La convención constituyente de 1853

Dos objeciones suelen hacerle los críticos a la convención reunida en Santa Fe: que los diputados no fueron elegidos sino designados a dedo y que el jefe mayor, Urquiza, para algunos fue un traidor a Rosas y para otros, un caudillo bárbaro. Estas objeciones han recorrido la historia con diversos registros discursivos, pero ya estuvieron presentes en el momento mismo de reunirse la convención.

Respecto de las imputaciones contra Urquiza, la célebre polémica de Alberdi con Sarmiento es ilustrativa, sobre todo cuando haciendo gala de un pragmatismo político, para algunos ejemplar, para otros cínico, para todos brillante, Alberdi defiende a Urquiza y por extensión a los caudillos. Con paciencia y algo de ironía le explica, en la célebre polémica, a Sarmiento que a un país para fundarlo hay que aceptar lo desagradable, lo atrasado e incluso lo bárbaro. No hacerlo significa repetir nuevas desgracias.

Como Echeverría en su momento y como Varela en otro, Alberdi se convenció que a Rosas sólo lo podía derrotar alguien que se le pareciera, es decir un caudillo poderoso que, como todo caudillo no será un poeta, mucho menos un intelectual o un periodista, pero sabrá ejercer el poder. Alberdi no cree en cualquier caudillo sino en uno que esté al mismo tiempo abierto hacia el futuro. Esa suerte de caudillo “ilustrado” es Urquiza, la única persona capaz de enfrentar a Rosas con posibilidades militares y políticas reales.

Así lo escribe. “¿Quién derrotó a Rosas y su tiranía de veinte años? Un caudillo. ¿Quién abrió por primera vez los afluentes del Plata al tráfico libre y directo del mundo? Un caudillo. ¿Quién abolió las aduanas locales? Un caudillo. ¿Quién consagró los principios enunciados por esta Constitución Nacional hecha para poblar y enriquecer al país con inmigrados y capital extranjero? Un caudillo”.

En la misma línea se refuta la supuesta desprolijidad en la elección de los diputados. Es verdad que muchos representan provincias que no conocen; otros han sido elegidos a dedo por sus gobernadores, pero como se dice en estos casos “es lo que hay” y esperar condiciones ideales para redactar una Constitución es prolongar esta tarea hasta el infinito.

Al mismo Urquiza no se le escapan los límites y falencias de algunos convencionales. No desconoce que muchos de ellos son proclives a corromperse o a atemorizarse en un clima donde cualquier disidencia podía llegar a pagarse con la vida. Lo sabe y de alguna manera lo acepta. Como también sabe que los gobernadores que ahora lo apoyan son los mismos que estuvieron con Rosas y los mismos que podrían pasarse a favor de la causa de Buenos Aires si el viento empieza a soplar con fuerza para ese lado.

La Convención se inicia en condiciones políticas difíciles y a medida que transcurren las semanas la situación tiende a complicarse mucho más. Mientras los convencionales sesionan en Santa Fe, Urquiza inicia el sitio a Buenos Aires, sitio que habrá de fracasar cuando el gobierno porteño soborne al comandante de la flota de la Confederación. Es en ese contexto, de guerra civil y con la amenaza militar de la provincia que por habitantes y riqueza es superior a los “trece ranchos”, que se celebra la Convención.

La primera decisión de los constituyentes fue constituir una comisión redactora integrada por Manuel Leiva, Juan María Gutiérrez, José Benjamín Gorostiaga, Pedro Díaz Colodrero y Pedro Ferré; a partir de febrero se sumaron Martín Zapata, Juan del Campillo y Santiago Derqui. Trabajaron en condiciones muy duras, no sólo climáticas sino también sociales y culturales. Carecieron de secretarios, ayudantes y hasta de una biblioteca que mereciera ese nombre. Los sueldos que percibieron fueron modestos y salteados. Sin embargo, el proyecto que presentaron fue formidable en forma y contenido, más allá de los ninguneos de los porteños y de -vaya curiosidad- los revisionistas.

La exclusión de Buenos Aires no significó que entre los constituyentes no haya diferencias, que en más de un caso fueron ásperas y ruidosas. No es verdad que no hubo debates y que todo salió a las apuradas porque Urquiza quería sancionar la Constitución el 1º de mayo, es decir, para el aniversario del famoso pronunciamiento contra Rosas.

Por el contrario, los debates sobre el tema de la capital y la cuestión religiosa fueron tan duros que un grupo de constituyentes votó en contra del proyecto en su totalidad y cuando regresaron a sus provincias realizaron gestiones para que los gobernadores o la Legislatura rechazaran la Constitución.

En este punto, el célebre sermón de fray Mamerto Esquiú en la catedral de Catamarca apoyando la Constitución terminó de disipar las dudas y volcó a remisos y disidentes a favor del nuevo ordenamiento. Esto ocurrió el 9 de julio, un mes y medio después de que Urquiza la promulgara en San José de Flores, el campamento militar donde estaba apostado con sus tropas. El rol de Esquiú en ese sentido fue decisivo, porque formalizó la adhesión de la Iglesia Católica a la Constitución Nacional.

Como se sabe, el tema de la capital de la Nación estaba vinculado al tema del territorio nacional para el flamante Estado y la nacionalización de la aduana. La resolución de este conflicto no será sencilla. Los constituyentes lo saben, motivo por el cual la solución que dan es provisoria y sujeta a la posterior incorporación de Buenos Aires, un dato que a pesar de la guerra todos consideran que en algún momento, para bien o para mal, terminará de concretarse.

Tan delicado es el tema que -efectivamente- las principales refriegas políticas y militares que se suceden entre 1853 y 1880 giran alrededor de este problema. Cuando en 1880 las tropas nacionales derroten a las milicias de Buenos Aires lideradas por Tejedor, no sólo se habrá sometido a la última provincia rebelde sino que el Estado nacional, como tal, terminará por constituirse.

Más teórico pero no por ello menos conflictivo fue el tema religioso. Mientras los liberales planteaban la independencia de la Iglesia del Estado y la libertad de cultos, los sectores tradicionalistas, a los que no por casualidad se designó como los “montoneros”, defendieron la supremacía de la Iglesia Católica como religión de Estado.

Los llamados liberales no lo eran tanto o por lo menos no eran tan anticlericales. Como muy bien se ocupara en su momento de aclarar Alberdi, la libertad de cultos era más una cuestión práctica que teórica. Alberdi no entraba en detalladas escabrosidades teológicas. Es más, consideraba que la religión católica era la “verdadera”, pero estimaba que si la Constitución convocaba a los inmigrantes era necesario permitir la libertad de cultos porque muchos de ellos seguramente practicarían otras religiones.

Por su parte, en el bando “montonero” no todos piensan exactamente lo mismo. Para algunos, como Pedro Zenteno, la religión de los argentinos es la católica y toda concesión que se haga en ese sentido es una herejía. Sin embargo, el cura Lavaisse estima que la Constitución Nacional no puede intervenir en temas de conciencia religiosa. Según su enfoque, “la tarea del Estado es sostener y no proteger, porque el único que tiene competencia exclusiva para proteger la religión es Dios”.

Digamos que las posiciones extremas en todos los casos están matizadas. Zuviría, por ejemplo, afirma que la religión católica es la religión mayoritaria de todos los habitantes. Seguí, en el bando liberal, recuerda que la Argentina ya firmó en 1825 un tratado de libertad de cultos con Inglaterra.

Otro argumento que circula en esos días postula que la libertad religiosa va a dar lugar a que algún caudillo demagogo movilice y fanatice a las masas católicas ignorantes y crédulas con consignas al estilo “Religión o muerte”.

Finalmente se vota y la posición “liberal” gana por trece votos contra cinco. La religión católica no será religión de Estado sino “sostenida por el Estado”, un matiz importante y en cierta medida decisivo. Se acepta la libertad religiosa para todos los hombres de buena voluntad, se suprimen los fueros religiosos, pero se plantea la conversión de los indígenas y se exige que el presidente de la Nación pertenezca al culto católico apostólico y romano.

La Constitución Nacional fue sancionada el 1º de mayo de 1853 y promulgada por Urquiza el 25 de mayo. Cuando al héroe de Caseros le pregunten por qué apoya esta Constitución, responderá lo siguiente. “Quiero la Constitución Nacional por egoísmo. Tengo familia, propiedad y nombre que poner bajo el amparo de la ley y, como toda persona que tiene un bien que conservar, tengo interés en que esos bienes sean garantidos”.

Los constituyentes de 1853 no improvisaron y mucho menos plagiaron. Trabajaron con muchas dificultades, con los límites impuestos por la época, sin materiales de estudio adecuados, sin colaboradores ni asesores, pero no obstante ello se las ingeniaron para contar con los insumos intelectuales imprescindibles para cumplir su tarea. El libro “Bases…” de Alberdi fue sin duda una de las principales fuentes de consulta -en realidad fue algo más que una fuente-, pero no la única. Otra de las fuentes consultadas fue el texto de Pedro de Angelis, italiano, y uno de los principales y más talentosos publicistas de Rosas. Se habla de un tercer proyecto cuyo origen es algo confuso y de los aportes intelectuales de la generación de Alberdi como Félix Frías y Mariano Fragueiro. A ello se le debe sumar el conocimiento que los constitucionalistas tenían de los textos redactados en Chile, Francia, Estados Unidos y la muy reciente Constitución de California.

El resultado de tantos esfuerzos y desvelos sin duda fue excelente; contra los que dicen que fue una Constitución copiada de otros textos o ignoran o están obnubilados por la ideología, cuando no, por la mala fe. La Constitución no fue copia, fue creación, esfuerzo lúcido para adaptar, a un país que estaba empezando a merecer ese nombre, un conjunto de normas supremas que lo organizara jurídicamente. El rasgo distintivo, su dato más original, fue que más que expresar una realidad dada y formalizarla a través de la ley, se propuso ser un programa. Así lo pensó Alberdi y así fue en realidad.

Alberdi fue uno de los intelectuales que percibió con más claridad que el mundo que le tocaba vivir se estaba transformando aceleradamente y que esa transformación bien puede concretarse sin la Argentina, lo cual era lo peor que nos podía llegar a pasar. Para que ello no ocurriera, era indispensable que el país se pusiera a tono con los cambios de la época. Ponerse a tono significaba conocer quiénes éramos, de dónde veníamos y saber muy bien hacia dónde queríamos ir. En principio un país que pretendía estar en el mundo debía poblarse y desarrollarse económicamente. Para ello era indispensable convocar a la inmigración y a los capitales extranjeros. Sin garantías jurídicas reales, esta tarea sería imposible. Ningún extranjero vendría a un país donde sus derechos civiles no estuviesen garantizados, y ninguna empresa invertiría en un territorio donde no se le aseguraran ganancias razonables. Así de sencillo y así de difícil.

Alberdi, como muchos de los intelectuales liberales de su tiempo, había observado con alguna inquietud y alarma las movilizaciones obreras en el París de 1848. Sin embargo, entendió que en la Argentina el problema era otro, porque los responsables de los desórdenes no eran los pobres -a los cuales, en todo caso, lo que había que imputarles no era su espíritu subversivo, sino su mansedumbre y resignación- sino la clase dirigente aficionada a las luchas facciosas y a las permanentes intrigas. El diagnóstico no dejaba de ser original. En la Argentina, los culpables de la inestabilidad no eran los pobres sino los ricos. Por lo tanto, las disposiciones institucionales a tomar debían privilegiar en primer lugar el principio de autoridad en el marco jurídico e institucional de una república.

Halperín Donghi, con algo de ironía, lo ubica a Alberdi como el antecedente inmediato de Onganía en esta estrategia de establecer un tiempo económico, luego un tiempo político y finalmente un tiempo social. Sarcasmos y exageraciones al margen, lo cierto es que Alberdi estaba convencido de que era imprescindible asegurar el desarrollo del capitalismo en clave liberal si no queríamos quedarnos fuera del mundo.

No terminan allí las novedades. El opositor sistemático a Rosas entendía que, a pesar de todos sus excesos, y tal vez por el peor de los caminos, Rosas tenía la virtud de enseñarles a los argentinos a obedecer. De lo que se trataba -agrega- era que, en adelante, en vez de obedecer al líder se obedeciera la ley.

“Gobernar es poblar” implicaba obviamente poblar el país de habitantes y capitales; también de redes sociales que hicieran posible el desarrollo. Alberdi entendía que los inmigrantes eran indispensables por dos motivos: porque un país como el nuestro necesita más habitantes, pero también porque esos habitantes serían los portadores de hábitos y destrezas necesarios para un país que se propusiera crecer en un tiempo razonable. Sus argumentos eran descarnados, pero sugestivos y sólidos. Alberdi creía que esos extranjeros debían llegar del norte de Europa. Sus condiciones culturales y sus hábitos laborales serían factores de instrucción mucho más importantes que una escuela.

Para que todo ello ocurriera era primordial entender que hacía falta un esquema institucional rígido y convencer a la sociedad de que era imprescindible obedecer la ley. En ese sentido, la autoridad del presidente debía parecerse a la del rey. Alberdi no se pronuncia a favor de la monarquía no por razones ideológicas, sino porque interpretaba que ella iba a contramano de nuestras tradiciones, lo que demuestra que es algo más que un imitador de textos extranjeros. Pero no vaciló en señalar que ese presidente debía parecerse a un rey y que como tal debería ser tratado.

El presidente duraría en el cargo seis años. Su poder sería grande, pero para impedir tentaciones autoritarias no debería ser reelegido. ¿Quién elegiría al presidente? ¿El pueblo? Sí, pero no tanto. Para evitar los desbordes de los demagogos capaces de entusiasmar a la pobre gente con promesas imposibles de cumplir, el presidente sería elegido por un Colegio Electoral que cumpliría la tarea de “filtro”. Los mismos límites ponía para la elección de los senadores, dejando el voto popular directo sólo para la elección de diputados.

A Alberdi no se le escapaba que el orden jurídico que propone no era muy republicano. Lo sabía y lo admitía porque estaba convencido de que el país debía abocarse con urgencia a las tareas del desarrollo económico. Por lo tanto, no era aconsejable teorizar sobre repúblicas ideales alejadas de nuestras reales prioridades. El imperativo del desarrollo para Alberdi estaba relacionado directamente con el cumplimiento de la ley. Cuando evaluó la Constitución de California postuló que la verdadera riqueza de ese Estado no era el oro que acababa de descubrir, sino ese texto legal. El cumplimiento de la ley era, según este criterio, la principal fuente de la riqueza de las naciones.

El autor de “Bases…” no ignora que la república que proponía estaba muy lejos de lo ideal. Porque estaba convencido de que se hablaba de la república posible como condición para transitar hacia la república verdadera. Redactar una Constitución ideal sería una gran empresa teórica, pero de escaso valor político. Alberdi, por lo tanto, teorizaba acerca de una república posible conformada por habitantes con plenos derechos civiles. Sobre los derechos políticos prefiere no decir una palabra, entre otras cosas porque estimaba que, en esa primera etapa, su vigencia no era del todo aconsejable.

La Constitución Nacional que finalmente se sancionara en mayo de 1853 estará impregnada de estas consideraciones. Allí están sus virtudes y también sus límites. Curiosamente, el primero en criticarla será Sarmiento para quien la economía debía tener una necesaria mediación política, en tanto que la educación debía ser algo más que el buen ejemplo que brindaran los inmigrantes. Desde la derecha, Frías objetará la libertad religiosa y las liberalidades económicas, mientras que hacia la izquierda, Fragueiro ponderará el rol del Estado en temas tales como el crédito.

Las reformas de 1860, 1866 y 1898 no alterarán estas consideraciones. La Constitución aprobada en Santa Fe será la guía y el programa de transformaciones sociales y económicas diseñado por un puñado de intelectuales que tuvieron la virtud -al decir de Halperín- de pensar un determinado modelo de país, proyectarlo hacia el futuro y realizarlo. Para fines de ese siglo, el balance de la Argentina empezaba a ser favorable en toda la línea. El país se transformaba rápidamente y lo que había sido un desierto se convertía en una nación pujante.

Para arribar a esos resultados hubo que atravesar por duros conflictos, guerras civiles e internacionales, intervenciones armadas y conquistas territoriales; pero para 1910, la Argentina estaba ubicada entre los diez países con mayor ingreso per cápita del mundo. Una hazaña política sin dudas. Una hazaña cuyo punto de partida o, si se quiere, cuyo momento de creación, se forjó en aquellas jornadas vividas en la ciudad de Santa Fe bajo los bochornos del calor y las incertidumbres nacidas de la política y las guerras civiles.

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