Todas las tardes

Como todas las tardes, casi como cumpliendo una ceremonia o como quien asiste a una cita, estás parado a un costado de la barra del bar. Impecable. Impecable el corte del traje; impecable la corbata y el nudo de la corbata haciendo juego con la camisa y el prendedor; impecable la raya del pantalón, el brillo de los zapatos, los colores de las medias que cuando te sentás a una mesa y te cruzás de piernas –nadie lo sabe hacer mejor que vos- se distinguen por la calidad de la textura; impecable el corte de pelo, el peinado a la gomina, la raya trazada como con una regla; impecable la nariz recta, los ojos verdes, los labios apenas entreabiertos; impecable el modo en que sostenés el vaso de whisky; impecable el paquete de cigarrillos que apoyás en la barra junto con el encendedor que, por supuesto, es de marca; impecable las llaves de auto, bien visibles, para que todos y todas sepan que andás en auto. Impecable. Todas las tardes de año, a veces casi al filo del crepúsculo, a veces cuando ya esta oscureciendo, entrás al bar y cumplís con tus rituales. Saludos breves, amables pero distantes. Algún intercambio de palabras con Florencio. A veces, no siempre, compartís la barra con amigos que son muy parecidos a vos en la forma de vestirse, en la manera de conversar, de reír, de encender el cigarrillo, de mostrar las llaves de sus autos. Parecidos hasta en los detalles. El detalle, por ejemplo, de estar siempre tostados, incluso en pleno invierno. O el detalle de compartir las mismas conversaciones: carreras de autos, campeonatos de polo, partidos de rugby, las tertulias y los chismes en el club exclusivo, las reuniones de los fines de semanas en algún casco de estancia o en alguna casa quinta, cuanto más antigua mejor. No te falta mucho para recibirte: un año, un año y medio a lo sumo. Un estudio jurídico te espera en el que los clientes son tus amigos y los amigos de la familia. Una casona, la casona familiar de barrio sur que dejó la tía. Y a la que seguramente vos ocuparás con tu mujer, previo claro está, el casamiento que se realizará en la catedral o en algunas de las iglesias conocidas de la zona. Protocolos, modales, buenos modales, como te gusta decir con ese tono de voz suave, susurrante. En realidad, casi nunca vas a misa: las procesiones y lo sermones del cura te aburren, pero, ya se sabe, un casamiento se hace en primer lugar por iglesia, con participación a los invitados de siempre y alguna nota en el diario de la ciudad. Protocolos. Una seña a Florencio para que sirva otra medida de whisky. Un café negro y un whisky, dos a lo sumo. La moderación como una norma de conducta. La moderación y la prudencia. La certeza o la resignación de que lo que se ve, lo que se nota es la primera verdad. Un leve movimiento de la mano para saludar a un conocido con el que compartís el curso; una sonrisa y un leve movimiento de la cabeza para saludar al profesor. Mirás la hora. Hasta ese detalle lo tenés bien estudiado: el reloj es Rolex como no podía ser de otra manera, pero mucho más distinguido es el movimiento pausado, con ese toque de indiferencia para mover el brazo y correr la manga del saco los centímetros exactos. Son más de las siete de la tarde. Ella ya debería estar en el bar; llega más o menos a la hora de siempre. Rubia, pelo corto que seguramente no conoce el peine, cara de nena, vaqueros y campera, a veces una boina. No sé por qué te gusta tanto. Justamente ella que es lo opuesto a vos en todo. Zurdita, bolche. Nada que ver con vos. Mucho menos con tu novia. No se pinta, no va a la peluquería, no sigue las novedades de la moda, anda siempre vestida con la misma ropa, no usa cartera, apenas un bolsito que seguramente lo compró a algunos de esos artesanos que venden porquerías en el centro o en alguna plaza. Sus modales dan vergüenza. Por lo menos a tus amigos e incluso a tu novia los avergonzaría. Distraída, el ceño levemente fruncido, como molesta o fastidiada por algo. Rayada. Sí, rayada pero encantadora. Encantadora en cada uno de sus gestos; encantadora para  correr la silla y sentarse como si fuera un muchacho o un muchachito. Fuma. Y cuando está sola se come las uñas. Un desastre. Siempre con algún libro en la mano. O el diario. Una mujer con el diario bajo el brazo. ¿Dónde se ha visto? ¡Pero qué hermosa es, Dios mío! Todo lo que hace, aquello que en otras sería desagradable, vulgar, a ella le queda bien. Se sienta y acomoda los pies en la otra silla. Una mersada. Una mersada en cualquiera, pero no en ella. Sentada, con los pies apoyados en la otra silla es un reina. O una princesa Alguna vez lo pensaste: una semana con un curso de buenos modales y ella sería una dama. Mientras que a tu novia, a tu novia tan remilgada, tan convencional, tan previsible, ni diez años de cursos intensivos lograrían otorgarle el encanto que ella derrocha sin proponérselo. Una sola vez hablase con ella. Fue a la salida de una de las funciones de cine, función a la que entraste porque la viste a ella. No te acordás bien qué le dijiste porque, debes admitirlo, con ella todas tus habilidades, tus encantos, tus méritos, tus distinciones no valen nada. Te miró con algo de recelo. Seguramente los tipos de traje y corbata, tan compuestos, tan formales, le deben parecer marcianos. Efectivamente no te acordás lo que le dijiste. Seguramente algún lugar común, algunas de esas frases ocasionales a la que sos tan afecto. Y ella te respondió con un monosílabo, distraida, casi sin mirarte, justamente a vos, que siempre te jactás de llegar a cualquier lugar y las mujeres dejan de conversar para mirarte. Ahora acaba de entrar al bar. Se para al lado de la puerta y mira. Está claro que vos no existís para ella, porque pasa al lado tuyo como si nada. Vos sabés muy bien que no te saluda, no porque no quiera hacerlo, sino porque no te recuerda, por la sencilla razón de que nunca prestó atención a tu persona. Como si no existieras. Sí…como si no existieras. Te guste o no -y claro que no te gusta- debés admitir que para ella no sos nadie. Zurdita de mierda. Ahora va y se sienta a la mesa con el mariquita que organiza los ciclos de cine. Esa costumbre de besarse, de tomarse de las manos, de reírse como si en la vida no hubiera otra cosa mejor que hacer. Ese vocabulario salpicado de referencias cultas y palabrotas. Marx y Gardel; Freud y Tita Merello…un disparate. Mirás la hora y terminás lo que queda del whisky. Se te hace tarde. No sabés muy bien por qué, pero se te hace tarde. Le pagás a Florencio, guardás el paquete de cigarrillos, el encendedor y con las llaves del auto en la mano pasás a su lado, la mirás pero ella solo parece tener ojos para ese puto de mierda que habla y la hace reír como vos nunca serías capaz de hacerlo.


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