Carlo Maria Martini, el Papa que no fue

Miles y miles de creyentes lo despidieron en Milán, la ciudad donde fue obispo durante veinte años, la diócesis católica más importante de Europa. Mujeres y niños, jóvenes y ancianos, pobres y ricos, salieron a la calle para darle el último adiós al obispo que amaban. El papa Benedicto XVI ponderó su compromiso con la Iglesia, sus servicios desinteresados a la Iglesia con la que comprometió su vida.

Quienes en otros tiempos lo acusaron de hereje, demagogo y anti Papa, esta vez guardaron silencio, porque los hechos eran mucho más fuertes que las maledicencias, las injurias y el fanatismo de los que todavía añoran las hogueras de la Inquisición. Las autoridades de otras religiones, ponderaron las virtudes de un obispo siempre abierto al diálogo, a la práctica sincera del ecumenismo y a la grandeza de la duda.

Los hombres sencillos lo amaban y sus adversarios, incluso los más enconados, lo respetaban. Los no creyentes sabían que estaban ante un hombre iluminado por la fe, pero dispuesto a entender las dudas y a dialogar. El coraje que tuvo para conversar con Umberto Eco, no es diferente de su osadía para decirse admirador de Gandhi, Lutero y el Dalai Lama.

Se dijo que cuando murió Juan Pablo II, su sucesor sería Carlo María Martini. No me consta que sea cierto, pero está claro que una inmensa mayoría de católicos alentó esa esperanza. No fue así. El elegido fue Ratzinger y lo fue, entre otras cosas, porque Martini, desde su inmensa autoridad moral, lo avaló. Quienes ignoran el universo interno de la Iglesia Católica, un universo complejo, contradictorio, sinuoso, aferrado a tradiciones y rituales, nunca podrá entender por qué el cardenal progresista respaldó al cardenal conservador. Sin embargo, así fueron las cosas. Y así fueron, porque los movimientos internos de la Iglesia poseen una lógica propia que escapa a las visiones que suponeen que la única contradicción válida es la que se expresa a través de progresistas y conservadores.

¿Por qué Martini no fue Papa? Porque la coalición conservadora fue más poderosa, dicen algunos. Es probable, pero no estoy del todo seguro. Porque el mal de Parkinson ya estaba haciendo su trabajo, aseguran otros. Tal vez. No tengo una respuesta exclusiva no tengo por qué tenerla- a esa pregunta, pero sí me resulta interesante la opinión de un experto en temas católicos, como es el teólogo español y periodista José Manuel Vidal, quien no vacila en calificar a Martini como “El Deseado”, es decir, el deseado para ocupar la silla de San Pedro.

Vidal es un hombre que está al tanto de los laberintos de la Iglesia y sus internas. También de sus secretos. Escribe desde la seguridad que da saber que se está hablando de algo que se conoce hasta en los detalles. Esa autoridad es la que le permite decir que “si la Iglesia Católica fuera una democracia, Martini sería sin duda presidente. Si en la Iglesia Católica hubiera elecciones, Carlo María Martini ganaría de calle. Si en la Iglesia votaran los católicos, el purpurado jesuita hubiera sido Papa”.

Vidal no inventa nada. Carlo María Martini fue la gran esperanza de millones de creyentes que desean una Iglesia abierta, atenta a los nuevos tiempos, fiel a sus mejores tradiciones, pero dispuesta al cambio, a la reforma. Él mismo lo dijo en su momento: “La Iglesia Católica debe tener el valor de reformarse”. Quien pronunciaba esas palabras no era un personaje marginal de la institución. Todo lo contrario. Precisamente, la gran novedad de Martini, la gran esperanza que dejaba abierta su presencia, era que se podía ejercer las más altas responsabilidades de la Iglesia, sin por ello dejar de tener una mirada crítica.

Quienes lo conocieron, admiraron su inteligencia, su lucidez, su carisma. Era elegante, culto, distinguido. Tenía los modales y el estilo de un gran señor. Sus ojos azules, su nariz aguileña y su sonrisa, a veces dulce, a veces irónica, recordaban más a uno de esos cardenales aristocráticos del Renacimiento, que a un sacerdote jesuita progresista y renovador.

Sin duda que fue uno de los grandes intelectuales de la Iglesia Católica. Sus libros, sus ponencias, así lo ameritan. Hablaba a la perfección seis idiomas contemporáneos y dominaba el griego, el latín y el hebreo. Experto en temas bíblicos, el Papa Wojtyla lo designó en su momento académico de honor de la Academia Pontificia de las Ciencias. No fue ni el primero ni el último Papa que lo distinguió por sus saberes. En 1969, Pablo VI lo había nombrado rector del Instituto Bíblico de la Pontificia Universidad Gregoriana de Roma, responsabilidad a la que renunció para hacerse cargo del obispado de Milán en 1980, designación hecha por Juan Pablo II, el mismo que nueve años más tarde lo designará cardenal, un merecido reconocimiento a quien será valorado luego como la figura más brillante del colegio cardenalicio.

Sus cordiales relaciones con Wojtyla, también llamaron la atención a los observadores externos. ¿Cómo se llevan tan bien si están en las antípodas?, se preguntaban los curiosos. Tal vez porque no eran tan antagónicos, tal vez porque había algo más importante que los unía, más allá de las diferencias. Como en estos temas nadie puede decirse dueño de la verdad, motivo por el cual todas las hipótesis, incluidos los chismes, están permitidas, no faltó quienes dijeran que Wojtyla lo nombró obispo de Milán para impedir que fuera el sucesor de Pedro Arrupe en la orden jesuita. ¿Fue así? No lo sabemos. Su talante reformista, sus aperturas renovadoras, sus declaraciones atrevidas, fueron una marca registrada de su magisterio. Sabía escuchar y sabía decir las palabras justas. Siempre estuvo más interesado en comprender que en sancionar y en permitir que en prohibir. Si quisiéramos expresar en pocas palabras su estilo, se podría decir que se trataba de uno de esos hombres dispuestos a entender el tiempo que viven y darle una respuesta satisfactoria a cada uno de sus desafíos, una respuesta, abierta, humanista, tolerante.

En realidad, sus opiniones respondían al más estricto sentido común, sus respuestas eran las que daría en la misma situación cualquier hombre o mujer guiado por la buena fe y con los pies puestos en el siglo XXI. Temas como la sexualidad, el rol de la mujer, el celibato de los sacerdotes, la readmisión en la Iglesia de los divorciados católicos, el uso del preservativo, las relaciones sexuales prematrimoniales, él los interpretaba desde la apertura y la comprensión.

En todo momento se preocupó por mantener un delicado equilibrio entre sus osadías y sus responsabilidades institucionales. No estaba interesado en escandalizar, no quería posar de revolucionario o llamar la atención con sus supuestas transgresiones. Su rol fue mucho más noble y digno. No era un “loquito”; era, si se permite la palabra, un reformador, un reformador conciente de los límites de su poder y de las resistencias de las instituciones al cambio.

Nunca alentó el uso del preservativo, pero desde su magisterio llegó a decir que en ciertas circunstancias podía ser el mal menor. Nunca hizo una defensa militante de los homosexuales, pero conversaba con ellos y los entendía. No defendió la unión matrimonial entre personas del mismo sexo, por el contrario, siempre estuvo a favor de la unión del hombre con la mujer, pero advirtió que no le parecía justo discriminar otro tipo de uniones. Insistió hasta el cansancio a favor de una Iglesia comprometida con los pobres, fiel al Evangelio y a sus verdades más nobles, pero mantuvo prudente distancia de los teólogos de la liberación en sus versiones más radicalizadas.

Fue el gran defensor del Concilio Vaticano II. Tanto lo fue que, alarmado por el abandono de sus principales enseñanzas por parte de algunos de sus pares, sugirió que era necesario convocar a un nuevo concilio para defender las viejas verdades e instalarlas de cara al siglo XXI. Por supuesto, no le llevaron el apunte. Por lo menos hasta ahora.

El celibato de los sacerdotes no le parecía mal, pero a condición de que fuera opcional. Las mujeres, por su parte, sabían que en él tenían a un defensor valiente y decidido. En tiempos conservadores, sostuvo que ya llegará la hora en que la mujer pueda ejercer el sacerdocio en plenitud. El tema lo preocupaba tanto que alguna vez declaró que “los hombres de la Iglesia le tienen que pedir perdón a las mujeres”. Dicho sea de paso, aún no lo han hecho.

Preocupado por divulgar sus certezas, escribió libros que fueron traducidos a todos los idiomas y leídos por millones de personas. Yo en estos días he regresado a “Sus coloquios nocturnos en Jerusalén”. Me parecen brillantes. Él era brillante. Y su presencia en la Iglesia Católica es para todos un motivo de orgullo y esperanza. Orgullo, por las causas justas que fue capaz de defender; esperanza, porque más allá de errores, injusticias y culpas, la Iglesia Católica sigue siendo uno de los grandes tesoros culturales y humanistas de nuestra civilización.

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