Sábado a la noche

Esa noche hubiera preferido quedarse en su casa mirando televisión o leyendo, pero para realizar ese deseo –pensó- habría sido necesario disponer de una casa o algo parecido y no ese modesto –por qué no, miserable- cuarto de pensión en donde vivía desde hacía algo más de un año y al que probablemente antes de fin de año debería abandonar por falta de pago o algún percance parecido.

Cerró la puerta, cruzó el patio sembrado de cuartuchos como el suyo, caminó por el pasillo salió a la calle y enderezó en dirección al centro, sin saber muy bien dónde ir, lo cual bien pensado no tenía la menor importancia. En una plaza arbolada se sentó en un banco y encendió un cigarrillo. Hacía frío y se levantó las solapas del saco para abrigarse. Un perro vagabundo se aproximó moviendo la cola. Le hizo señas con los dedos pero el perro se alejó asustado. “Ni los perros…”, pensó.

Alrededor de la medianoche estaba en un bar tomando una copa. Era sábado y se notaba el habitual jolgorio de los sábados a la noche. En una mesa vecina había el ejemplar de un diario y le pidió al mozo que se lo acercara. El bar estaba despoblado. Tres o cuatro mesas con tipos solitarios, algunos mirando televisión, otros hablando en voz baja entre ellos o mirando hacia cualquier parte. En el diario las noticias de siempre: un ministro iba a ser interpelado en el Congreso, un gobernador se quejaba porque el gobierno no le giraba los fondos comprometidos, el presidente de EEUU amenazaba a un dictador asiático, en la página de Deportes se anunciaban los partidos de fútbol del domingo, y en la de Policiales se comentaban las peripecias del crimen cometido el fin de semana pasado y la detención de un sospechoso, el novio o amante de la víctima que, por supuesto, declaraba que era inocente, aunque, sugestivamente, su abogado defensor era uno de los “sacapresos” más conocido de la ciudad.

Le pidió al mozo que le trajera otra copa de vino. El diario ya dormía el sueño de los justos en la silla y en la televisión el partido de fútbol había sido desplazado por algo parecido a un show musical. La noche prometía ser larga, pero pensó que era preferible resignarse a soportar el paso de las horas en un bar cualquiera de la ciudad que en la pocilga donde vivía.

Si, claro, la lentitud exasperante de las horas. Ese tiempo que parece no transcurrir o que transcurre hacia ninguna parte; esa sensación de encierro e impotencia que alguna vez creyó que solo podía vivirse cuando estaba en la cárcel y que ahora, de un tiempo a esta parte, se reencontraba con ella, aunque en libertad. Sonrió. El único lujo que se permitía de un tiempo a esta parte. Apenas un movimiento de los labios. Libertad.  Lindo chiste. Él era libre. Libre de hacer lo que se le diera la gana. Incluso la de estar en un boliche cercano a la terminal de ómnibus tomado vino y esperando que pase el tiempo sin saber por qué ni para qué.

Libertad. Lindo chiste. Cuando estaba entre rejas cómo la esperaba. Cómo la esperaban todos los presos. La cárcel no era agradable, nunca lo es. Pero en la cárcel, él por lo menos, alentaba una esperanza, una ilusión: la libertad. Para bien o para mal, pero la libertad; ese momento cuando el preso escucha la voz del celador pronunciando su nombre y la orden de que la puerta de la celda debe abrirse.

Ese momento de plenitud él lo vivió y lo recuerda. Y lo recuerda porque sabe que ahora esa esperanza está ausente. El presente es éste, en la mesa de un bar rasposo con la compañía de una copa de vino. Y hacia el futuro nada, absolutamente nada. Salvo esa cercanía con las horas, ese exasperante y fatigoso transcurrir de las horas; ese esperar que las horas transcurran para nada o hasta el momento de regreso a su cuarto de pensión, nunca lo suficientemente borracho. Insomne y solitario, empecinadamente solitario.

Alguien desde otra mesa pronuncia su nombre. Raro. En esa ciudad -o en esa zona de la ciudad- nadie lo conoce. Nadie o casi nadie. Sus amigos de otros tiempos no frecuentan estos bares y estas calles oscuras y sórdidas. Al tipo que acaba de pronunciar su nombre lo recuerda de algún lugar, de algún momento. No sabe bien de dónde ni de cuándo, pero le resulta una cara conocida. De un tiempo a esta parte eso le pasa con frecuencia: todas las caras le parecen conocidas. Extraño. Porque en realidad en los últimos tiempos se ha dedicado más a olvidar que recordar.

-¿No digás que no te acordás de mí?

Sonríe. Una sonrisa, alegre, satisfecha. Él no contesta, pero con el pie corre la silla para que la inesperada visita tome asiento. Es lo que hace. Dos tipos solos un sábado a la noche en una ciudad que podría ser una ciudad cualquiera, piensa. Dos tipos solos, algo mayores que no saben qué hacer con su tiempo. O. pensándolo mejor, no saben muy bien qué hacer con sus vidas. Y hasta es probable que, además, esa ignorancia no les importe.

Mientras tanto, el tipo habla, cuenta cosas, saluda a otro tipo que pasa por la vereda, se ríe de sus propias ocurrencias, y él se esfuerza por tratar de recordar de dónde se conocen. No hay caso. Y lo peor es que esas lagunas se hacen presentes cada vez con más frecuencia. Como si la memoria le fallara. ¿Por qué no? O como si él, de alguna manera, hubiera decidido que la memoria fallase.

-Ya son más de la una de la mañana –comenta el tipo a quien el mozo trata de usted y le dice don Luis- ¿no te parece que ya va siendo hora como para que nos demos una vuelta por el cabaret para tomar un par de copas?

Lo propone en un tono casi de confidencia, como si más que una invitación fuera algo así como un pacto acordado que como tal debe ser cumplido. Él no tiene realmente muchas ganas de ir al cabaret, porque si por él fuera se quedaría toda la noche sentado a la mesa con su copa de vino. ¿Para qué otra cosa? Es más, si por él fuera, no tendría ganas de estar en ningún lado, ni siquiera en ese bar…en ningún lado, aunque ese bar es lo que más se parece a ese “ningún lado” que desea.

Sin embargo, cuando Luis insiste con la invitación, le dice que sí; no sabe muy bien por qué lo hace, pero lo hace, tal vez porque en el fondo todo le da lo mismo; tal vez porque en el fondo sospecha que no tiene voluntad para decir que no a nada ni a nadie.

El cabaret está a dos o tres cuadras del bar. Caminan por una vereda, angosta, despareja y poblada de restos de basura. Hay dos tipos parados en la esquina que conversan en voz baja. Luis saluda y lo presenta. Uno es un flaco, pálido, pelo oscuro, rostro anguloso y ojos saltones; el otro es bajito, inquieto, movedizo: una cicatriz le cruza la mejilla derecha. No habla. Incluso no responde al saludo de Luis. Como si estuviera ocupado o como si estuviera molesto por algo.

Una mujer sale del cabaret. Se para en la puerta y mira para todos lados como si estuviera esperando a alguien. Tiene un cigarrillo en la mano y fuma: una pitada larga y una pausa; otra pitada y otra pausa. Luis se acerca y la saluda. Ella lo mira como si no lo conociera. Luis intenta explicarle que de algún lugar se conocen y ella lo escucha y continúa fumando. En algún momento ella apaga el cigarrillo con el taco del zapato, cruza la calle y sube a un auto que acaba de estacionar.

Luis y él entran al cabaret. Caminan por un pasillo angosto apenas iluminado; en las paredes hay pegados afiches con fotos de mujeres desnudas y hombres con trajes oscuros, corbata y peinados a la gomina. En el salón hay más hombres solos o conversando entre ellos. Beben. Un mozo se acerca. Un whisky para Luis, otra copa de vino para él. En el escenario con forma de media luna iluminado por una luz  verde hay un tipo cantando algo parecido a un tango. “Portero, suba y dígale a esa ingrata, que aquí me quedo, que no me voy…”

Un señor de moñito y saco blanco cruzado se acerca y les ofrece sentarse a una de las mesas que rodean el escenario, pero ellos prefieren quedarse en la barra. En un extremo de la barra hay un tipo sentado al lado de una máquina de sumar. Lo ilumina una luz blanca y a la distancia su rostro se parece a una máscara.

Luis parece un agente de relaciones públicas. Saluda, aprieta algunas manos, intercambia frases breves con algunos hombres y algunas mujeres. Él mientras tanto bebe en silencio. Tragos cortos, pausados. Es probable que en algún momento se pregunte qué está haciendo en ese lugar, una pregunta que deja sin respuesta porque sospecha que esa respuesta no existe.

Luis pide otro whisky. Una mujer se sienta a su lado. Pronto se percata de que el posible cliente quiere estar solo y se retira sin decir palabra. El cantor de tango concluye su presentación. De algún lado piden un tango más. Los típicos titubeos; una seña a los músicos y arranca con “Nació en un barrio de malvón y luna/ en donde el hambre sabe hacer gambetas…”. Expósito, se dice a si mismo.

Hombres solos siguen entrando al salón. El cantor de tango se ha retirado acompañado de unos aplausos desganados y desde algún lugar llega una música tropical. Una chica baila sola y un tipo gordo intenta acompañarla. Pasos torpes, desgarbados.  Ahora tres tipos se acomodan al costado del escenario con un  bandoneón, una guitarra y un violín.

El señor de saco blanco cruzado y moñito sube al escenario y anuncia que el show de las dos de la mañana está por empezar. A la mujer la presentan con el nombre de Fanny. Sale al escenario bailando y saluda. Él la mira y toma otro trago. Fanny canta algo parecido a un bolero mientras se va desnudando. Algunos hombres aplauden; otros gritan; en la barra la mayoría mira y no dicen nada.

Fanny totalmente desnuda concluye su bolero y junta la ropa tirada en el piso. Un curda sube a la tarima e intenta abrazarla y besarla. Ella lo deja hacer. El tipo tropieza y se cae. Una carcajada de ella y se pierde detrás del cortinado . Él le hace señas al mozo para que le sirva otro vino.

Luis pasa a su lado con dos vasos de whisky. Al rato, regresa con Fanny. Es rubia. Algo desteñida. De cerca se le notan los años: cuarenta, tal vez algo más. ”Hola”, le dice ella a él. Y él responde levantando apenas la copa. Ella apoya el vaso en la barra y se sienta en la falda de Luis.

-¿No te molestamos?, pregunta Fanny con un tono dulzón que no alcanza a disimular cierta ironía. Él contesta con un monosílabo. Luis pide dos copas de champagne. El mozo las sirve y le entrega a ella una ficha que la guarda en el corpiño. Se besan. Ella le dice a Luis algo en voz baja al oído. Ahora los dos ríen. Luis termina su copa y se dirige al otro extremo de la barra donde está el señor iluminado con la luz blanca. Ella se acomoda en la banqueta.

-Te imaginaban en cualquier parte, menos acá- dice ella.

-Imaginás mal, pero tranquila; yo también te imaginaba en cualquier parte, menos acá.

-¿Sorprendido?

-Un poquito, apenas un poquito, pero ya me voy a acostumbrar.

-¿Alguna explicación que dar?

-Ninguna…¿para qué?

-En eso tenés razón…¿para qué?

Ella toma un trago corto y mira hacia el escenario. Él, la mira. Luis regresa. Tiene una llave en la mano. Toma a Fanny del brazo. Ella hace como que se resiste, pero es un juego que concluye cuando los dos se retiran en dirección a una escalera, la escalera que conduce a la planta alta. Él termina su copa de vino y se retira del cabaret.

Él ahora está otra vez en el bar. Hay una mesa al lado de la ventana y allí se acomoda. Unos muchachos en la otra mesa toman cerveza y comen pizza. Una pareja conversa en voz baja; en el mostrador tres tipos parece muy entretenidos mirando el televisor colgado cerca de la puerta. El reloj de la pared marca las cuatro de la mañana. Se abre la puerta vidriada del bar y entra Luis. Cierta indecisión, pero apenas lo distingue a él se acerca a la mesa y se sienta. Pide una cerveza y conversan. Luis le comenta su reciente experiencia amorosa. Él escucha.

-Me dijo que te conoce.

-¿Quién?

-La mina, la mina que estuvo conmigo

-Ah…ella.

-Sí, claro, ella…Fanny…

– No te mintió…nos conocemos.

-¿De dónde se conocen?

-De otro lugar, de un lugar dónde no se llamaba Fanny.

-¿Una amiga?

-Yo no diría una amiga…pero a esta altura del partido da lo mismo una cosa o la otra.

-No te entiendo.

-No importa… pero no te hagás problemas…nada de lo que pasa importa…

Luis toma un trago de cerveza y se cruza de piernas. Mueve la boca para decir algo, pero prefiere hacer silencio. Los dos hacen silencio. Del otro lado del ventanal, la vereda y la calle; más allá una leve claridad anunciando la madrugada.

-Hoy va a ser un lindo día- comenta Luis

-Si, claro…va a ser un lindo día.

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