron las investigaciones de Daniel González Rebolledo y Roberto Cesario. Pero hay más escritos. Cantatas, poemas y obras de teatro evocan sus hazañas. También hay un homenaje a los policías muertos, homenaje que los familiares de los Kennedy admitieron. “En honor a los caídos en la defensa del deber”, dice la placa.

Uno de sus hijos recordará muchos años después el tiempo en que vivieron en Uruguay y Brasil. También hablará de una entrevista con Hipólito Yrigoyen en Montevideo. La reunión se hizo en la casa donde se alojan los Kennedy. El muchacho, casi un niño, recuerda a Yrigoyen, vestido de negro, sobrio, discreto, dueño de una serena dignidad. También recuerda sus ropas algo gastadas, sus zapatos viejos. El que está allí hablando con su padre y uno de sus tíos es el fundador histórico de la UCR, el hombre por el cual ellos se jugaron la vida. Hablan. Yrigoyen escucha y de vez en cuando pronuncia palabras que se perderán en el aire. Cuando la reunión concluye, Kennedy intenta hacer gestiones para que a don Hipólito lo trasladen en un taxi hasta el hotel donde se aloja. Yrigoyen se opone. La última imagen que el chico guarda de esa reunión es el momento en que don Hipólito espera un tranvía en la esquina de su casa. Dos veces presidente de la nación y esperando un tranvía en una esquina  “Por un hombre así estamos dispuestos a jugarnos todas las veces”, le dice su padre.

 

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