Santa Fe, ciudad de las constituciones

El Ejército Grande se forjó en Entre Ríos, la batalla que derrotó al tirano se libró en Caseros, el primer acuerdo institucional se firmó en Palermo, la convocatoria a la organización nacional se hizo desde San Nicolás, pero la Constitución de la Nación Argentina, su Carta Magna se debatió y se redactó en la ciudad de Santa Fe.

Urquiza sabía lo que hacía. Santa Fe no fue una casualidad o un compromiso de ocasión. Fue, podría decirse, un reconocimiento histórico, un reconocimiento histórico a la ciudad que fue territorio de la firma de aquellos pactos preexistentes que menciona el Prólogo de la Constitución: el Tratado del Cuadrilátero, la Convención Nacional de 1828 y, sobre el todo, el Pacto Federal del 4 de enero de 1831, el mismo que mencionará Urquiza cuando realice en soledad, pero con clarividencia histórica, su célebre pronunciamiento, retirándole los atributos institucionales al tirano.

1853 fue la síntesis de un proceloso proceso histórico signado por las guerras emancipatorias y las guerras civiles, las discordias políticas y los esfuerzos por sostener aquello que prometía ser una Nación. En ese itinerario histórico, Santa Fe tuvo un singular protagonismo como lo confirman sus iniciativas institucionales y esa tensa pero sabia relación con el invasivo poder político de Buenos Aires.

Fue ese testimonio histórico el que sensibilizó a un político sagaz e intuitivo como Urquiza para convocar, en circunstancias políticas muy difíciles, la Convención Constituyente en la ciudad de Santa Fe. Allí fueron desde los más diversos puntos del país los convencionales que habrán de redactar nuestra Constitución. Llegaron en galerones, carruajes, barcos y a caballo, atravesando en muchos casos territorios hostiles en un país en el que la tentación de las guerras civiles aún se mantenía vigente. Sus credenciales no eran perfectas. Se hacía lo que se podía con lo que se tenía. Entre lo posible y la nada se optó por lo posible. ¿Cómo en Tucumán en 1816? Como en Tucumán en 1816. Nuestras dos grandes patriadas nacionales se parecen en sus nobles carencias, sus excelsas virtudes y sus amplios horizontes de grandeza.

En la ciudad de Santa Fe tampoco a los constituyentes los aguardaban comodidades y mucho menos placeres. En una ciudad de seis mil habitantes no había hoteles, ni salones distinguidos, ni restaurant selectos. Tampoco los sueldos eran generosos y en más de un caso llegaban atrasados o directamente no llegaban.

Los constituyentes eran mayoritariamente abogados y sacerdotes. No todos pensaban lo mismo y en algunos temas, como el religioso por ejemplo, su antagonismo era profundo, pero en todos estaba presente la certeza de que vivían un tiempo histórico, que estaban haciendo patria y que más allá de dificultades, incomodidades y disidencias debían estar a la altura de las circunstancias.

Nuestra ciudad de calles de tierra, casas bajas, azoteas al cielo, patios profundos y arbolados acariciados por el murmullo del agua, nuestra ciudad flanqueada por ríos y acechada por “el alarido del salvaje”, como diría uno de nuestros grandes próceres provinciales, ofreció sus conventos, las residencias de sus familias más destacadas y los salones de su cabildo para que el acontecimiento histórico “constitutivo” de una Nación tenga lugar.

Durante meses intensos la convención sesionó soportando los agobiantes calores, las nubes de mosquitos, pero sobre todo las inquietantes peripecias de la política nacional. En las más difíciles condiciones sociales y políticas, los constituyentes redactaron una constitución sabia y progresista. Nunca olvidarlo: no fue un plagio, mucho menos una imitación o una copia, fue un genuino acto de creación histórica, un heroico y noble acto de creación histórica. Síntesis del pasado y programa de futuro; promesa de orden y aspiración de progreso; garantía de convivencia y voluntad de inserción en un mundo que se estaba transformando aceleradamente. Fue nuestra gran carta de presentación ante el concierto de naciones, pero al mismo tiempo afianzó un inviolable principio de legitimidad interno. Fray Mamerto Esquiú la bendijo desde Catamarca; Buenas Aires, la ausente, se sumó diez años después; unitarios y federales, los testigos de las viejas discordias, la hicieron suya y hasta las grandes disidencias armadas, como las de Felipe Varela y Chacho Peñaloza la invocaron como principio de legitimidad.

A los santafesinos nos corresponde el orgullo, el moderado pero consistente orgullo si se quiere, de sabernos herederos de esa dignísima tradición constitucional, una tradición que después de 1853 se ratificó con las reformas constitucionales de 1860, 1866, 1957 y 1994, por lo que es legítimo vaticinar que si el día de mañana la Constitución merece ser reformada (no jugar irresponsablemente con el reformismo constitucional) Santa Fe dispone todos los atributos y honores para ser una vez más la sede a la que arribarán los convencionales constituyentes de toda la nación.

“Una ciudad es para un hombre la concreción de una tabla de valores”, escribe Juani Saer. Santa Fe lo es. Una ciudad es un territorio, una compleja y laberíntica suma de tradiciones, algunos mitos y leyendas y una singular predisposición a avizorar el futuro. En nuestro caso, la tradición se confunde con la historia. El pasado nos interpela en algunos casos para que lo tengamos presente, para que no lo dejemos morir y sobre todo para que nos inspire. A no olvidarlo: Santa Fe integra junto con Cádiz y Filadelfia la “trinidad de ciudades” que fueron sede de las grandes constituciones del mundo moderno.

“Yo escribiría la historia de mi ciudad”, concluye Juani Saer.

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